Francisco Javier Vitoria Cormenzana

Soñar despiertos la fraternidad


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      h) En tránsito...

      No puedo pasar al siguiente apartado sin transcribir algunas preguntas que me asaltan. En este contexto económico, político y cultural, ¿con qué estado de ánimo podremos enfrentarnos con el porvenir? ¿Cómo podremos comportarnos razonablemente con el futuro? ¿Acaso no nos queda más remedio que aspirar a que, en el mejor de los casos, «esta economía mate solo un poco menos, o a menos personas, o durante un período de tiempo un poco menos prolongado»? 56 ¿Podremos proclamar este anhelo demediado como universalmente razonable sin pagar tributo a la razón cínica e indolente? ¿Les parecerá sensato a los «sobrantes»? Y el Dios de Jesús de Nazaret, ¿qué pensará de él? ¿Le parecerá compatible con la gloria de su «economía» 57, que es la vida de los seres humanos, y singularmente de los «sobrantes»? ¿Se sentirá conforme con la vanagloria de la economía ultraliberal (el máximo beneficio)? ¿No está en el siglo XXI más vigente que nunca el radical antagonismo, planteado por Jesús de Nazaret, entre Dios y el Dinero (cf. Mt 6,24)?

      3. La «fraternidad», una cuestión de fe en la paternidad de Dios

      Cuando hablamos de fraternidad tendemos a movernos exclusivamente en el terreno de los deberes morales. La otra cara de los derechos humanos. Y, aunque podamos considerarlos como la plasmación más lograda de una ética de mínimos de aceptación universal, en lo que toca, al menos, a la fraternidad, ¿no estaremos hablando de una ética de máximos, imposible de practicar? ¿No surge la fraternidad siempre contra la corriente del entorno, contra la ley gravitatoria de esas estructuras fratricidas? ¿No son las realizaciones fraternas siempre escasas en número, pequeñas de tamaño, provisionales en el tiempo y perpetuamente amenazadas? Empeñarse en hacer estructuras económicas y políticas más favorecedoras de la fraternidad es una porfía necesaria, legítima y noble, pero ¿no estará siempre abocada al fracaso?

      Parece inevitable pensar así. Sin embargo, desde la perspectiva de la fe cristiana, la «fraternidad» es antes un indicativo que un imperativo; antes una llamada interior que un mandato exterior; antes posibilidad de Dios en nosotros que demanda de él a nosotros; antes «el don de una conquista» que exigente carrera de «ultra trail» para el esfuerzo humano. Siempre camino por recorrer y nunca meta conquistada.

      De todo ello ha dejado constancia el Nuevo Testamento. Su núcleo se puede resumir en la afirmación de que estamos salvados por amar a los hermanos 58. El amor fraterno es la prueba visible de la salvación divina. La tradición joánica sugiere que el cielo puede esperar para acceder a la experiencia humana de «pasar de la muerte a la vida». Esta se sustancia históricamente en el amor a los hermanos: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14). En «el más allá» o en el cielo –por decirlo en un lenguaje más teológico– no alcanzaremos primordialmente la inmortalidad, sino la fraternidad en estado de plenitud, como corresponde a quienes somos hijos de Dios. Todo lo demás –también la eternidad de la vida– se nos concederá por añadidura. En «el más acá», el amor a los hermanos contribuye a «ensanchar el cielo» o a «sentirse visitado por el cielo» 59, haciendo visible la condición filial divina de los hombres y las mujeres; y las prácticas fratricidas, por su condición diabólica, «ensanchan el infierno»: «En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, y quien no ama a su hermano, tampoco» (1 Jn 3,10)».

      En consecuencia, la situación ruinosa de la fraternidad en nuestro mundo plantea preguntas importantes acerca de la identidad del Dios de la tradición cristiana. A la vista de las heridas de la fraternidad, ¿qué significado tiene confiar en Dios como Padre? ¿Qué relevancia curativa tiene confesar a Jesús, el Hijo, como primogénito entre una multitud de hermanos? ¿Y cuál proclamar que el Espíritu de Dios es el Espíritu de la fraternidad y de la comunión? La fe en el proyecto de paternidad, filiación y comunión –¿permanentemente incumplido?– que Dios mismo es, ¿podrá contribuir hoy todavía a la redefinición del concepto de «fraternidad» y a su realización política?

      Estas cuestiones estarán presentes en las páginas de este libro, que pretende afrontarlas. Ahora adelanto que no tienen más respuesta cumplida que la del testimonio. No lo olvidemos: la teología sigue siendo un acto segundo también cuando reflexiona sobre la paternidad de Dios y la fraternidad humana. Sin historias de fraternidad intempestivas que narrar, la teología se quedaría sin acreditación. Si se me permite una paráfrasis de un muy conocido texto de la Cábala judía, Dios nos está diciendo: «Si vosotros dais testimonio de fraternidad, yo seré Dios Padre; de lo contrario, no».

      Los cristianos –y también los hombres y mujeres de buena voluntad– vivimos bajo el peso de mandatos y preguntas que imputan nuestra responsabilidad sobre lo que está ocurriendo en los escenarios fratricidas de la historia. Como señala Lévinas, el rostro de las víctimas, «expuesto a mi mirada en su debilidad y en su mortalidad, es el que me ordena: “No matarás”». Desde los orígenes de la historia humana fratricida, Dios nos dirige su primera palabra: «¿Dónde está tu hermano? [...] ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo». ¿Podremos, como Caín, indiferentes ante el dolor y las lágrimas de la «humanidad sobrante», seguir respondiendo: «No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?»? ¿O reconoceremos por fin, también como él, que nuestra «culpa es demasiado grande para soportarla»? (cf. Gn 4,9-13). Solo si asumimos nuestra responsabilidad moral podremos acceder al conocimiento de la paternidad de Dios a través de la experiencia de su perdón. «El acceso a la verdad [de la paternidad] de Dios comienza con el dolor y la indignación por aquellos que sufren y a quienes se les niega la responsabilidad y la solidaridad» 60.

      4. «Fraternidad» e Iglesia sacramento de salvación

      Un mundo fratricida como el nuestro es el escenario donde la Iglesia pone en juego constantemente su propia condición de sacramento universal de fraternidad. Me permito releer desde la clave «fraternidad» la afirmación conciliar de la Iglesia como sacramento radical de salvación (LG 48; AG 1). Me lo permite no solo el espíritu del Vaticano II, sino su misma letra, cuando afirma: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Es decir, la Iglesia se entiende a sí misma como un pueblo reunido por Dios para facilitar eficazmente el encuentro en la historia con la salvación de Dios, presente en ella y comprendida como «unión íntima con Dios» (filiación) y «unidad de todo el género humano» (fraternidad). La Iglesia, por tanto, está llamada por Dios a ser una señal y un instrumento de fraternidad en y para este mundo cainita. El Concilio desea fervientemente que los hombres y las mujeres descubran la relevancia y el significado de la Iglesia para sus vidas en la fraternidad ejercida por el pueblo de Dios. Ella se constituye así como señal de salvación para la «humanidad sobrante», signo de esperanza en un mundo fratricida y luz para las gentes descartadas.

      a) Visibilidad y percepción de la fraternidad eclesial

      Este dinamismo sacramental de la Iglesia se lo confiere el Espíritu que la habita (LG 4), pero sin garantizarle de un modo absoluto su condición de «signo e instrumento». Este carácter también depende de la calidad fraterna y solidaria de la vida eclesial.

      Según una fórmula clásica latina, sacramenta significando causant, la Iglesia realiza su condición sacramental precisamente al hacer visible y perceptible la fraternidad en nuestro mundo. Lo decisivo de esta percepción, si no queremos confundir el dinamismo sacramental con una fuerza mágica, es una llamada permanente a la purificación y renovación de la Iglesia, «a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia» (LG 15). Sin la visibilidad y percepción de su condición fraterna y fraternizadora, ¿cómo conseguirá la Iglesia que el Evangelio de la fraternidad sea un seductor ofrecimiento de sentido y de dignidad para los individuos y la comunidad humana? ¿Cómo podrá convencer a los hombres y mujeres de hoy de que su vocación escondida, pero no perdida, es un «proyecto de fraternidad»?

      Una Iglesia fraterna y