Francisco Javier Vitoria Cormenzana

Soñar despiertos la fraternidad


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teocracia, que habían convertido el Templo en una cueva de bandidos. Para la tradición cristiana, esta acción profética está protagonizada por alguien a quien confiesa no solamente como el mayor de los profetas, sino como la comunicación plena de Dios, «Amor que desciende», es decir, por la Palabra o por el Hijo de un Dios «activista por el derecho humano de la fraternidad».

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      EL REINADO DEL PADRE DE JESÚS DE NAZARET,

      UN PROYECTO DE FRATERNIDAD UNIVERSAL

      Desde hace años, José Antonio Pagola viene utilizando la fórmula «volver a Jesús». Con ella nos recuerda a los cristianos una necesidad vital para afrontar nuestro crítico presente y nuestro incierto futuro: fijar, una y otra vez, nuestra mirada en Jesús de Nazaret, que inicia y consuma la fe (cf. Heb 12,2). Si nos volvemos a Jesús, descubrimos que su persona –vida, muerte y resurrección– desencadenó 1 la «fraternidad» del reinado del Padre. Jesús originó, provocó y dio salida a una serie de hechos de fraternidad que principiaban la fraternidad del reinado del Padre en la historia y que, al mismo tiempo, suscitaban movimientos contrapuestos y apasionados de ánimo entre quienes se encontraron con él: seguimiento y rechazo, seducción y repulsión, atracción y decepción, simpatía y animadversión, alegría y miedo...

      Así pues, digámoslo una vez más, Jesús no legó a sus discípulos un conjunto de doctrinas excelsas sobre Dios, ni un nuevo culto, ni una nueva moral, sino su forma fraterna y fraternizadora de estar en la realidad y de enfrentarse con ella, reflejo de su experiencia filial de la paternidad de Yahvé. Es decir, Jesús entregó a sus discípulos de todos los tiempos una tradición de hermanamiento que ni debían repetir miméticamente ni conservar inmutablemente, sino recrear en tiempos y espacios diferentes al suyo por medio de su seguimiento histórico.

      El recuerdo de la vida de aquel judío marginal marcó el proceso de definición del cristianismo primitivo hacia finales del siglo II.

      James D. G. Dunn, en su magna obra sobre los orígenes de cristianismo, ha dejado probado que la identidad del cristianismo fue definida por la centralidad del Jesús recordado, que había realizado su misión en Galilea y Judea y que, tras morir en la cruz, había resucitado en Jerusalén. El cristianismo naciente era la viva expresión y la continuidad del impacto producido por él. Jesús de Nazaret se convirtió así en el centro determinante de lo que era la identidad cristiana, y discriminador de lo que se hallaba más allá de ella 2. También en el siglo XXI esa centralidad de Jesús de Nazaret ha de seguir autentificando la identidad del cristianismo. Su papel definitorio permitirá que el cristianismo vivido sea un cristianismo vivo. Su descentramiento –por acción u omisión– lo convierte en un cristianismo zombi 3.

      En esta disyuntiva hay mucho en juego –¡demasiado!– para la vida de la Iglesia y también para el futuro de la humanidad. Por ello, no hemos de echar en saco roto la petición de Jon Sobrino: que «no nos roben a Jesús de Nazaret», pues sin él «desaparece lo central del cristianismo». Justamente, «lo que cristianiza» o hace cristianas la oración y la praxis, la mística y la gratuidad, e incluso la imagen de Dios, de Cristo y del Espíritu 4. La súplica no es una ocurrencia sin base en la realidad del teólogo salvadoreño. Jesús de Nazaret ha sido secuestrado en multitud de ocasiones a lo largo de veinte siglos y a lo ancho de toda la geografía del planeta Tierra. Con frecuencia, los cristianos nos hemos quedado sin él. Pero también el resto de la humanidad. Unas veces su figura humana quedó fuera del foco que iluminaba al Jesús celestial (posresurreccional); otras, se ocultó bajo las categorías metafísicas que dan cuenta de su misterio divino/humano. A menudo la sustituimos por figuras venerables de la tradición cristiana (p. ej., María y los santos), que parecían más afines a nuestra condición humana. Y sucedió algo aún más grave: los poderosos desfiguraron el recuerdo de Jesús y la institución eclesial lo traicionó, robándoles a Jesús de Nazaret a los pobres y necesitados.

      Hoy los abundantes y excelentes estudios sobre el Jesús «recordado» constituyen un sistema de protección que hace más difícil su hurto. Pero su existencia no nos protege del todo. John D. Crossan, uno de sus grandes expertos actuales, nos ofrece una pista para entender esa insuficiencia. Se imagina que el Jesús histórico habla con él y le dice:

      –He leído tu libro, Dominic, y me parece bastante bueno. ¿Y qué? ¿Estás ya listo para vivir tu vida conforme a mi visión de las cosas y para unirte a mi programa?

      –No creo que tenga valor suficiente, Jesús, pero la descripción que de ti hacía en él era bastante buena, ¿no te parece? Lo que estaba particularmente bien era el método, ¿verdad?

      –Gracias, Dominic, por no falsificar mi mensaje para adecuarlo a tus incapacidades. Eso ya es algo.

      –¿No es bastante?

      –No, Dominic, no es bastante 5.

      A Jesús de Nazaret nos lo devuelven una y otra vez quienes han estado dispuestos a vivir su vida en conformidad con la visión jesuánica de las cosas y se han unido a su programa. Necesitamos a sus seguidores, hombres y mujeres: a esa «nube densa de testigos» (Heb 12,1) que no se contentaron con creer que Jesús es el Logos, el Hijo o la segunda Persona de la Trinidad, sino que hicieron de su creer en Jesús como Evangelio la clave configuradora de sus vidas. Es bueno y necesario recordar que en la historia de la Iglesia siempre ha habido hombres y mujeres, como Francisco de Asís, Bartolomé de Las Casas, Óscar Romero o Josefina Bakhita y Teresa de Calcuta, que vivieron y, en algunos casos, murieron para devolver a Jesús a la Iglesia, a los pobres y a la humanidad. No se les recuerda como expertos estudiosos de aquel judío marginal, sino como hombres y mujeres que convirtieron cada una de sus vidas en un quinto evangelio.

      Soy consciente de que la compañía de Jesús resulta incómoda para quienes somos los ciudadanos beneficiados de este mundo injusto. Como ha escrito J. B. Metz, glosando el apotegma 82 del Evangelio de Tomás 6, «permanecer cerca de Jesús resulta peligroso: hay riesgo de fuego, de incendio». Pero estoy convencido de que, como consecuencia del alejamiento del Cristo peligroso, el cristianismo se ha convertido en una religión para burgueses, exenta de peligro, pero también de virtualidad consoladora 7.

      1. La experiencia de Dios configura la identidad de Jesús de Nazaret como Hijo de Dios y hermano de los hombres

      La fuente del modo fraternal y fraternizador de estar en la realidad de Jesús es su encuentro con Dios. Su experiencia de Dios no tiene las características de la integración en las profundidades del «océano de la unidad infinita», sino de la comunión personal. Jesús percibió a Dios como especialmente cercano y accesible y se situó respecto a él en una relación de intimidad filial muy peculiar 8. Jesús hizo suya la vieja y tácita invitación del tetragrama sagrado –YHWH–: nombrar a Dios 9. Discernió y evaluó espiritualmente la presencia de Yahvé en medio de una Galilea atravesada por tensiones socioeconómicas entre ricos y pobres y habitada por una multitud de pobres materiales, sociales y espirituales. Y no le puso de nombre «Eso», como hacen algunos partidarios de la conciencia no dual, sino Abbá, Padre. Pero con una singularidad de la que no es posible prescindir sin renunciar a la memoria de Jesús: Dios es el Padre del Reino. Si su paternidad evoca la identidad de Dios, su «reinado» les recuerda su relevancia filial y fraterna a quienes vivían «en tinieblas y sombras de muerte» (cf. Mt 4,16).

      La experiencia de contraste entre la injusticia del mundo y la paternidad de Dios configura el convencimiento de Jesús en la inminente intervención salvadora de un Dios que no puede soportar el sufrimiento injusto de sus hijos. En otra ocasión me he extendido en la explicación de esta importante cuestión 10. En esta, prefiero acudir a la autoridad de Edward Schillebeeckx:

      En la historia de miseria y dolor en que aparece Jesús no hay motivo ni ocasión que expliquen razonablemente esa certeza absoluta de salvación, característica del mensaje de Jesús. Tal esperanza, patente en el anuncio de que la salvación viene con el reino de Dios, tiene –supuesta la peculiaridad de la vida religiosa de Jesús, que