étnicas, sociales y morales: el samaritano, el hijo pródigo, Lázaro, el pobre, el centurión, la prostituta, la mujer sirofenicia, el publicano, etc. 22
Las bienaventuranzas son un caso paradigmático de la eficiencia de las palabras de Jesús. Sorprendentemente, Jesús proclama que los pobres y los hambrientos son ya bienaventurados (cf. Mt 5,1ss; Lc 6,20ss). Necesitamos desentrañar el carácter paradójico que este «ya» de las bienaventuranzas encierra en nuestro contexto cultural y político actual, tan indiferente ante el sufrimiento del inocente como la antigua Jerusalén. Jesús no dice que serán bienaventurados cuando sean liberados o saciados. Pero ¡ojo!: tampoco que su miseria sea bienaventurada. Jesús proclama que estos pobres son bienaventurados y serán saciados. Los tiempos verbales usados son importantes: los que lloran, los que tienen hambre material y sed de justicia, esos son –presente– ya bienaventurados y serán –futuro– saciados, se les hará justicia, serán consolados.
La proclamación en presente de las bienaventuranzas es un lenguaje «performativo» que insta a sus oyentes a cambiar la realidad. Es una pro-vocación en toda regla; una llamada en favor del reconocimiento efectivo de aquellos desgraciados como hijos que pertenecen a la familia del Padre o como seres humanos que pertenecen a la especie. Si alguien está mal, es porque le han hecho daño; pero incluso en ese estado es sujeto de derechos, incluso de aquellos que las circunstancias le niegan. Proclamando las bienaventuranzas en presente, Jesús no acepta, por un lado, que la justicia se posponga a la otra vida ni que, por otro, el que llora tenga lo que se merece. Y sostiene, muy al contrario, que los desgraciados tienen derecho a la felicidad, y que privarles de ese derecho que es suyo es hacerles infelices 23.
c) ... y obras poderosas que abren futuro a la fraternidad
Por otra parte, a través de sus obras poderosas, sus oyentes y seguidores podían comprobar que comenzaban a ocurrir acontecimientos que otras generaciones habían anhelado ver (cf. Mt 13,16-17). Con su praxis, Jesús pretende establecer una relación de correspondencia recíproca con la gratuita y amorosa paternidad de Yahvé, que él ha experimentado; o «practicar a Dios», como sencillamente dice Gustavo Gutiérrez. Jesús se siente autorizado para expresar, a través de su conducta, la identidad de Dios, y desvelar el verdadero significado que las palabras sagradas, «Yahvé», Abbá y «reino», tienen en su boca. Y así lleva a cumplimiento aquello que más tarde afirmará la tradición joánica: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9).
La figura fraterna y fraternizadora de Jesús tiene su expresión más conocida en sus acciones –principalmente los exorcismos, las curaciones y las comidas con pecadores– que el evangelista Juan llama signos o señales y que tradicionalmente, en el caso de las dos primeras, hemos llamado milagros.
Seguramente hoy todavía necesitamos entender el término «milagro» como sinónimo de «signo» y no de «prodigio», que, según la RAE, significa «suceso extraño que excede los límites regulares de la naturaleza». Aunque este no sea el momento de abordar la cuestión de los milagros, sí me parece pertinente recordar que las curaciones y exorcismos milagrosos de Jesús no plantearon ningún debate sobre su verdad o autenticidad, sino sobre su significado. Jesús los interpretaba como signos o señales del poder del reino de Dios, y los fariseos, como signos o señales del poder del reino de Belcebú, príncipe de los demonios (cf. Mt 12,22-28; Mc 3,22-30; Lc 11,14-20). Y sus comidas con pecadores provocaron el mismo conflicto de interpretaciones. Mientras para Jesús eran un signo de la nueva mesa del Padre del Reino, donde todos tienen cabida, empezando por los últimos, para los fariseos solo eran expresión de las costumbres de un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores (cf. Mt 11,18-19). Este grave conflicto de interpretaciones teológicas tendrá, como veremos más adelante, un serio contratiempo para la irrupción de la fraternidad del Reino en la historia: la crucifixión de Jesús y la aparente victoria de la fuerza fratricida de Caín sobre el poder del Padre del Reino.
No me detendré en desentrañar el importante significado que estas obras poderosas de Jesús tuvieron para la irrupción y la presencia de la fraternidad del Reino. Hay literatura excelente sobre la cuestión 24. Me limitaré a transcribir lo dicho en otra ocasión:
Las obras poderosas de Jesús son expresión de un combate con los poderes que deshumanizan a los seres humanos y signo de su victoria sobre ellos. Sus prácticas son propias de un radical, aunque en ellas no encontremos una brizna ni del rigorismo del fariseo legalista ni de la violencia del zelota. Su radicalidad proviene de la libertad con la que va a la raíz del asunto del Abbá: la vida del hombre. Esta pulsión espiritual le hace ir «derecho al grano»: la vida y la dignidad de los pobres, y llevarse por delante lo que haga falta: el sábado y la Ley, la familia y las buenas compañías, el culto y el Templo. Y, sobre todo, la más difícil barrera que siempre ha de franquear la libertad humana: el miedo a la muerte. Su comportamiento fue el resultado de su firme voluntad de ir a lo único necesario: la vida del pobre, que es la gloria de su Dios y Padre. Las acciones de Jesús, sus milagros, sus curaciones, su comunidad de mesa con los pecadores y ninguneados de aquella sociedad teocrática, constituyeron auténticas interrupciones del circuito del mal que avasalla la vida de los hombres y, muy singularmente, de los pobres y de los débiles (cf. Mt 9,35-36; 14,14; Mc 6,34; 8,2; Lc 7,12-13) 25.
El conjunto de este proceder permitió que Jesús, al menos en algunas ocasiones, interpretase esos hechos como señales de que el camino hacia la fraternidad ya se había comenzado a andar. Ante lo mucho que quedaba por llegar, la acción de Jesús engendra futuro a la fraternidad en su afán por «desplazar apenas medio palmo» su presente 26. Cuando los enviados por Juan, encarcelado, le preguntan si es él quien ha de venir o si deben esperar a otro, Jesús no responde con teologías, sino con hechos palpables: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (cf. Mt 11,2-5). Lo sé, no soy un ingenuo, también las obras de Jesús en favor de la fraternidad participan de las características de este tipo de «desplazamiento». A saber: «No se convierte nunca en una posesión definitiva. Pronto vuelve a quedar pendiente, y hay que repetirlo. Sin embargo, nunca es en vano, porque cada vez que se recorre da frutos». Y por todo ello las obras de Jesús contribuyeron «a cambiar el mundo, que, sin embargo, está todavía por cambiar» 27.
4. Jesús de Nazaret, prototipo de «hombre fraternal»
Del recorrido realizado podemos concluir que Jesús transformó su experiencia de la paternidad del Dios del Reino en fuente de vida fraterna para los demás. «Metabolizó» ese conocimiento en forma de vida o en modo de ser hasta convertirse en testigo de la verdad (cf. Jn 18,37). Esa verdad, en la que tenía su hogar, no podía comunicarla a distancia, necesitaba dotarla de expresión corporal. Jesús lo consiguió forjando su figura humana a través de una doble vía de humanización: la de salir «de sus círculos de totalidad humana (el familiar, el religioso, el de la Ley, el del pueblo judío) hacia los que estaban “fuera”» 28, para ser y vivir «para los demás» (proexistencia), y el de domiciliarse en el territorio de los siervos y los esclavos (kénosis: cf. Flp 2,7). La muchedumbre, la masa humana compuesta por el desecho de la sociedad y confinada socialmente a la tierra de nadie, no fue únicamente objeto de sus desvelos compasivos, sino que fue acogida por Jesús como su familia (cf. Mt 12,48). Los destinatarios de sus obras poderosas –los pobres, los enfermos, los oprimidos, las mujeres y los pecadores– percibieron en ellas la autenticidad acreditadora de su anuncio sobre la proximidad y la presencia del Reino: eran signos del cumplimiento de la promesa de Dios (cf. Lc 4,16-22).
Así, la misma figura humana de Jesús, como escribe Jon Sobrino, se convierte en Evangelio para todos ellos. La experiencia de la realidad de Jesús (su misericordia, su honradez con lo real, su empatía, su firmeza, su lealtad, su coherencia entre anuncio y vida) fue buena noticia, cosa buena que causaba gozo y esperanza a aquellos seres humanos desvalidos 29.
Esta conexión de Jesús entre su anuncio, su práctica y su forma de vida o modo de ser constituye la matriz de la extraña y seductora autoridad que percibieron en él