Kim Nataraja

Danzar con tu sombra


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de alcanzar la quietud del cuerpo y de la mente para que nos sea más fácil entrar en el silencio interior de la meditación. La principal dificultad será calmar la mente y sus caóticos pensamientos, que al principio parecen no terminar nunca. Pero aprenderemos a minimizarlos y a dejarlos atrás.

      También conoceremos otros posibles obstáculos que pueden impedir nuestra práctica meditativa. Afrontaremos los ardides del ego, que tiñen nuestra percepción, y aprenderemos a ver a través de ellos para así «limpiar las puertas de la percepción y ver la realidad tal como es: ¡infinita!» (William Blake).

      PRÓLOGO

      No trato de seguir los pasos de los hombres de antaño;

      busco lo que ellos buscaron.

      (BASHO)

      El sendero espiritual es un camino para integrar mente y corazón, el ego –nuestra naturaleza superficial– y nuestro yo más profundo, que es el centro de todo nuestro ser y el vínculo con la Fuente de todo. Es un camino para descubrir las partes perdidas y olvidadas de la totalidad de nuestro ser. Como en todas las aventuras, hay dolor: dolor al recordar por qué se perdió, dolor ante el cambio, dolor al vernos impelidos a abandonar nuestro cómodo y trillado sendero y forjar nuevos caminos. Pero también hay alegría: alegría al encontrarnos con aspectos olvidados de nuestra alma, y la alegría de la plenitud y de descubrir nuestro camino a casa.

      Estar en camino parece a veces una experiencia que nos aísla y nos desconcierta. Por eso es muy útil contar con un mapa del terreno. El único mapa fiable que podemos tener para caminar por lo desconocido es el que trazaron quienes ya recorrieron antes ese mismo camino y están dispuestos a compartir su experiencia. En este caso, los pioneros fueron los místicos de todas las tradiciones de sabiduría. Aun así, hemos de utilizar esos mapas con cuidado, recordando siempre las siguientes palabras: «Confía en quienes están buscando la verdad. Desconfía de quienes la han encontrado» (André Gide).

      Además, todos tenemos puntos de partida diferentes, según nuestra mentalidad y nuestras circunstancias emocionales, psicológicas y sociales; el territorio tiene un aspecto distinto según nuestra percepción y nuestro propio estado y nivel de consciencia.

      En mi trayecto vital ha habido guías, personas a quienes amo y admiro, faros de esperanza que me inspiraron y me orientaron apaciblemente, a veces de forma bastante fortuita. Entre ellas se incluyen algunos inspiradores maestros de muchas tradiciones de sabiduría diferentes: Jesús, especialmente el que conocí en el evangelio de Juan y en el Evangelio de Tomás, Sri Aurobindo, Madre Meera, Paramahansa Yogananda, Bede Griffiths, Lao Tse, el I Ching, S. S. el Dalai Lama, Thich Nhat Hanh, John Main y Laurence Freeman. Y a ellos debo añadir a los autores de muchos libros, demasiado numerosos para mencionarlos. Libros que me recomendaron amigos y extraños, que a veces cayeron de la estantería de alguna tienda o llamaron mi atención en una biblioteca, que era exactamente lo que necesitaba en ese momento en particular.

      Tengo la esperanza de que este libro pueda cumplir esa función para ti y sea un mapa claro hacia niveles más profundos de la realidad, sea cual sea la práctica espiritual que estés siguiendo en este momento. Yo te enseñaré un mapa que proviene de la tradición cristiana, que es mucho más mística de lo que se suele pensar.

      Yo soy como tú, una persona normal que busca la verdad, que busca un sentido, una dimensión transpersonal de la vida, no alejada de la vida ni más allá de ella, sino que la infunde y la sostiene, dando sentido a todo lo que hacemos y somos. Por citar a Mahatma Gandhi: «Soy un apasionado buscador de la verdad, que es otro nombre que se le da a Dios».

      Mi propio camino ha sido espiral: comenzó en la cristiandad occidental convencional, para luego explorar y beneficiarse en gran medida de la sabiduría de Oriente: hinduismo, budismo, taoísmo y zen, y posteriormente volver a casa, a una comprensión del cristianismo que es más espiritual de lo que jamás habría imaginado. Pasé de estar simplemente sentada, inmóvil, repitiendo la frase de la oración del Señor, a la meditación mantra hindú, control de la respiración/energía, y luego de vuelta a la meditación mantra cristiana. Todas estas disciplinas tuvieron básicamente el mismo efecto a la hora de centrar la atención y fueron de igual utilidad para entrar en el silencio de la verdadera meditación. Por tanto, mi camino siempre ha sido un camino contemplativo, de práctica de la meditación, aunque solo en los últimos treinta años de mi vida he sido plenamente consciente de estar usando esta disciplina.

      En cuanto a mi origen, fui hija única, nacida durante la guerra y criada en dos confesiones: católica y protestante. Esto me causó una experiencia traumática:

      Fue el griterío, más que un sonido en particular, lo que me despertó. Era consciente de que mi madre estaba de pie junto a mi cama, apoyada en la pared. En la puerta, abierta, vi a mi abuelo paterno. Lo siguiente que ocurrió fue un aullido de miedo de nuestra perrita, Tilly, mientras volaba por el aire hacia mi madre. Mi madre cogió a Tilly en brazos. Como un resorte, me senté muy erguida en la cama. Mi movimiento desvió el enfado de mi abuelo. Me miró, se dio la vuelta y salió de la habitación. Mi madre, abrazándome fuerte, me dijo que estaban discutiendo sobre Jesús.

      Este incidente con la perrita fue provocado por una discusión entre mi madre, protestante, y su suegro, mi abuelo católico. Al despertar de mi sueño sentí su efecto traumático. El mundo, de pronto, parecía un lugar inseguro y amenazador. Alteró por completo mi opinión de los adultos que me rodeaban; me hizo ser precavida ante ellos. Con el tiempo, presenciar la violencia y el daño que provocaban esas diferentes interpretaciones de la Escritura me hizo desconfiar de las palabras sobre Dios. Me hizo también sentirme ajena a una religión confesional estricta.

      Afortunadamente, esto se compensó con una experiencia espiritual anterior que me hizo mirar la realidad cotidiana de una manera bastante distinta. Pasé los primeros años de mi vida con mis abuelos maternos. Su vida era un testimonio de su fe cristiana, con su sencillez y su entrega al servicio a todos aquellos que lo necesitaban en la comunidad de su pequeño pueblo. Una noche que nunca olvidaré, la voz de mi abuela me despertó: «¡Despierta, pequeña! Ven conmigo».

      Mi abuela materna me sacó de la cama y me tomó de la mano. Salimos de casa y nos dirigimos al sendero cercano a casa que llevaba al cementerio. «¡Mira!». Desperté bruscamente por completo. Todo estaba bañado en una mágica luz sobrenatural procedente de la luna llena: la granja, la casa, los árboles y el camino. De pronto no era consciente ni de mí misma ni de estar mirando, solo había luz. La voz de mi abuela, diciendo: «Vamos, pequeña», parecía lejana. Me cogió en brazos y me llevó de vuelta a la cama.

      El recuerdo de esa Luz me ha salvado siempre de caer en una actitud negativa ante la vida. Al contrario, el deseo de esa otra realidad que vislumbré aquella noche de luna llena me sostuvo y creó una distancia, un desapego del mundo en el que estaba. El velo que separa las diferentes realidades no es tan opaco en la primera infancia como se vuelve luego.

      Mi infancia fue solitaria, y a consecuencia de ello tuve sentimientos de ser rechazada, de no ser valiosa, de no ser digna de ser amada: falsas imágenes de las que tenía que desprenderme. Aun así, en ese momento, aquella soledad me llevó a apreciar la naturaleza y el valor del silencio y la soledad, que nutrió la parte contemplativa de mi personalidad. Modeló en mí una actitud ante la vida de escuchar y aceptar la vida tal como es.

      Cuando tenía cuatro años me mudé a Ámsterdam; un poco más allá de donde vivíamos, junto al canal, había una preciosa iglesia católica, llamada La Paloma. Siempre que podía me acercaba y me quedaba sentada allí, decía una frase del Padrenuestro que me había enseñado mi abuela materna y enseguida me sentía rodeada por un maravilloso silencio y envuelta en amor. A partir de entonces, estuviera donde estuviera, pasara lo que pasara en mi vida exterior, aquello se convirtió en parte de mi forma de ser: aquel silencio interior y aquel amor fueron mi refugio y mi punto de equilibrio.

      Por eso, mi imagen de Dios siempre ha sido la de un Dios de amor, una Realidad divina que orienta y sostiene: un sentimiento de estar segura, protegida, sostenida, incluso en momentos muy duros. Mi fe se expresa en unas palabras de la Desiderata: «No hay duda de que el universo se