Kim Nataraja

Danzar con tu sombra


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vuestros propios ojos: cómo el anciano Herón fue víctima de una ilusión diabólica y precipitado de un estado de gran penitencia hasta el más profundo abismo. Él había permanecido cincuenta años en este desierto –lo recuerdo perfectamente–, conservando de continuo una fidelidad a toda prueba, y había amado como nadie el retiro de la soledad con un fervor admirable. ¿Cómo, pues, sufridas tantas penalidades, pudo él dejarse alucinar por el tentador y tener esta grave caída, que nos ha llenado a todos en el desierto de profundo dolor? ¿No fue eso debido a que, falto de discreción, prefirió guiarse por su propio juicio antes que seguir los consejos y prácticas de sus hermanos y obedecer las reglas de nuestros Padres?

      Siendo joven se había forjado una ley tan rígida y absoluta, mostrándose tan celoso de su soledad y del retiro de su celda, que ni siquiera la solemnidad de la Pascua pudo jamás conseguir de él que compartiera la comida de sus hermanos. Año tras año, esta festividad les congregaba a todos en la iglesia; solo faltaba él. Y ello por temor a que no pareciera que, tomando con ellos ciertas legumbres durante la comida, se relajaba un tanto en el ideal de abstinencia que había abrazado.

      Este orgullo fue el lazo en que cayó prendido. Porque, engañado con tal presunción, dio acogida al ángel de Satanás cual si fuera un ángel de luz, y hospedole con la más profunda veneración. Y, poniéndose a su servicio, obedecía en todo sus órdenes. Con esta persuasión se echó de cabeza en un pozo. Tal era su profundidad que los ojos no podían divisar el fondo desde el brocal. Estaba firmemente persuadido de la promesa que le había hecho de que, por el mérito de su virtud y de sus trabajos, saldría en adelante ileso de todo peligro. Quiso saber por experiencia que se hallaba inmunizado contra todo mal. Así pues, a medianoche se precipitó en el pozo, pensando probar el extraordinario mérito de su vida cuando se le viera salir de él sano y salvo. Pero los hermanos tuvieron que sacarle luego a duras penas, estando ya medio muerto. Expiró dos días después.

      Lo peor del caso es que se obstinó en su ilusión. Ni siquiera aquella dolorosa experiencia que iba a costarle la vida pudo persuadirle de que había sido juguete del demonio. Por eso los monjes, movidos a compasión, a vista de tantas privaciones y de los largos años pasados en el desierto, no obtuvieron sino con trabajo que el sacerdote y abad Pafnucio no le reputara entre los suicidas ni fuera juzgado indigno de la memoria y oblación que suele hacerse por los difuntos (Juan Casiano, Colaciones II,5).

      La tradición del desierto no solo destaca el valor de la orientación, sino que al mismo tiempo nos advierte para que tengamos cuidado a la hora de escoger nuestros guías: «El maestro debe alejarse del afán de dominio, de la vanagloria, del orgullo y que nadie pueda ganarlo mediante la adulación ni cegarlo con dones, ni vencerlo con el vientre, ni dominarlo por la cólera; que sea paciente, dulce y tan humilde como sea posible. Que sea probado y, sin hacer diferencia, lleno de solicitud para las almas» (Amma Teodora).

      La formación debe estar basada en la experiencia personal, no solo en el conocimiento teórico: «Es peligroso que nadie enseñe si antes no ha sido formado en la vida práctica. Porque si alguien que posee una casa en ruinas recibe invitados en ella, es perjudicial por la ruina de la casa. Lo mismo ocurre en el caso de alguien que no ha construido antes una morada interior: provoca daños a quien acude a él. Con sus palabras puede convertirlos a la salvación, pero el mal comportamiento les perjudica» (Amma Sinclética).

      COMPASIÓN

      Si no nos vemos tentados por los logros, la meditación nos llevará a la transformación. El signo exterior de que esto ha tenido lugar y de que la Realidad última se ha hecho evidente en una persona es el crecimiento de la compasión, un amor generoso, sin apegos a resultados ni expectativas, guiado por la auténtica sabiduría.

      Compasión e iluminación, al descubrir la Realidad última, están inexorablemente vinculadas, pero la compasión es prioritaria: «A menudo ocurre que, mientras estamos en oración, vienen hermanos a buscarnos; estamos entonces en esta alternativa: interrumpir nuestra oración o entristecer a nuestro hermano, despidiéndolo sin responderle. Pero la caridad es más grande que la oración; la oración es una virtud particular, en cuanto que el amor contiene todas las virtudes» (Juan Clímaco, siglo VII).

      Todos hemos experimentado que es difícil ser verdaderamente felices si estamos en desacuerdo con personas que nos importan. El sendero espiritual nos ayuda a cerrar el espacio que hay entre nosotros mismos, los demás y la creación. Si experimentamos la verdadera realidad de nosotros mismos, nos damos cuenta de que también los demás tienen a Cristo dentro, o, en términos budistas, naturaleza de Buda. Se vuelve más sencillo aceptar a los demás y tener en cuenta sus sentimientos y pensamientos poniéndonos en su lugar.

      Como resultado, el mundo se convertirá en un lugar más pacífico; no cambiando el mundo, sino cambiando nuestra propia actitud egoísta por una actitud que se preocupa por los demás, independientemente de nuestras conexiones familiares, nuestro origen, cultura o religión. «Sé el cambio que quieres ver en el mundo» (Gandhi). Esto también fue la esencia de la enseñanza de Jesús.

      El siguiente relato ilustra extraordinariamente la transformación que se necesita en el sendero espiritual:

      Awid Afifi el Tunecino fue un maestro derviche del siglo XIX que obtenía su sabiduría de las amplias extensiones del desierto del norte de África. En cierta ocasión compartió con sus discípulos una historia que comenzaba con una suave lluvia que caía sobre las altas montañas en una lejana tierra. La lluvia era al principio suave y silenciosa, y goteaba deslizándose por las laderas de granito. Poco a poco fue incrementando su fuerza, mientras riachuelos de agua oscura corrían sobre las rocas y caían por los nudosos y retorcidos árboles que crecían en ese lugar. La lluvia caía, como cae siempre el agua, sin pensar en ello. El maestro sufí pronto comprendió que el agua no tiene nunca tiempo para practicar su caída. Enseguida se convirtieron en aguas torrenciales y unas rápidas corrientes de aguas oscuras fluyeron al unísono en el nacimiento de un torrente. El riachuelo se abrió paso montaña abajo, atravesando un pequeño grupo de cipreses y de campos de verdolaga con flores de espliego y cayendo en cascadas de agua. Avanzaba sin esfuerzo, salpicando entre las rocas, aprendiendo que un arroyo interrumpido por las rocas es el que más noblemente canta. Finalmente, después de haber dejado atrás las alturas de las distantes montañas, el riachuelo se abrió paso hasta los límites de un gran desierto. Arenas y rocas se extendían más allá de lo que la vista podía alcanzar. Después de haber superado todos los obstáculos de su camino, el arroyuelo esperaba poder salvar este obstáculo también. Pero cuanto más rápido sus olas salpicaban el desierto, más velozmente desaparecían en las arenas. Poco después el agua escuchó una voz que susurraba y que parecía venir del propio desierto, que decía:

      –El viento cruza el desierto, el riachuelo también puede hacerlo.

      –Sí, ¡pero el viento puede volar! –exclamó el riachuelo, estrellándose con la arena del desierto.

      –Así nunca conseguirás cruzar –susurró el viento–. Has de permitir que te lleve el viento.

      –Pero ¿cómo? –gritó el riachuelo.

      –Tienes que dejar que el viento te absorba.

      Pero el riachuelo no podía aceptarlo, no quería perder su identidad ni abandonar su propia individualidad. Después de todo, si se entregaba al viento, ¿podría estar seguro de que volvería a ser un riachuelo alguna vez?

      El desierto contestó que el riachuelo podría seguir fluyendo, y quizá algún día se convertiría en un pantano allí, a la orilla del desierto. Pero que jamás cruzaría el desierto siendo un riachuelo.

      –¿Por qué no puedo seguir siendo el mismo riachuelo que soy? –se lamentó el agua.

      –O te conviertes en un pantano o te abandonas al viento.

      El riachuelo permaneció en silencio durante largo tiempo, escuchando los distantes ecos de su memoria, sabiendo que partes de él mismo ya habían estado en brazos del viento. Desde aquel lugar, tanto tiempo olvidado, fue poco a poco recordando que el agua conquista solo si se entrega, fluyendo a través de los obstáculos,