Dámaso de Lario Ramírez

Al hilo del tiempo


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eximiendo a los nobles del pago de los mismos», y por dominium politicum et regale –cuya manifestación por excelencia era Inglaterra– un régimen en el que el rey «no podía cargar impuestos a sus súbditos sin el consentimiento del parlamento y, por tanto, no podía exigirles contribuciones excesivas», Castilla era un claro ejemplo de dominium regale –la excepción de la regla tal vez.5

      El pacto bajomedieval entre reyes y parlamentos, que hubo en toda Europa, no existió en Castilla, tal y como ha demostrado el profesor Pérez-Prendes. El fundamento jurídico de las Cortes castellanas en la Edad Media, fundamento que se prolonga a lo largo de la Modernidad, era exclusivamente el «deber de consejo». De esta suerte, el parlamento castellano era un

      órgano político-administrativo, dirigido y controlado por el monarca, dentro de la supeditación de éste a las normas vigentes, las cuales ni emanaban ni eran controladas por las Cortes, cuya única misión era dar consejo, servir, y en las minorías vigilar el exacto cumplimiento de lo previsto para el caso por la legislación real.

      En la práctica, como más adelante se verá, los monarcas se encargaron de que esa teoría se cumpliera, arbitrando las reformas y mecanismos necesarios a fin de evitar cualquier posibilidad de que las Cortes tuvieran, o de facto ejercieran, alguna parcela de poder. Se trataba pues de un dominium regale.6

      Ese mismo dominium es, en mi opinión, el de los «países o provincias de países… en que las monarquías se impusieron a sus parlamentos y, o los abolieron, o simplemente no los volvieron a convocar». El posible equilibrio político reyes-parlamentos se quiebra definitivamente en beneficio de los primeros, siendo entonces su dominium completo y desapareciendo, en consecuencia, cualquier forma de dominium politicum et regale. Por ello, tal vez resultaría más preciso clasificar de dominium regale a ese grupo de países, junto con Castilla, donde los reyes sí convocan el Parlamento, aun cuando subsiste este dominium.7

      Ahora bien, Castilla sólo, y no España, vendría clasificada de dominium regale. Precisamente, una de las características de la España moderna es la diversidad de sus parlamentos, claro reflejo de las distintas concepciones políticas que ilustraban las Coronas de Castilla y de Aragón, y que se mantienen tras el matrimonio de los Reyes Católicos.8

      Así, mientras el sentido integracionista castellano da a sus Cortes el carácter descrito, las distintas entidades políticas de la Corona de Aragón –los Reinos de Aragón y Valencia y el Principado de Cataluña– ven reflejadas en sus Cortes la concepción federalista aragonesa en la que, siguiendo la doctrina del derecho público catalanoaragonés, las relaciones entre los monarcas castellanos y los distintos reinos de la Corona de Aragón eran producto de un contrato público. Por este, los reyes juraban al comienzo de su reinado el respeto a las leyes de cada reino y, en contrapartida, el reino juraba obediencia al rey como su legítimo monarca. De esta forma, las relaciones rey-reinos quedaban insertas en un plano de igualdad; el dominium politicum et regale era así teóricamente perfecto.9

      Esa misma concepción es la que informa también los parlamentos de los territorios extrapeninsulares de la Corona de Aragón: Cerdeña, Nápoles y Sicilia. Fernando el Católico incrementó el papel de los dos primeros, mientras el tercero asumió las funciones y estructura de las Cortes catalano-aragonesas ya desde 1398.10

      Ahora bien, al margen de las teorías informadoras de las Cortes de Castilla y Aragón, el problema de la distribución del poder fue el que ilustró –una vez más– la dinámica de esos parlamentos. Y este problema llevó, en las sucesivas reuniones de los mismos, a intentar romper el equilibrio existente por el polo más débil del binomio rey-parlamento, ora para usurpar un poder que no se detentaba, ora para aumentar el que ya se poseía. En cualquier caso, los cambios de distribución del poder que se produjeron, tuvieron lugar siempre de manera no consensuada, ya fuera mediante violencia física o violencia moral. Tal y como afirma el profesor Koenigsberger, «nadie cede lo que considera vital para la defensa de su status… mientras tenga alguna posibilidad de defenderlo con éxito o, por lo menos, mientras así lo crea».11

      CORTES DE CASTILLA

      Hemos visto ya el fundamento jurídico de las Cortes castellanas. Cada miembro integrante de las mismas acudía «para cumplir el imperioso deber de asistencia al consejo», no para «ejercer el derecho de estar presente y participar de las grandes decisiones políticas en nombre de un sector de la población del reino». En consecuencia, no se trataba de un parlamento representativo en el sentido moderno del término. El hecho de que no existiera un principio capaz de invalidar los actos del rey, cuando el criterio adoptado por éste fuera discordante con el de sus Cortes, y que el monarca pudiera convocarlas a su libre albedrío, resulta muy significativo a este respecto.12

      Desde esa perspectiva no puede afirmarse que, de mediados del siglo XV en adelante, las Cortes de Castilla perdieran el control del gravamen de impuestos o que con los Reyes Católicos éstas se vieran desprovistas, en beneficio del Consejo Real, de la capacidad de legislar. Las rentas reales –los impuestos– nunca fueron, en ninguno de sus aspectos, competencia de las Cortes. Y por lo que se refiere a la potestad legislativa, el monarca nunca tuvo la obligación de compartirla con aquéllas: «la misión de las Cortes no era otra que la de prestar difusión y conocimiento por parte de los súbditos, a las leyes promulgadas por el rey en ellas, no con ellas».13

      Sin embargo, es evidente que la presencia en las Cortes de procuradores de las ciudades, nobles y alto clero representaba, de facto, un peligro potencial para el poder real. En consecuencia, los Reyes Católicos redujeron a dieciocho el número de ciudades habilitadas para enviar procuradores a Cortes, y a partir de 1538, con Carlos V, nobles y alto clero desaparecieron de las mismas. El funcionamiento del «mecanismo real» (Königsmechanismus) –al que se refiere el profesor Elias– en Castilla empezaba así a dar sus frutos.14

      El hecho de que los monarcas no estuvieran obligados a convocar cortes de forma regular, dotaba al poder real de un formidable instrumento para mantener su status. El objetivo fundamental de la convocatoria del parlamento era la obtención de un servicio –una contribución económica– que ayudara al reino a atender sus necesidades financieras; sin embargo, era normal que en el curso de esas reuniones se suscitaran problemas y pretensiones que no fueran del agrado de la Corona.15

      Gracias al aumento de los ingresos independientes de las contribuciones aprobadas en Cortes, los Reyes Católicos pudieron prescindir de ellas durante un largo período. Sin duda, la guerra de Granada y las campañas italianas obligaron a los soberanos a recurrir nuevamente a Cortes a finales del siglo XV, pero al no tener la obligación de convocar a los nobles y al alto clero, y al haber reducido la asistencia de las ciudades a dieciocho –lo que arrojaba una corporación de sólo treinta y seis burgueses– la petición de consejo y, sobre todo, del servicio, resultó sumamente fácil para los reyes.16

      En las Cortes de Valladolid de 1518, preludio de las decisivas reuniones de 1520, se asiste al primer intento serio, aunque tímido, de quiebra del dominium regale en Castilla. En ellas se afirma que «el rey está al servicio de la nación (nuestro mercenario es); no puede hacer lo que le plazca. Tiene unos ciertos deberes que cumplir». Ahora bien, aunque era cierto que el rey no estaba por encima de la ley, era cierto también que ni esas leyes tenían que emanar de las Cortes, ni éstas, en cuanto institución no-representativa, estaban legitimadas para ir más allá del «deber de consejo» y cuestionar la acción del monarca, al que precisamente la ley permitía obrar en desacuerdo con el criterio de su parlamento.17

      De lo que se trataba, sin embargo, era de alterar la legalidad existente, y los términos en que las Cortes de 1518 definieron las relaciones rey-nación, fueron suficientes para que los comuneros promovieran serios incidentes en León, al término de aquellas reuniones, y lanzaran una importante campaña de agitación, previa a las reuniones de las Cortes de Santiago-La Coruña de 1520. En éstas, la vieja aspiración de que, como conditio sine qua non, antes de conceder el servicio pedido se examinaran las peticiones hechas por los procuradores, se quiso llevar hasta sus últimas consecuencias. Sin embargo, la desunión