Dámaso de Lario Ramírez

Al hilo del tiempo


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equilibrio de poder existente por parte de las fuerzas socio-políticas en presencia, ya fuera en la dirección del dominium politicum et regale, como acontece en Castilla, o en la del dominium regale, como sucede en la Corona de Aragón.

      (iii) Esos intentos de quiebra se producen siempre de manera no consensuada, mediante actos de violencia física o de violencia moral, dirigidos contra elementos o instituciones esenciales al mantenimiento del equilibrio de poder actuante.

      (iv) Las necesidades financieras de la monarquía española fueron una de las razones principales para afianzar el dominium regale en Castilla y forzar la ruptura del dominium politicum et regale en la Corona de Aragón.

      (v) La quiebra y deterioro posterior del pactismo catalano-aragonés, con la desaparición y, en el mejor de los casos, el menoscabo de las leyes e instituciones representativas que aquél comportaba, constituiría un factor decisivo en la implantación del centralismo borbónico.

      No se ha pretendido, a lo largo de estas páginas, cuestionar las tesis y modelos que Helmut G. Koenigsberger presenta en su lección inaugural de 1975. Tan sólo se ha intentado recoger sus sugerencias con el fin de intentar explicar los procesos operados en los cambios de distribución de poder entre reyes y parlamentos en la España Moderna, a la luz de sus planteamientos. Queda todavía un largo camino por recorrer, antes de poder recoger en bloque el reto que el profesor de Londres plantea, y presentar siquiera una aproximación a esa apasionante teoría general que nuestro autor sugiere.

      El período que abarca los siglos XIII al XVIII corresponde a una era en que los países eran normalmente gobernados por un monarca, que mandaba sobre una sociedad dominada por órdenes, corporaciones, grupos profesionales y sociedades.

      Cada uno de estos grupos, para poder ejercer adecuadamente los importantes deberes y privilegios que poseía, tenía que ponerse de acuerdo con el monarca. De hecho, la tradición medieval confería una acusada personalidad jurídico-política a la comunidad y ésta, en su calidad de unidad corporativa, se expresaba como sujeto político en las asambleas representativas, ya desde los siglos XII y XIII. La idea de representación corporativa, central en este terreno, descansaba en el principio, ampliamente definido, de que «lo que atañe a todos es comprobado por todos»; y fue mediante este principio como se articuló la presencia de los gobernados en las tareas de gobierno.1

      En Europa, los miembros de esas Asambleas, que representaron por lo general los distintos órdenes o estados de la sociedad, se agruparon en tres estamentos:

      El eclesiástico, considerado el primero de todos, al representar la primacía de la esfera espiritual, estaba formado por arzobispos, obispos y demás jerarquías de la Iglesia.

      El nobiliario, a veces dividido en dos (alta y baja nobleza), estaba compuesto por los nobles del reino.

      El estamento de las ciudades, que agrupaba a representantes de ciudades y villas con privilegios especiales y, en ocasiones, de todos aquellos grupos con poder y privilegios que defender.

      Esos tres estamentos eran el reflejo de la sociedad de órdenes, jerarquizada y reglada, típica de la sociedad feudal en que se desenvolvían, y de sus instituciones. En el ámbito parlamentario marcaron un período, desde finales del siglo XIII a finales del XVIII, gráficamente descrito por Myers como la era de los estados (o de los estamentos).2

      Los primeros parlamentos –o asambleas representativas– de Europa surgieron claramente a fines del siglo XII en el Reino de León y, a lo largo del siglo XIII, en Castilla, la Corona de Aragón, Portugal y otros estados europeos. En la doctrina política medieval el rey, con el parlamento, constituía, de hecho y simbólicamente, la encarnación del conjunto del cuerpo político. Aliado a esta imagen de unidad estaba presente también cierto planteamiento dualista de sus integrantes. Sin embargo, dualismo no significaba paridad, pues, desde la Baja Edad Media, el poder de reyes y príncipes venía siendo casi por todas partes más activo e importante que el ejercido por las asambleas representativas. El rey pedía la colaboración de los parlamentos pero, en última instancia, la facultad de convocatoria residía en el monarca, y era la voluntad real lo que confería autoridad a las decisiones alcanzadas. Sería erróneo sobrevalorar la capacidad operativa de los organismos representativos.

      Con todo, lo que dotó de una importancia destacada a las tareas parlamentarias fue que en ellas se debatieron, al menos, dos de los aspectos clave de gobierno: legislación y fiscalidad.

      Para poder ocuparse de ambos aspectos adecuadamente, lo deseable y necesario, tanto para el rey como para el parlamento, era una colaboración armónica. La ausencia de ésta resultaba perjudicial para las dos partes, pues ambas pertenecían, no sólo a la tradición constitucional de los reinos, sino también a la maquinaria de gobierno. El punto de inflexión de la historia constitucional de cada país ocurre, precisamente, cuando desaparece la idea de armonía y ambas partes consideran a la otra más como un obstáculo que como una ayuda para conseguir sus objetivos.

      Sir John Fortescue, un distinguido magistrado inglés, en su obra, ya citada, The Governance of England, había calificado esa colaboración armónica de dominium politicum et regale, y señalaba que, en la Baja Edad Media europea, ésta era la norma y no la excepción. Inglaterra, como se recordará, era el ejemplo paradigmático de esta situación.3

      Puede decirse que, en líneas generales y con distintos matices, el dominium politicum et regale fue la norma en los parlamentos de la cristiandad latina medieval, salvo en Castilla. La situación varía, sin embargo, a partir del siglo XV, y hasta el término de la Edad Moderna, en que se producen cambios importantes, que llevan especialmente hacia un dominium regale o hacia un dominium politicum (de los parlamentos), pero en que difícilmente se producirá la deseada colaboración armónica reyparlamento.4

      VALENCIA EN LA CORONA DE ARAGÓN

      Sin embargo, a diferencia de la Corona de Castilla, donde, como ya se ha señalado, no existe pacto bajomedieval, en la Corona de Aragón el ideal pactista, de contrato de gobierno entre rey y reino, representado por la Cortes medievales, constituyó un legado a la conciencia colectiva que, durante la era de los estamentos (o al menos durante buena parte de la misma), mantuvo en sus territorios las ideas de participación y libre consentimiento político. La integración de sus reinos era una unión entre iguales; en ellos, el rey con el Parlamento, esto es, rey y reino, constituían simbólicamente la encarnación del cuerpo político. De ahí que Jerónimo de Blancas, al hablar de las Cortes diga: «estando el Rey y la(s) Corte(s) juntas, todo lo pueden».5

      Las Cortes valencianas fueron las últimas en constituirse en los territorios peninsulares de la Corona de Aragón. Era lógico que fuera así, puesto que, en el momento de la reconquista del Reino de Valencia, la mayoría de los reinos peninsulares gozaban ya de una tradición más o menos firme en cuanto a la administración y participación de sus estamentos en la ordenación del reino, particularmente el nobiliario y el eclesiástico.

      Jaime I, concluida su conquista (1233-1245), crea en Valencia un reino independiente dentro de la Corona aragonesa, sometido y repoblado por catalanes y aragoneses. Su organización político-administrativa, sin embargo, presenta desde sus inicios como reino cristiano un carácter autónomo. No podía ser de otra manera, si el rey quería lograr el afianzamiento de su poder y llevar a cabo una organización encaminada a consolidar éste con base en las instituciones. Para Reglà, el elemento catalán en el nuevo reino neutralizó la mentalidad feudal aragonesa. Neutralización que hubiera sido difícilmente posible sin una asamblea representativa –unas Cortes– con caracteres propios y emanados de sus propias leyes (valencianas) y no de las aragonesas. A su vez, el hecho de que las áreas de repoblación catalana, las del litoral, fueran tierras de realengo, hizo más fácil la tarea de Jaime I.6

      En el origen y evolución posterior de la Cortes valencianas hay un dato significativo: el estímulo por el propio Jaime I y sus sucesores del estamento ciudadano, que se mostró más favorable a la voluntad