John D. Sanderson

Sed de más


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por Zampa, y con la asistencia de los dos. Fracasó la película. Es muy mala, de mal folletín y mal hecha. Ella tuvo a la entrada un espectáculo como nunca vi con una actriz. Se la comía la gente, y fueron imposibles los guardias que hacían cordón para protegerla.

      La tiraban del pelo. La pegaban. Un lío mayúsculo. Pero la película fracasó aunque, por respeto a ella quizás, se callaron unos siseos que empezaban a amenazar un verdadero meneo.

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      Ramón Llidó y Francisco Rabal en el Festival de Venecia, 1954.

      Desde su humilde perspectiva, y superado por los acontecimientos, Rabal no podía ni imaginar que una década después compartiría reparto con esa misma Gina Lollobrigida, que él entonces encumbraba, en Cervantes (Young Rebel, Vincent Sherman, 1968). En cualquier caso, ya en 1954 su película El beso de Judas quedaba en mejor posición que La romana (Luigi Zampa) en dicho festival al obtener el accésit de la Oficina Católica Internacional de Cine. Pero el mejor premio para Rabal fue la propuesta que le hicieron durante el evento los productores Ermanno Donati y Luigi Carpentieri para que protagonizara una película en régimen de coproducción con España, pero rodada en Italia con un equipo de aquel país.

      Seguramente Rabal tenía en mente las I y II Semanas del Cine Italiano celebradas en Madrid en los años 1951 y 1953, y recordaba las joyas neorrealistas allí proyectadas, ya que inmediatamente estampó su firma en un contrato con el beneplácito de su hermano Damián, quien, cada vez en mayor medida, se hacía cargo de su carrera ocupando el puesto que anteriormente habían desempeñado el representante de actores granadino Manuel de la Rosa, Pedro Ladrón de Guevara (tío de la actriz Amparo Rivelles) y el futuro productor Luis Sanz. Pero si se hubieran tomado más tiempo, habrían averiguado que Canzone appassionata (Giorgio Simonelli, 1953) y Canzoni a due voci (Gianni Vernuccio, 1953), las dos películas más recientes de este tándem productor también «a due voci», estaban bastante alejadas del sendero neorrealista y más próximas al melodrama convencional. Y por lo que respecta al proyecto ofrecido, Revelación, adaptación cinematográfica dirigida por el poco conocido Mario Costa de la novela Sancta María, de Guido Milanesi, habrían descubierto que ya se había realizado otra adaptación en la propia España bajo el título de La muchacha de Moscú (Edgar Neville y Pier Luigi Faraldo, 1942), con Conchita Montes en el papel de Nadia, el personaje que daba título a la película, una joven rusa comunista y atea que acabará reconduciendo su vida gracias a la intercesión divina. Pocas variaciones se podían esperar, por tanto, con respecto a la trillada carrera que seguía el actor español en su país.

      Revelación comienza en el hipotético aeropuerto de Viena, donde se espera la llegada de un avión procedente de Varsovia para que algunos de sus pasajeros, entre ellos Nadia (May Britt), completen el pasaje de un vuelo a Roma. De nuevo en el aire, a su lado se sienta el parlanchín Mario (Nino Manfredi), que deja de hablar cuando, ante las terribles condiciones meteorológicas, el sacerdote don Lorenzo (Bernard Blier) organiza un rezo conjunto ante el que Nadia pregunta despectivamente: «¿Se hace ilusiones de que les va a ayudar su dios?». La tragedia culmina con catorce muertos y numerosos heridos; entre estos últimos se encuentra la protagonista. Una hermana suya, Elena (Vera Carmi), huida de Rusia cuando Nadia tenía tres años para casarse con un ingeniero italiano (Julio Peña), escucha su nombre entre el listado de heridos y acude al hospital para llevársela a su casa; Nadia accede con la frialdad arquetípica de su país de procedencia. A esta actitud se le añade el desprecio que muestra en una basílica de Pompeya donde la llevan a una misa su hermana y su cuñado; la abandonará para visitar las ruinas de la ciudad, donde conversará con un profesor arqueólogo, Sergio Gresky, que supervisa un descubrimiento reciente. Ese profesor es Paco Rabal.

      Su contención gestual es reseñable en sus primeras intervenciones, en contraste con los excesos de las películas de Rafael Gil mencionadas anteriormente, a juego con el hieratismo extremo de su partenaire femenina. Las explicaciones arqueológicas con las que ilustra su labor profesional son risibles, pero las emociones transmitidas en su progresiva atracción por Nadia sí se ajustan a los cánones melodramáticos. Su personaje también procede del este de Europa, de donde huyó a través del Turquestán chino, y le está agradecido a Italia por darle la oportunidad de convertirse en arqueólogo. La evolución del romance está bien resuelta según las pacatas pautas de la época.

      Nadia le cuenta que estudia historia de las religiones, pero el espectador pronto averigua que es una espía rusa cuando escribe un informe sobre la misa a la que asistió, en la que «turbas de fanáticos llegan, salmodiando, de todas partes, y se exaltan incitados por los clérigos que les acompañan». Regresa a la basílica días después para sacar fotos, y también porque tiene una cita con Sergio. Allí se encuentra con don Lorenzo, el cura del avión, que le revela humildemente que fue él quien la salvó, y le aconseja: «Sepa mirar. Puede que descubra algunas verdades». En su cita posterior, Sergio le declara su amor y la besa durante un extenso recorrido turístico por Nápoles. Ella se resiste, pero días más tarde acabará rendida a sus encantos: «Mi presente eres tú».

      Este presente se verá amenazado por dos giros argumentales. Primero a nivel ideológico, ya que Sergio es trasladado a comisaría, donde le revelan que Nadia forma parte de una misión secreta bolchevique, así que la rechazará por estar al servicio de quienes mataron a su familia. Don Lorenzo le convence para que la perdone, y también se fija en una mancha que Sergio tiene en el brazo, aportando una subtrama médica. Él no siente ningún dolor, pero recuerda que en su travesía por el Turquestán años atrás durmió en casa de un apestado, lo cual deriva en una devastadora conclusión: tiene la lepra.

      A partir de esta revelación, la interpretación de Rabal derivará en una dinámica histriónica persistente hasta el final de la película, probablemente por indicación del director. Nadia se ofrece a cuidarle; él se niega para no contagiarla, pero ella acaba mudándose a su casa con todas sus pertenencias, incluyendo una estampa de la virgen de Nápoles que le regaló un niño adoptado por su hermana. En un clímax catártico, ella le reza una plegaria a la estampa: «Me he burlado de ti, te he insultado. Castígame, pero cúrale a él», y cuando vienen los servicios médicos para llevárselo a una leprosería descubren que, milagrosamente, se ha curado. La película acaba con los dos arrodillados ante la Virgen de Nápoles en la basílica de Pompeya.

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      Costa dirige a Rabal en la escena en la que descubre su enfermedad. Foto: Filmcolor.

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      Nadia (Britt) y Sergio (Rabal) de rodillas ante la Virgen de Nápoles. Foto: Filmcolor.

      Al reflexionar mucho tiempo después sobre aquel primer paso en falso de su trayectoria internacional, Rabal recordaba como única lección positiva la recomendación que le hizo un compañero de reparto (Boyero, 1992: 22):

      Creo que el mejor consejo que he recibido nunca sobre el trabajo del actor me lo dio el gran actor francés Bernard Blier. Estábamos rodando en Italia, yo tenía que bajar unas escaleras, gritar «milagro» y echarme a llorar, pero a mí no me salía ni a la de tres. Blier me dijo: «Concéntrate y siente esa emoción. Recuerda que un actor siempre tiene que creérselo para hacérselo creer después a los espectadores».

      El espectador asiste incrédulo al desarrollo de unos acontecimientos que culminan con el desenlace de la milagrosa curación. Aún más increíble, a la vista de sus rendimientos interpretativos, sería el rédito obtenido por May Britt, ya que a continuación trabajó en dos películas norteamericanas rodadas en Europa, Guerra y paz (War and Peace, King Vidor, 1956) y El baile de los malditos (The Young Lions, Edward Dmytryk,