Varias Autoras

Las trincheras de los cuidados comunitarios


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      (Lucía, 73 años, Santiago de Chile).

      Para las dos editoras de este volumen, el ímpetu por sentir y pensar el envejecimiento femenino ha sido parte de un proceso que desbordó fronteras geográficas, entrecruzando y entretejiendo, simultáneamente, dimensiones personales y profesionales. Esto ha dotado todo cuanto se discute en esta obra de un carácter intersubjetivo que, no obstante, extrapola con creces la experiencia de las editoras. La intersubjetividad constituye el corazón epistemológico de este libro porque las protagonistas de nuestra etnografía –las mujeres mayores de la Región Metropolitana de Chile–, nos han socializado en sus dinámicas comunitarias interpelándonos a participar de ellas como mujeres, militantes, profesionales, cuidadoras, amigas e incluso nietas. Estos roles que ocupamos estaban fuertemente estructurados alrededor de reciprocidades del afecto y del cuidado; de un sistema de dones, como diría Dolors Comas d’Argemir i Cendra (2017), que entreteje trayectorias personales, apoyo mutuo y, cómo no reconocerlo, diversas formas de conflictividad.

      Por lo anterior, el presente volumen propone un particular aporte a la conceptualización de las intersecciones entre envejecimiento femenino y cuidados comunitarios. Una forma en la cual toda la reflexión está situada desde mujeres y con mujeres; que se construye a modo de un mosaico de voces, relatos, prácticas y posicionamientos. Relatos nuestros (de las investigadoras y de las mujeres) sobre nosotras y nuestras experiencias del cuidado. Y es precisamente debido a esta estructuración intersubjetiva que elegimos partir esta introducción recuperando, en primera persona, cómo hemos iniciado esta investigación: las dos editoras (representando el equipo de investigadoras que participó de la etnografía que origina el libro) y Lucía (en representación de las mujeres mayores cuyas experiencias comunitarias abordaremos en este volumen).

      Durante la primavera de 2015 comencé a pensar en la vejez de las mujeres en Santiago de Chile. Entonces, escribía el informe que cerraba una investigación previa, sobre el trabajo de producción y reproducción social que realizan las mujeres a lo largo de sus diferentes edades. Con algo de ingenuidad, en el transcurrir de este proyecto, me sorprendí al darme cuenta de que las mujeres mayores sobresalían, a la luz del enfoque de género y feminista empleado en la investigación, debido a su sobrecarga en el trabajo de sostenimiento de la vida: tanto la propia, como la familiar. Sin que lo hubiera previsto, los resultados de la investigación me confrontaron con la realidad de muchas mujeres mayores quienes, con su invisibilizada sobrecarga de trabajos de cuidado, sostienen sus vidas y las de su entorno.

      En 2016, tiempo después de haber terminado esta investigación, enfermé y tuve que operarme de urgencia: fue un año de diversos desafíos de salud vinculados a este episodio. Como soy migrante en Chile, vivo lejos de mis redes familiares femeninas. Mientras me recuperaba, no pude dejar de pensar en las mujeres mayores de la investigación concluida; no pude dejar de pensar en la transcendencia de esta función femenina del cuidado desempeñada por ellas y su importancia para que mujeres, entre ellas, mujeres como yo, puedan sostener sus funciones productivas, a modo de una cadena de cuidado. Lo comprendí, entre otras cosas, porque debí usar toda mi capacidad argumentativa para evitar que mi madre y hermana viajaran los casi 11 mil kilómetros que separan mi ciudad natal, Elche (en el Estado Español), de Santiago de Chile, para acompañarme con su incondicional trabajo de cuidado.

      Hacia fines de 2015 me vi fuertemente compelida a reflexionar sobre las complejidades del cuidado en el envejecimiento femenino. Mi madre enfermó de cáncer y, con mis dos hermanas, nos hicimos cargo de cuidarla, asistiendo a mi padre que pese a sus grandes esfuerzos y genuinas intenciones, pasó toda una vida sin cuidar y carecía de herramientas para hacerlo (y menos en una situación tan delicada).

      La tarea fue de las más difíciles. Mis hermanas y yo tuvimos que hacer malabarismos para atender simultáneamente nuestras actividades productivas. Dos no vivíamos en Brasil, donde residían nuestros padres; la que sí vivía tenía su casa a más de mil kilómetros de distancia. Nos convertimos, así, en cuidadoras multisituadas, viajando muchísimos kilómetros cada mes. Pero, además, tuvimos que enfrentar la resistencia de mamá. Primera generación universitaria de su entorno, ella se diferenció de las mujeres precedentes en su linaje familiar rechazando tajantemente que el cuidado (de personas y doméstico) debiera ser una obligación femenina. Se propuso educarnos –a las hijas– para no asumir al cuidado como un fatum. En coherencia con estas máximas, se negaba a aceptar ser cuidada por nosotras en la enfermedad. Esto generó una profunda reflexión familiar sobre cómo hacernos cargo de sus necesidades sin lastimar aquello que ella entendía como su principal legado para nuestra libertad femenina. Tras la muerte de mamá, a fines de 2017, conté estas experiencias a Herminia, buscando su escucha amiga. Abrazándome en este proceso, ella me invitó a integrar el proyecto que origina este libro, transformando mi experiencia con mi madre en reflexión antropológica.

      Si bien fuimos incentivadas por estas historias personales que nos impelieron a indagar antropológicamente sobre las mujeres, los cuidados y el envejecimiento, el contexto chileno actuó como un catalizador de nuestra entrada a este campo de estudios. Nuestras reflexiones personales coincidieron con un momento en el que los datos sociodemográficos apuntaban a la aceleración del proceso de envejecimiento en Chile. Además, el discurso político sobre el tema estaba en pleno cambio: de enunciados reconocedores de que estábamos en camino a convertirnos en un país envejecido, a otros que aludían al envejecimiento de la población como un hecho.

      Fue el conjunto de nuestras constataciones personales, aquellas derivadas de los resultados de investigación que había dirigido Herminia, unidas a las que observábamos cotidianamente en el contexto social y político, lo que nos impulsó a centrarnos en el estudio del proceso de envejecer de las mujeres mayores.

      Pero, para invitarles a surcar por los laberintos y ambigüedades de las experiencias del envejecimiento femenino, llamaremos a sumarse a esta conversión a una de nuestras colaboradoras en el estudio que fundamentó esta obra. Se trata de Lucía, mujer de 73 años que, con generosidad infinita, nos compartió su historia. Desde su perspectiva, y como ella sintetiza en las frases del epígrafe que abre esta Introducción, veremos que envejecer implica unir todas las existencias de una vida, poner todas las edades en una sola y mirarlas desde el momento presente. Es decir: un cruce de fronteras entre diacronía y sincronía que permite a los sujetos reestructurar los sentidos de su propia trayectoria. Para introducir fehacientemente esta dimensión dialéctica del envejecimiento y las otras que, en conjunto componen el hilo conductor analítico y etnográfico de este libro, retomaremos las luces y sombras que emergen de la vida de Lucía. Sus experiencias del cuidado, enunciadas desde sus propias palabras, serán el punto de partida de este volumen: un camino hacia comprender el significado del cuidado comunitario autogestionado por mujeres como Lucía en los clubes de personas mayores en Santiago de Chile.

      Mi infancia, con mi familia, siempre fue en Santiago Centro. Ahora me doy cuenta de que siempre he vivido en la misma comuna. Allí, en la casa en la que nacimos mis hermanos y yo, vivíamos con mi abuela, mi abuelo y mi mamá. En total, éramos tres hombres y tres mujeres. Mi papá era cortador de cuero, trabajaba en una fábrica de zapatos. Él murió cuando yo tenía ocho años. Estuvo en cama desde que tengo uso de razón. Se pegó en una rodilla, y nunca se la vio y después tenía como una pelota grande, llena de pus. Murió en el Hospital San José, cuando yo tenía ocho años. Mi mamá tejía en el telar, vendía ponchos, y lavaba ropa ajena. Con eso, ella nos crió. Mi abuelo compraba y vendía cajas de zapatos a las fábricas. Mi abuela recomponía a la gente que se quebraba los pies, las manos, cualquier cosa; veía a las guaguas, les daba remedios. En ese entonces con esos trabajos se vivía.

      Como vivíamos con mi abuela, mi mamá no pagaba arriendo, pero le cocinaba a ella y a mi abuelo. En esa casa, andábamos todos los hermanos juntos. No nos cuidaban mucho. Yo creo que por eso mi hermano, el que es 12 años mayor que yo, no quiso hacerse cargo de nosotros. En cuanto pudo, se casó y se fue. Pensándolo bien, mi relación con mis hermanos no era buena, no sé lo que pasaba. Hasta ahora es así. Parece como si no fuéramos hermanables.