Rodrigo Castillo

Sombra roja


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      Las yemas de sus dedos sobre la superficie traslúcida

      y vertical.

      La frente. Las pestañas. La lengua.

      Esa manera suya de postrarse. Y de orar.

      –Están sucios –constataba después, mucho después, cuando con o a pesar de la fatalidad conseguía estar de vuelta–. Sucios de grasa y de tiempo.

       XII

       las feministas

      Pronunciaban la palabra. La escupían. La celebraban.

      Corrían.

      (Atrás de este vocablo debe oírse el pasar del viento).

      Hablaban a contrapelo. Interrumpiéndose.

      Ah, tan descaradamente.

      Vivían a la intemperie, que era el mismo lugar donde sentían.

      Supongo que así nacieron.

      No sabían de refugios, de techos, de amparos,

      de patrocinios.

      Iban heridas de todo (y todo aquí quiere decir la historia, el aire, el presente, el subjuntivo, el contexto, la fuga).

      Agnósticas más que ateas. Impactantes más que hermosas. Vulnerables más que endebles. Vivas más que tú. Más que yo. Estoicas más que fuertes.

      Dichosas más que dichas.

      Intolerantes. Sí. A veces.

      ¿Mencioné ya que eran brutales?

      Caminaban en días de iracunda claridad como musas de sí mismas

      (eso ocurría sobre todo en el invierno, cuando

      los vientos del Santa Ana iban y venían

      por los bulevares de Tijuana, arrastrando envolturas

      de plástico y el polvo que obliga a cerrar los ojos

      y negar la realidad)

      a la orilla de todo, bamboleándose

      eran la última gota que cuelga de la botella

      (la mítica de la felicidad y la aún más mítica

      que derrama el vaso y el sexo

      impenetrable en la mismidad de su orificio)

      y caían.

      El colmo.

      La epítome.

      El acabóse.

      (Por debajo de estas frases debe olerse el tufo que deja tras de sí el viento horizontal).

      Supongo que sólo con el tiempo se volvieron así.

      Con hombres y, a veces, sin ellos, besaban

      labiodentalmente.

      Y se mudaban de casa y se cambiaban los calcetines

      y preparaban arroz.

      Y bajaban las escaleras y tomaban taxis y no sentían

      compasión.

      Decían: Este es el viento que todo lo limpia.

      Y pronunciaban la palabra. Enfáticas. Tenaces.

      Pre-humanas.

      Tajantes. Sí. Con frecuencia.

      Conmovedoras más que alucinadas. Sibilinas más

      que conscientes. Subrepticias más que críticas.

      Hipertextuales. Claridosas.

      Estoy segura de que ya mencioné que eran brutales.

      Fumaban de manera inequívoca.

      Cambiaban de página con la devoción y el cuidado

      minimalista de las enamoradas.

      Siempre andaban enamoradas.

      En los días sequísimos del Santa Ana elevaban

      los rostros y se dedicaban a ver (podían pasar horas

      así) esas aves que, sobre sus cabezas, remontaban

      lúcidamente el antagonismo del aire.

      Y el Santa Ana (y aquí debe escucharse una y otra vez la palabra) (una y otra vez) despeinaba entonces sus vastas cabelleras ariscas. Sus cruentas pestañas (una y otra vez).

       XV

       todas son cosas que pasan

      (Ésta no es la palabra «tacto».)

      La Ex-Muerta se sienta sobre cojines de colores y, expeliendo anchas bocanadas de humo, dice: «no existo».

      Le pido que lo pruebe.

      (Afuera resplandece el sol de octubre. Una ave canta al lado de la ventana. El aire pasa.)

      Me ve con los ojos entornados y, como si aceptarael reto, me da la espalda.

      Dice: Hace mucho, un Ser-de-Ojos-Amarillos también me decía lo mismo.

      Dice: En una pesadilla.

      (Entre «Dice» y «Dice» guarda un silencio largo lleno de más silencio.)

      Pregunta: ¿Así que esta es la Ciudad-sin-Nombre?

      Respuesta: No, esta es mi casa.

      (Entre «Pregunta» y «Respuesta» el exterior ilumina el interior donde, efectivamente, para mi asombro y horror combinados, yace en ruinas un hecho urbano al que nunca nadie le puso nombre.)

      (Entre «Pregunta» y «Respuesta» el Ser-de-Ojos-Amarillos me señala el cuerpo.)

      (Entre «Pregunta» y «Respuesta» se hace frente a mí, fosforescente, la palabra «tacto».)

      Afirmación: Esta no es la palabra «Tacto».

      Negación: Esta es la palabra «Tacto».

      (Entre la «Afirmación» y la «Negación» una mano se lanza al vacío.)

      (Entre la «Afirmación» y la «Negación» el vacío se vuelve mano.)

      (Todo puede ocurrir entre la «Afirmación» y la «Negación».)

      Pregunta: ¿Así que no existes?

      Respuesta: Estoy bajo el agua. La salvia me sabe

      amarga. ¿Sabes qué es el luto?

      (No hay nada entre esta «Pregunta» y esta «Respuesta».)

      (No hay nada, sino sus ojos amarillos, entre esta «Pregunta» y esta «Respuesta».)

      El recuerdo de un hombre rubio que corre por un pasillo estrechísimo abriendo puertas de madera que se cierran, sin remedio, a su paso.

      El estruendo.

      El recuerdo de una mujer que toma pastillas de colores mientras observa nubes inconmovibles del otro lado de la ventana.

      El recuero de la boca violeta, destrozada.

      El recuerdo de un auto a toda velocidad justo cuando encuentra el único árbol del camino.

      Un beso.

      Todas son cosas que pasan.

      Lo que supongo: el luto es el desarrollo del significado a través del tiempo.

      [retrocederá…]

       XVI

       el lecho iridiscente

      (el pronombre, el