Clara Coria

Erotismo, mujeres y sexualidad


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de los sesenta

      A modo de introducción

      Bien sabemos que la sexualidad ha sido siempre un tema insoslayable en la vida humana y como tal ha sido objeto de las más variadas interpretaciones sobre las que circularon mitos y creencias que pretendiendo ser verdades incuestionables, regían las costumbres aceptadas para cada sociedad. Una de esas creencias, fuertemente instaurada por la cultura occidental, consistió en sostener que la sexualidad en las mujeres estaba circunscripta a la procreación y, por lo tanto, con la llegada de la menopausia —que marcaba el fin de la capacidad reproductiva en las mujeres— también llegaba el momento de cerrar con cuidadosos candados la sexualidad en general, y sobre todo el disfrute a ella asociado. Algunas se lo tomaron al pie de la letra y observando cuidadosamente los mandatos culturales encauzaron esas cuantiosas energías sexuales hacia el cuidado de otros con la ilusión inconsciente de recuperar entusiasmos como los que eran capaces de iluminar sus mejillas y hacer brillar sus ojos en otros tiempos. Otras, en cambio, habiendo tenido la fortuna de atravesar una historia personal que no siempre respondía a las expectativas culturales de la época —ni al medio que las rodeaba— y que a menudo eran historias complejas y/o difíciles de transitar, lograron incorporar en sus comprensiones profundas de la vida un grado de transgresión suficiente para entender que la sexualidad era un don de la naturaleza y que la reproducción era solamente una necesidad de la especie. Junto con esto también entendieron que el disfrute del erotismo asociado a la sexualidad era un privilegio y un derecho del animal humano, aun cuando ese animal humano fuera del género femenino.

      Sabemos que los condicionamientos culturales han tenido siempre un peso enorme en la construcción del aparato psíquico de los individuos y de los valores que debían regir la vida de las comunidades. La fuerza de los mandatos suele ser tan poderosa que en ocasiones logra frenar el cauce original de la naturaleza y cabe señalar que en el tema puntual que nos ocupa ha contribuido enormemente a construir una creencia que ha circulado en forma de mito y ha dividido las aguas entre los géneros. Me refiero a la creencia bastante difundida que podría sintetizarse de la siguiente manera: los hombres «necesitan» ejercer su sexualidad durante toda la vida porque eso forma parte de su naturaleza mientras el goce de las mujeres reside en la maternidad. Por lo tanto se insiste en sostener que la «naturaleza femenina» pone fin a su sexualidad con la menopausia. No son pocas las comunidades, en especial aquellas construidas sobre la base de las religiones monoteístas, que legitiman el ejercicio de la sexualidad —y casi lo imponen— a los varones de la especie humana mientras lo desautorizan en las mujeres y hasta lo condenan con penas que van desde la inoculación del sentimiento de culpabilidad —que cataloga como pecado el disfrute sexual— pasando por la descalificación social y la marginación encubierta en la prostitución hasta la muerte por lapidación.

      Quienes han transitado varias décadas saben que mientras se tenga salud, la vida continúa y también continúa la sexualidad, aun cuando en ocasiones —y por distintas circunstancias de la vida— algunas mujeres puedan haber llegado a pensar que la sexualidad llega a su fin junto con la menopausia, que ya es tiempo de retirada o simplemente que el panorama con que cuentan a su alrededor no tiene ningún atractivo, con lo cual suelen arribar a una rápida y fácil conclusión: que el entusiasmo y disfrute de «otros tiempos» pertenece al pasado porque su propia naturaleza ha dado por concluido el ciclo de disfrute sexual. Sin embargo, estas conclusiones que muy a menudo suelen ser sostenidas por no pocas mujeres —y en ocasiones hasta defendidas con fuerza alegando motivos «naturales»— chocan con los comentarios de muchas otras que se animan a compartir en voz alta sus propias experiencias y que, como veremos, poco tienen que ver con darse por vencidas frente al disfrute sexual. Veamos algunos de estos comentarios que son muy elocuentes:

      Estaba como retirada porque cuando me separé me dediqué a trabajar y mantener a mis hijos, no me di tiempo para otra pareja ni tampoco para relaciones circunstanciales. Ahora apareció alguien que me entusiasmó y tuve una experiencia sexual maravillosa. Me sentí como en mi juventud. Quedé asombradísima porque pensé que a mi edad ya no tenía entusiasmo ni gran sensibilidad. Pero fue todo lo contrario. Él era habilidoso, me dio tiempo, disfrutamos de muchos tipos de caricias y llegué a un orgasmo maravilloso. Ya me había olvidado de cómo era. Me di cuenta que mi falta de interés no era porque ya no me gustara el sexo sino porque la experiencia matrimonial me había aburrido mucho. Llegué a creer que todos los hombres eran iguales, con poca inventiva, pendientes de su propia satisfacción y desinteresados por lo que yo sentía o necesitaba.

      El amante que tuve después de los sesenta me hizo reencontrar con mis necesidades sexuales que se habían adormecido con el cuidado de los hijos y la atención de los nietos. Con sorpresa descubrí que se me había amortiguado el llamado de la selva y yo no me había dado cuenta.

      Uno de los primeros impactos que producen estos comentarios es constatar que son las propias mujeres las que se sorprenden al descubrir que la ausencia de deseo no se debe a un «ciclo natural» sino que simplemente estaba adormecido por falta de estímulos apropiados. No son pocas las que quedan «enredadas» en las múltiples y complejas redes de la cotidianeidad doméstica con las demandas de atención de los compromisos familiares, los cuales van poniendo sordina al «llamado de la selva». Pero por encima de todo surge el gran impacto al darse cuenta de que la propia conciencia había quedado despojada de su capacidad para reconocer lo que sucedía. Es decir, de que se estuviera diluyendo el deseo sexual y ello fuera vivido como algo «natural». En otras palabras, que se hubiera naturalizado semejante despojo que, como iremos viendo, poco tiene de «natural» y mucho de condicionamientos culturales. La amortiguación del deseo que aparece como protagonista en estos y muchos otros comentarios pareciera tener motivos por demás diferentes que los que se le asignan a la menopausia.

      Ciertamente es muy grande la sorpresa de comprobar que se le ha puesto sordina al deseo sexual en mujeres que superan los sesenta años, pero es aún mayor la dimensión que adquiere dicha sorpresa cuando comprobamos que, además de la sordina, se agrega la falta de legitimación. Veamos a qué me refiero. Todas las culturas organizan su funcionamiento con normas que son las que le dan validez a los comportamientos individuales. Y dicha validez proviene de haber sido legitimadas, como ley de la comunidad. Lo que está legitimado pasa a formar parte de la cultura reconocida y lo que queda fuera de la legitimación es percibido como algo incorrecto que atenta contra el marco cultural. Afortunadamente, siempre existen excepciones a la regla y en lo que se refiere a la sexualidad de las mujeres que superaron la edad juvenil, también es posible encontrar aquellas que pudieron —y supieron— rescatar lo que la vida, con su generosa magnificencia, ofrece a los seres humanos. El siguiente ejemplo es uno de ellos.

      Mi madre, que actualmente tiene más de 80 años, me contó que después de salir del duelo por su viudez conoció, a los 63 años, a un hombre quince años menor que ella y me dijo: «mirá nena, a tu padre lo quise mucho pero con quien realmente disfruté del sexo fue con ese amante. Fue él quien me hizo sentir mujer». Yo le agradecí a mi madre que me lo contara porque me daba libertad para no quedar atrapada en el mito de la «desexualización» cuando yo estaba llegando a los sesenta años.

      Este ejemplo es una perla, que al igual que las perlas genuinas, se mantiene en las profundidades hasta que las condiciones permiten sacarla a la superficie. Es decir, hasta que es posible hablar de esto y también es posible escucharlo. Al respecto cabe poner en evidencia que no son pocas las mujeres que disfrutan con sus amantes lo que nunca llegaron a gozar con sus maridos pero, son muy pocas las que se sienten con la suficiente seguridad y se animan a transmitirles a sus hijas mujeres lo que toda una cultura se encarga no solo de ocultar sino también de desmentir.

      Es bastante frecuente comprobar que, de la misma manera que las madres no cuentan sus experiencias, así también las hijas no siempre están en condiciones de tolerar y aceptar que sus madres sigan siendo mujeres sexualmente activas. No voy a entrar aquí en explicaciones psicológicas ni psicoanalíticas que den cuenta de ello, ni tampoco en el trillado tema de la competencia