Carlos Amigo Vallejo

Francisco de Asís


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el corazón lleno de benignidad (LM 1,1).

      Francisco era hijo de su época, en la que privaba el afán de poder vinculado al dinero. Las diferencias sociales entre los ricos (maiores) y los pobres (minores) eran escandalosas y abusivas. Mientras unos tenían privilegios y derechos, los pobres estaban completamente desprotegidos. El imperio del dinero era evidente. Una época, por otra parte, en la que se advertían no pocas transformaciones sobre todo en el campo social, la formación de las ciudades, la desaparición del vasallaje, la nueva configuración de las clases sociales, principios del asociacionismo, los deseos de libertad...

       Cómo el hermano Maseo quiso poner a prueba la humildad de san Francisco

      «¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo. Y como no ha hallado sobre la tierra otra criatura más vil para realizar la obra maravillosa que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la belleza, y la sabiduría del mundo, a fin de que quede patente que de Él, y no de creatura alguna, proviene toda virtud y todo bien, y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que quien se gloría, ha de gloriarse en el Señor (1Cor 27,31), a quien pertenece todo honor y toda gloria por siempre» (Florecillas 10).

      II

       La conversión

      Asís y Perugia estaban en guerra. Era lo propio entre las ciudades que cada día eran más poderosas, que aspiraban a tener primacía y relevancia. Mucho más si esos burgos estaban bajo el amparo del Imperio o del papado, como era el caso de Asís y de Perugia. Francisco cae prisionero. Lo que él pensara, en aquellos largos meses encarcelado, queda más para las imaginaciones que para los datos históricos.

      Sin embargo, no parece que Francisco olvidara su ilusión de poder llevar a cabo grandes empresas caballerescas, pensando que en esas nuevas batallas saldría encumbrado en unos títulos de nobleza, que no podía adquirir simplemente por su pertenencia a una familia de gente acaudalada. Tomás de Celano lo describe de esta manera:

      Cuando se había entregado con la mayor ilusión a planear todo esto y ardía en deseos de emprender la marcha. Aquel que le había herido con la vara de la justicia lo visita una noche en una visión, bañándolo en las estructuras de la gracia; y, puesto que era ávido de gloria, a la cima de la gloria lo incita y lo eleva. Le parecía tener su casa llena de armas militares: lanzas, escudos y otros pertrechos; regodeábase, y admirado y en silencio, pensaba para sí lo que podría significar aquello. No estaba hecho para ver tales objetos en su casa, sino sus más bien pilas de paño para la venta. Y como quedara poco sobrecogido ante el inesperado acaecer de estos hechos, se le dijo que todas aquellas armas habían de ser para él y para sus soldados. Despertándose de mañana, se levantó con ánimo alegre, e, interpretando la visión como presagio de gran prosperidad, veía seguro que su viaje a la Puglia tendría el resultado. Mas no sabía lo que decía, ni conocía de momento el don que se le había dado de lo alto... (1C 2,5).

      Pero el aventurero Francisco estaba muy lejos de comprender el significado que habrían de tener estas armas y aquellas hazañas, en las que el único victorioso sería quien iba preparando el camino para una verdadera conversión del corazón. Sin embargo de nuevo se vieron relatos fantásticos: «“Francisco, ¿quién piensas podrá beneficiar más: el señor o el siervo, el rico o el pobre?”. A lo que contestó Francisco que, sin duda, el señor y el rico. Prosiguió la voz del Señor: “¿Por qué entonces abandonas al señor por el siervo y por un pobre hombre dejas a un Dios rico?”. Contestó Francisco: “¿Qué quieres Señor que haga?”. Y el Señor le dijo: “Vuélvete a tu tierra, porque la visión que has tenido es figura de una realidad espiritual que se ha de cumplir en ti no por humana, sino por divina disposición”. Al despuntar el nuevo día, lleno de seguridad y gozo, vuelve apresuradamente a Asís, y, convertido ya en un modelo de obediencia, espera que el Señor le descubra su voluntad» (LM 1,3).

      Largo camino por recorrer es el que le esperaba, tanto en su interioridad personal como en la transformación exterior de actitudes, comportamiento y formas de relacionarse con los demás. Se suceden los acontecimientos y las visiones de sueños sorprendentes. Figuraciones y simbolismos, lo que ha de quedar atrás y los deseos a realizar. La personalidad de Francisco iba cambiando, Dios realizaba su obra en él. El encuentro entre el Señor y el siervo estaba a punto de llegar.

      Francisco, rescatado con el dinero de su padre, regresa enfermo a Asís. Después, una larga convalecencia y muchas horas de reflexión. Vida, aficiones e intereses fueron cambiando: busca la soledad, se acerca a los leprosos, a los excluidos y marginados, le atrae la forma de vivir de los penitentes, se preocupa de cuidar y restaurar pequeñas iglesias... Se fue distanciando de su casa y de su familia, con el inevitable enfrentamiento con las ideas, deseos y proyectos de su padre. Un día, se desnuda ante el obispo de Asís y quiere revestirse únicamente del amor de Cristo en la pobreza y la humildad, teniendo a Dios como el único Padre y Señor.

      En estos días de la historia de Francisco, se hace referencia al encuentro con el pordiosero al que negó limosna. Ya nunca podría olvidar la mano de aquel hombre necesitado: era la misma mano de Cristo. Todo iba cambiando en el entorno de Francisco. Sus más íntimos amigos estaban sorprendidos, pues le veían tan distante... «“¿En qué pensabas que no venías con nosotros? ¿Piensas acaso casarte?”. A lo que respondió vivazmente: “Decís verdad, porque estoy pensando en tomar una esposa tan noble, rica y hermosa como nunca habéis visto otra”. Esa esposa iba a ser la más noble y más rica: la santa pobreza» (TC 3).

      No busques al que ya está contigo. Este pensamiento se hizo realidad en el encuentro con el Evangelio. Si quieres estar conmigo, dice Jesús, déjalo todo: ni túnica, ni bastón, ni bolsa... Así que a la letra: se desnuda, toma un sayal y una cuerda para la cintura. ¡Esto es lo mío! Francisco se había dejado «encontrar» por Dios. Ahora, revestido interiormente del Evangelio, ya podía salir a la calle y anunciárselo a cuantos encontrara en los caminos y las ciudades.

      Algunos momentos puntuales de la vida de Francisco han suscitado controversia acerca de los motivos que provocaron la conversión. Unos consideran que el encuentro con el leproso fue decisivo. Otros, que al ver, en Roma, la situación de miseria en la que se encontraban muchas gentes, le causó tal impacto que decidió cambiar su vida. Tomás de Celano, en la Vida del bienaventurado padre Francisco escribe:

      Cuando, viviendo todavía en el siglo, llegó a Roma como un comerciante entre comerciantes, vio que, como de costumbre, había muchos mendigos y pobres junto a la basílica de San Pedro. Compadeciéndose de ellos y queriendo experimentar sus miserias para saber si él podía soportarlas alguna vez, sin que sus compañeros lo supieran, se quitó su ropa y se puso los harapos rotos y repugnantes de los pobres. Avanzando entre ellos, se sentó y, mendigando con ellos, comió con alegría. Decía, en efecto, que nunca había comido más deliciosamente (1C 61).

      En realidad, se puede decir que esos episodios concretos, en la historia de Francisco, lo que hicieron fue afianzar más su actitud de buscar y dejarse encontrar por Dios. Toda su vida, desde el principio al final, estuvo marcada por un deseo indefinible de algo que colmara plenamente su existencia. Un proceso en el que buscándose a sí mismo encontró que su vida no tenía ningún sentido si no era el vivir intensamente el amor de Dios.

      El leproso y los pobres de Roma eran como rayos de luz que iluminaban el camino y hacían ver a Francisco dónde se encontraba el principio y el final de todo. Ni el leproso era un enfermo apestoso ni el pobre un desgraciado. Dios es el padre y señor de todas las criaturas, y estas personas, dolientes y hambrientos, son mis hermanos.

      La palabra, que leía en el Evangelio, le llevaba a Cristo, quien le concedía la gracia de la misericordia, del perdón, de la conversión. Pero condición, para entrar en tan deseado Reino, era la de abrazar al leproso y compartir con el pobre,