Carlos Amigo Vallejo

Francisco de Asís


Скачать книгу

el dolor de los más pobres y miserables. Solamente pensaba en él, sus amigos y sus fiestas. El abrazo de Cristo crucificado pendiente en la cruz de la iglesia San Damián le liberó de la esclavitud del egoísmo y del orgullo. El abrazo con el leproso sana las heridas de indiferencia de Francisco y comenzó a valorar la dignidad de la persona. Estos dos abrazos le condujeron a sentirse hermano de la creación entera1.

      Francisco regresa a Asís predicando la paz y la penitencia. Muy lejos de conmoverse, sus paisanos le tildaron de loco e iluminado. El insulto y el desprecio eran la respuesta a una conducta que consideraban tan extraña. Su padre, enfurecido, lo tuvo recluido en casa. No solamente quiso desheredar a su hijo, sino que lo puso en manos de los cónsules para que le obligaran a devolver los bienes que había sustraído de la casa de su padre y hasta que le privaran de su condición de ciudadano de Asís. Las autoridades municipales se declararon incompetentes para dictar tal sentencia. El asunto llegó hasta el obispo. Francisco se despoja de todo lo que tiene, incluidas las propias vestiduras, y las deja a los pies de su padre. El obispo lo cubre con su capa episcopal. No es simplemente un gesto de bondad para cubrir la desnudez y proteger la inmodestia, sino un signo que manifestaba la nueva condición social de Francisco: ¡Penitente! Una especie de credencial que era aval de libertad espiritual. Francisco ha roto con la familia, con el municipio. Ahora es tan pobre que solamente tiene a Dios.

       Hacer penitencia

      Francisco quiere contar su vida. Aquella que comenzara cuando se le concediera la gracia del encuentro con el Señor. No se trataba de un acto voluntarista de quien se empeña en elegir, sino de una actitud receptiva que acepta el que se vaya abriendo la insondable sima de las ansias de estar embelesado por ese Dios, que se vale de caminos insospechados para que se llegue a la tan deseada alianza: Dios buscaba a Francisco. Y Francisco se vio encontrado por aquel que ponía en su corazón ardores tan santos.

      El espacio, en el que llegó a realizarse ese entrecruzamiento de la luz que busca Francisco y del amor que Dios ofrece, no fue otro que allí donde vivían los leprosos. Un lugar de repulsión y de asco del que había que ponerse tan lejos que ni siquiera se pudiera ver a tan lastimosos enfermos. ¡Y resulta que Dios le lleva cerca de aquellos que más le repugnaban y a los que quería evitar a toda costa el joven de Asís! ¿De dónde venía esa repulsión hacia los leprosos? El mismo Francisco lo dice: ¡Porque estaba en pecado! Aquella situación de la conciencia de culpa era como un cáncer que iba creando esa tenebrosa ceguera que incapacita para ver la luz. Un parásito maligno que carcome las entrañas y las deja atrofiadas e insensibles ante cualquier motivación para la bondad.

      El Señor le lleva hasta los leprosos y les trata con misericordia. Se ha realizado el milagro: el amor todo lo allana, el amor todo lo supera, el amor es generoso y grande, el amor ha cambiado lo amargo en dulzura, porque en la herida del hermano desvalido se ha puesto el bálsamo de la misericordia de Dios.

      El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecado, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me detuve un poco, y salí del siglo (Test 1-4).

      Ha comenzado el camino del hacer penitencia. Es decir, de vivir abrazado al querer de Dios. Y que sea el mismo Señor quien vaya transformando el corazón y dictando, en cada momento, aquello que se tiene que hacer. Francisco pondrá incondicionalmente su voluntad en las manos del Altísimo. Pero, no como irremediable impulso al que no se puede resistir, sino dejándose llevar, libre y conscientemente, por el amor de aquel que le ayudará, no solo a superar las dificultades, sino a ir llenando el vacío que deja el pecado con el amor a todas las criaturas. Francisco ponía los ojos en Dios, y Dios quería que Francisco contemplara en todas las cosas el rostro bondadoso del Señor.

      Se une a un grupo de peregrinos que van a Roma. Allí, en la Ciudad eterna se encuentra con los pobres y los menesterosos. No solo les ofrece limosnas y ayudas sino que se desprende de los propios vestidos y se arropa con los andrajos de los mendigos. En estos días de conversión van a suceder unos episodios, en la vida de Francisco, que marcarán para siempre su existencia: las relaciones con su padre, el viaje a Roma, la conversación con el crucifijo y la restauración de la iglesia de San Damián.

      El comportamiento de Francisco, generoso y desprendido, buscando el retiro y la compañía de los más pobres, no era en absoluto del agrado de su padre que, entre otras cosas, no podía soportar las burlas que las gentes hacían de su hijo. Lo encierra en casa y lo reprende duramente por su comportamiento. Era lo mismo, la carne se debilitaba, pero el espíritu se fortalecía con la plegaria. La compasión de la madre libera al hijo de la cárcel de la propia casa en la que había sido encerrado. Pero regresa el padre y lleno de ira reprende a su mujer y busca al hijo y lo emplaza, primero ante las autoridades de la ciudad y después hasta el obispo. Francisco hace un gesto de renuncia total y se despoja de los propios vestidos, acogiéndose a la capa bondadosa del obispo que cubre su desnudez y lo acoge bajo su protección. «Helo ahí ya desnudo luchando con el Desnudo» (1C 6,15).

      Como se relata en La Leyenda de los tres compañeros: «A los pocos días, cuando se paseaba junto a la iglesia de San Damián, percibió en espíritu que le decían que entrara a orar en ella. Luego que entró se puso a orar fervorosamente ante una imagen del Crucificado, que piadosa y benignamente le habló así: “Francisco, ¿no ves que mi casa se derrumba? Anda, pues, repárala” y él, con gran temblor y estupor, contestó: “De muy buena gana lo haré, Señor”. Entendió que se le hablaba de aquella iglesia de San Damián que, por su vetusta antigüedad, amenazaba inminente ruina. Con estas palabras fue lleno de gran gozo e iluminado de tanta claridad, que sintió realmente su alma que había sido Cristo crucificado el que le había hablado» (TC 5,13).

      Cuando el crucifijo lo invita a reparar la Iglesia, «Francisco se dispone inmediatamente a reconstruir capillas abandonadas y no porque malinterprete el mensaje, como se piensa a menudo, sino precisamente porque, para comprender el sentido más profundo de las palabras dirigidas a él, tiene que ubicarse en el terreno de la experiencia, del hacer con otros»2.

      Así lo interpretaba Benedicto XVI:

      La misión brota del corazón: quien se detiene a rezar ante el crucifijo, con la mirada puesta en el costado traspasado, no puede menos de experimentar en su interior la alegría de saberse amado y el deseo de amar y de ser instrumento de misericordia y reconciliación. Así le sucedió, hace exactamente 800 años, al joven Francisco de Asís, en la iglesita de San Damián, que entonces se hallaba destruida. Francisco oyó que Jesús, desde lo alto de la cruz, conservada ahora en la basílica de santa Clara, le decía: «Ve y repara mi casa que, como ves, está en ruinas». Aquella «casa» era ante todo su misma vida, que debía «reparar» mediante una verdadera conversión; era la Iglesia, no la compuesta de ladrillos, sino de personas vivas, que siempre necesita purificación; era también la humanidad entera, en la que Dios quiere habitar. La misión brota siempre de un corazón transformado por el amor de Dios, como testimonian innumerables historias de santos y mártires, que de modos diferentes han consagrado su vida al servicio del Evangelio3.

      El bienaventurado Francisco, y profetizando que en aquella iglesia de San Damián se fundará y vivirán las hermanas pobres de santa Clara, quería que allí resplandeciera la caridad, la humildad, la virginidad y la castidad, la altísima pobreza, la mortificación y el silencio, la paciencia y la más alta contemplación (1C 8, 19-20).

      Francisco se dispone ahora a reparar otra iglesia semidestruida. No sabía que la Iglesia de la que le hablaba Cristo era la de su propia y personal conversión, y la de aquel nuevo pueblo de Dios que el mismo Señor había fundado y redimido con su sangre. En esa pequeña ermita dedicada a la santísima Virgen María, Nuestra Señora de los Ángeles, llamada la Porciúncula, viviría Francisco y allí fundará la Orden de los Hermanos Menores y también, en esta bendita casa le llegaría a recoger la muerte.

      A la Porciúncula se le podía aplicar aquello que recoge la tradición cisterciense para sus casas y monasterios: un espacio bien dispuesto