en 1830, escribía su manifiesto Du fantastique en littérature y también vino a explorar la figura del vampiro, la alucinación y la criatura sobrenatural en varios de sus textos. Tantos otros siguieron ese camino en las letras francesas, como Théophile Gautier, Honoré de Balzac, Louis Lambert, Prosper Mérimée y Guy de Maupassant.
La literatura fantástica, a pesar del hito establecido por El diablo enamorado, del dijonés Jacques Cazotte (1772) —libro muy importante que comentaré en el subcapítulo «La sombra del monstruo en las Luces europeas»—, tuvo a Alemania como su importante centro irradiador, que influyó en otras literaturas de los siglos XVIII y XIX. Sin embargo, durante un buen tiempo, el texto de Cazotte fue considerado como una obra original en el país de Molière, teniendo en cuenta que lo que allí se producía, hasta entonces, en términos de literatura, recurría o a una fantasmagoría irrisible, o a lo satírico cercano a lo alegórico. El escritor que, de hecho, se considera iniciador de la literatura fantástica moderna es el alemán E. T. A. Hoffmann y la aparición de la expresión «cuento fantástico» fue involuntaria: el primer traductor de este autor en Francia, Loève-Veimars, publicó diversos textos hoffmannienses en 1829 con el título Contes fantastiques. No obstante, el propio Hoffmann los había agrupado con el nombre de Fantasiestüche, «obras de la imaginación»; por homonimia, Fantasie se convirtió en fantastique.
Hoffmann presentó varios elementos temáticos que serían retrabajados en adelante en literatura fantástica: el doble, lo sobrenatural, el ser humano artificial, la magia y las experiencias paracientíficas tan de moda en la Europa de aquellos tiempos, como la magnetización y el mesmerismo, un derivado de ella. La cuestión del doble aparecería tanto en la vertiente del autómata impulsado por engranajes como en la de los espectros y de las sombras. Perder la propia sombra o ser perseguido por ella forma parte de diversos textos literarios de la época.
Con todo, en tierras francesas, Charles Baudelaire traduciría a un autor que empañó el éxito de Hoffmann, imponiendo una nueva ola narrativa con sus Historias extraordinarias y Nuevas historias extraordinarias: Edgar Allan Poe, cuyos textos llegaron al lector francés en 1856 y 1857, respectivamente. Sus instigadoras páginas carecían de las conocidas figuras del terreno sobrenatural más clásico —como las ondinas, los gnomos, las salamandras, las brujas y la propia magia—, puesto que su objetivo fue sumergirse más específicamente en los estados de conciencia, la angustia metafísica y la locura.
Si los estudios literarios apuntan a la localización del denominado fantástico literario moderno en las letras de Alemania (y, en segundo plano, de Inglaterra), hay quienes defienden a Francia, por su parte, como la gran surtidora de novelas de vampiros, lo que se comprueba por medio de diversos literatos, como el propio Baudelaire, además de Alejandro Dumas, Théophile Gautier, Guy de Maupassant, Prosper Mérimée, Charles Nodier y Aloysius Bertrand, por ejemplo31, a pesar de una cierta crítica literaria prejuiciosa, desde entonces, en torno a sus textos.
Como bien nos recuerda Motta (2007), en la obra Proust: a violência sutil do riso [Proust: la violencia sutil de la risa], aunque Freud haya ejemplificado su famoso concepto de Unheimliche, lo siniestro o lo «extraño familiar» en el cuento de Hoffmann32, bien podría haberlo hecho a partir de algún texto de la literatura inglesa del siglo XIX. Para la investigadora, Baudelaire supo repudiar bien el espíritu francés y reivindicar el exceso nórdico en su conocido De l’éssence du rire33, verdadera defensa de lo grotesco. El escritor maldito consideraba que la risa —expresión que tantas veces desencadena la locura— era diabólica, en contraposición a los comedimientos del buen cristiano; y lo cómico sería uno de los signos más claramente satánicos del hombre —fenómeno monstruoso que remitimos igualmente a la temática de la obra El nombre de la rosa, de Umberto Eco.
El autor de Las flores del mal menciona, en su breve ensayo, la extravagancia y las exageraciones de una subdivisión de la escuela romántica, la escuela satánica, para la cual la risa era la expresión de un sentimiento incierto, presente incluso en la convulsión. Él se deshace en elogios hacia los autores anglogermánicos y hacia Hoffmann, en particular, sin olvidarse de los dos doctos de lo grotesco y de lo cómico francés: François Rabelais y Molière. Su mirada, no obstante, se fija en las formas fuertes de la «enormidad británica, rebosante de sangre coagulada y sazonada con algunos goddam monstruosos»34. Su crítica a la poca apertura cultural de los franceses se manifestaba en el siguiente fragmento: «Al público francés no le gusta que se le descentre. No tiene el gusto muy cosmopolita y los desplazamientos de horizonte le enturbian la visión. […] Para encontrar lo cómico feroz y muy feroz, hay que pasar la Mancha y visitar los reinos brumosos del spleen»35.
Siguiendo en el contexto de esta discusión, conviene mencionar la opinión de la investigadora Célia Magalhães (2003), para quien lo fantástico es realmente un género que se propone investigar lo oculto para establecer una relación con la verdad y se presenta en manifestaciones diversas de la literatura —como el absurdo, el surrealismo y el realismo mágico—, que a la postre se convertiría, en la literatura hispánica, en heredero del surrealismo. Para la autora, lo fantástico va a abrazar la problematización de lo real mediante el enfrentamiento entre fuerzas antagónicas.
Queda evidente, por consiguiente, que el gran género fantástico, tal y como lo conocemos hoy, siempre se mostró un fuerte tributario de la literatura romántica europea de los siglos XVIII y XIX, mientras esta igualmente se inclinó ante él, de tal forma que puedo decir que hay mucho de fantástico en lo romántico y viceversa. Podría suponerse que el origen de ese género se había producido a partir del rechazo de la Ilustración para con el pensamiento teológico medieval y toda su metafísica. De esa forma, excluido el elemento religioso por acción del pensamiento de las Luces, lo fantástico había ejercido la función de fracturar un exceso de racionalidad en la cultura. Siebers, en el prefacio de su libro sobre lo fantástico, nos explica: «La literatura fantástica consagra las diferencias, poniendo de relieve aquellos aspectos de la experiencia que se aventuran más allá de lo estrictamente humano, hacia un ámbito sobrenatural»36. Para el autor, la literatura fantástica acercaría al hombre romántico aislado y a las supersticiones37 del hombre común. Y defiende que, paradójicamente, tanto la Ilustración como el propio Romanticismo asociaban las ideas románticas con lo sobrenatural y, por lo tanto, la ficción romántica se llenaba de horror y de seres fantásticos. Puede decirse, incluso, que el Romanticismo situó lo fantástico efectivamente en la categoría de género literario. Como ejemplo, tenemos su vertiente alemana, poseedora de una alucinante angustia existencial —perteneciente al nebuloso universo de lo Unheimlich, término discutido en el subcapítulo «Lo extraño familiar»—. Esa angustia migraría, más tarde, al plano corporal y la pérdida de identidad del cuerpo humano alcanzaría su auge en el arte —tal vez en el surrealismo—, con las repercusiones de los acéfalos descritos por Georges Bataille mediante el antropomorfismo dilacerado presente en el pensamiento de dicho investigador.
Asimismo, Siebers afirma que la literatura fantástica trata de literatura y superstición, pero igualmente de una conciencia de violencia social. Llega a criticar a Tzvetan Todorov38, autor clásico en torno a la problemática de lo fantástico, que no consideraba lo sobrenatural como un elemento pertinente a la literatura fantástica. Todorov, como es sabido, ni siquiera reflexionó acerca de las posibilidades sociopolíticas y psicoanalíticas de lo fantástico, conforme destacó Magalhães (2003). Esa misma estudiosa mencionará como «temas» de lo fantástico la invisibilidad, la transformación, el dualismo, el cuestionamiento de la posición bien frente al mal, los fantasmas, las sombras, los vampiros, los hombres lobo, los dobles, los monstruos y los caníbales, pero insisto en que todos estos, por sí solos, no expresan toda la pluralidad de significados que lo fantástico deja transbordar.
Cabe, aquí, presentar también algunas breves consideraciones acerca de las tentativas de dispersión de lo fantástico en las letras. En la tradición de los estudios literarios latinoamericanos, se hizo conocido un término bastante problemático a mi modo de ver —el «realismo mágico»—, empleado, de forma más generalizada, para referirse a aquellas obras en cuya trama un suceso o ser fantástico se hacía presente sin, no obstante, provocar el asombro y el desasosiego esperados en los personajes, por lo que pasaba a formar parte de los acontecimientos comunes del día a día. Voy a explicar brevemente lo innecesario que se convirtió,