Cristina Durán

Carlomagno y la Europa medieval


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edad del niño-rey neustriano, durante ese período de inestabilidad política cobraría suma importancia la figura del mayordomo de palacio, funcionario real de la administración central franca que acabaría haciéndose con el control del gobierno efectivo del reino y suplantando muchas de las atribuciones regias a partir del siglo vii.

      Los francos se caracterizaban desde tiempos ancestrales por ser, fundamentalmente, un pueblo guerrero, por lo que su ejército ansiaba nuevas conquistas para obtener cuantiosos botines. El mantenimiento del número de tropas necesario para poder llevar a cabo las innumerables campañas militares francas suponía un alto coste para las arcas reales. Un gasto elevado al que debemos sumar el alto precio que también representaba contar con el respaldo de la nobleza, aristocracia o bien franca o bien galorromana pero, en cualquier caso, católica desde tiempos de Clodoveo I (481-511). Todo ello condujo al enriquecimiento de algunas familias importantes, de cuyos contingentes militares dependían los monarcas francos para poder reclutar sus ejércitos de campaña. Estos prósperos linajes aristocráticos constituyeron el origen de los mayordomos de palacio. Las familias nobiliarias más poderosas llegarían incluso a enfrentarse entre sí por hacerse con este importante cargo que, como ya hemos comentado en el párrafo anterior, constituía la llave del gobierno del reino. Una de estas dinastías en pugna por la mayordomía de los reinos merovingios, la de los Pipínidas, más tarde conocida como Carolingia, acabaría copando todo el protagonismo al final del reinado de la casa real de Clodoveo. El primero de sus representantes de renombre sería Pipino de Landen, conocido como Pipino el Viejo, mayordomo del palacio de Neustria con Clotario II. La posición de la familia de Pipino quedaría muy reforzada cuando se produjo la unión por matrimonio entre las dos dinastías aristocráticas más poderosas: la suya, es decir, la de los Pipínidas, y la de los Arnúlfidas. Ansegiselo desposaba a Begga, hijos respectivamente de Arnulfo de Metz, obispo de dicha ciudad y dominador de la situación política de Austrasia, y de Pipino el Viejo. ¿Qué ocurría precisamente por esa época en Austrasia, el reino rival de Neustria?

      Su monarca Childeberto II moriría de forma prematura en el 596, probablemente envenenado. Su primogénito Teudeberto, de diez años de edad, le sucedería al frente del trono austrasiano; mientras que su hermano menor Thierry, de nueve años, heredaría el antiguo territorio burgundio. Al mismo tiempo, la abuela de ambos, la incombustible Brunilda actuaba de regente con una idea fija en su mente: continuar la guerra contra el reino de Neustria, dominado por su archienemiga Fredegunda. Sin embargo, en el 597 desaparecía la figura de la reina madre de Neustria, aunque este hecho no impediría que su monarca Clotario II consiguiera una victoria total en el 613. No sin contar con el apoyo de Pipínidas y Arnúlfidas. Tras capturar a los sucesores de Childeberto II y a Brunilda, Clotario II ordenaría la ejecución de los tres y unificaría de nuevo todo el territorio franco. Eso sí, pagó por ello un elevado precio: la cesión de privilegios nada despreciables a la nobleza. Moriría en el 629 y sería sucedido por su hijo Dagoberto, soberano que tras aproximadamente una década de permanencia en el trono se erigiría en el último monarca merovingio que ejercería un gobierno efectivo y que, al igual que su padre, fue soberano de un reino franco unificado. Dagoberto trataría de aferrarse sólidamente al poder y por ello destituyó a Pipino de Landen del cargo de mayordomo de palacio, pero, al parecer, era demasiado tarde ya para que los monarcas merovingios pudieran dejar de depender de la alta nobleza desde el punto de vista político, administrativo, militar y económico. Es por ello que nada más al fallecer Dagoberto, en el 638, Pipino recuperaba su cargo con el siguiente monarca, Sigiberto III, hasta producirse su muerte en el 640. La minoría de edad de los sucesores de Dagoberto sería aprovechada para que sus mayordomos de palacio se fueran haciendo paulatinamente con el control de los reinos merovingios, de forma que, incluso, el nombramiento para este cargo dejaría de estar en manos de la monarquía y pasaría a ser elección de la nobleza. Con todo ello se iniciaba el periodo de transición entre la dinastía de Meroveo y la Carolingia, en el que se sentaron en los diversos tronos francos los denominados reyes holgazanes, los últimos por cuyas venas todavía circulaba la misma sangre que la de Clodoveo.

      La larga guerra civil entre las dos ramas de la dinastía Merovingia no solo había motivado que sus reyes tuvieran que incrementar el número de concesiones realizadas a la nobleza para lograr su necesario apoyo en este litigio sino que, además, provocaría que dichos soberanos delegaran cada vez más en sus representantes, pertenecientes también al estamento aristocrático, múltiples de sus atribuciones, tales como la recaudación de impuestos o la capacidad de decisión sobre la construcción de fortalezas defensivas, simplemente porque la situación caótica de los reinos provocaba que sus monarcas no pudieran atender estos asuntos en persona y de manera efectiva.

      Una vez extinguido el Imperio romano, desaparecería también con él su administración territorial. De esta manera los dominios francos pasarían a estar divididos en jurisdicciones regionales denominadas condados, al frente de los cuales se situaba un conde, cargo administrativo en principio temporal, con atribuciones tanto civiles como militares, concedido por el propio rey a un noble. Estos condes podían a su vez designar a otros funcionarios o vicarios para que les asistieran en sus menesteres.

      Sea como fuere, el caso es que a escala local estos métodos de gobierno hacían cada vez más autónomas a las distintas divisiones administrativas. Como consecuencia, el funcionamiento de estos territorios, desde el punto de vista político, era mucho más efectivo, por lo que la tendencia de descentralización del poder no solamente prosperó sino que, incluso, se incrementó. Es por ello que si un conde cobraba los impuestos de las tierras bajo su jurisdicción y empleaba estos ingresos para reforzar sus defensas y contrarrestar con ello los ataques del enemigo, finalmente esto resultaba mejor que si el propio monarca disponía de esta recaudación, existiendo entonces el riesgo de que invirtiera dicha suma en otros menesteres ajenos a los intereses de los habitantes del condado en cuestión. De esta manera, los nobles que participaban en el gobierno de determinadas regiones, generalmente con el cargo de conde, cada vez se hacían más poderosos e independientes del poder central. A ello también contribuiría algo tan simple como el hecho de que las comunicaciones entre los distintos dominios de los reyes francos eran cada día más difíciles de llevarse a cabo debido al deplorable estado de las antiguas calzadas romanas y a la inseguridad que suponía aventurarse a viajar en tiempos de guerra. Estos desplazamientos eran muy necesarios dado el hecho de que los soberanos francos no poseían una residencia fija y por ello debían trasladarse de un dominio a otro de manera constante para poder atender todos los asuntos de estado que fueran surgiendo, acompañados de su cuerpo de funcionarios palatinos, entre los que destacaba el mayordomo de palacio.

      Desde tiempos de Clodoveo (481-511) hasta a partir de la segunda mitad del siglo vi, durante el periodo de la gran guerra civil entre Austrasia y Neustria, los reinos merovingios harían todavía uso del sistema de recaudación de impuestos del Imperio romano. Esto pondría a disposición de sus monarcas una importante tesorería que les permitiría ejercer el poder de manera efectiva, riqueza a la que habría que añadir la posesión de amplias tierras de cultivo obtenidas durante la conquista de la Galia y que acrecentaron la fortuna personal del rey. Este abundante patrimonio en tierras junto con la caída del comercio, que se venía produciendo ya desde tiempos romanos a partir del siglo iii, provocaron una reducción en la circulación de moneda, así como también disminuyó su acuñación. Todo esto convirtió, ahora más que nunca, a la tierra en la principal fuente de riqueza y, al mismo tiempo, de poder. Quien era dueño de terrenos cultivables, principalmente el rey y también sus nobles, podía pagar a huestes clientelares, es decir, contaría con el poderío militar. El cada vez más mermado valor del dinero —consecuencia de la sustitución paulatina de una economía de base monetaria por otra que se sostenía mediante pagos en especie— justifica también el progresivo abandono del sistema de recaudación de impuestos, en el que los reyes francos habían dado continuidad al aparato fiscal tardorromano, que requería del mantenimiento de un costoso cuerpo de funcionarios para su correcto funcionamiento.

      Con el abandono de la moneda como fuente de riqueza en detrimento de la posesión de latifundios, parte de las tierras de propiedad regia servirían como pago a la nobleza franca por el apoyo militar ofrecido al rey en estas campañas bélicas, aunque el poderío de la monarquía merovingia aun sería importante durante el periodo al que nos referimos gracias precisamente a sus amplias propiedades agrarias. Sin embargo, tanto la alta