Sergio Barce

El libro de las palabras robadas


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la sensación de que mi madre tenía la piel más blanca de como la recordaba, quizá porque ahí era más joven, y que sus labios irradiaban una sensualidad excesiva. Fuera como fuese, lo cierto es que, salvo la primera vez que sucedió, cuando terminábamos de hablar no me planteaba si podía tratarse de una alucinación o no, simplemente era algo que ocurría, sin más; y esos encuentros dejaban un sabor dulce en mi boca.

      Moses me miraba ahora sentado frente a mí, con las piernas cruzadas, sus ojos caídos protegidos por la montura de las gafas, moviendo entre los dedos su bolígrafo de oro. Hasta ese día no había conseguido nada en absoluto salvo mis confusas divagaciones, pero ahora todo era diferente.

      −¿No crees que sería conveniente que comenzaras por el día en el que la viste por primera vez? Quiero decir por el día en el que te reencontraste con ella… −añadió frunciendo el ceño.

      −Me parece bien –dije, asintiendo con la cabeza. Y me puse a hablar…

      Ágata (nunca la llamamos mamá) resurgió el mismo día en el que su marido, mi padre, amenazó a una mujer con robarle el bolso y se presentaba mi tercera novela. Fue un día de enero, desapacible, con las nubes bajas y encapotadas en un cielo gris. Había una especie de tristeza natural que deslucía el color de los edificios, y las calles aparecían inusualmente solitarias. Recuerdo que habíamos llegado a la consulta del doctor Cascales cinco minutos antes de la cita fijada, aunque no entramos hasta una hora después. El tiempo se nos echaba encima.

      Mi padre no paró de protestar desde que llegamos y se mostró especialmente inquieto con algo que yo no era capaz de adivinar. Cuando le preguntaba qué le ocurría, se limitaba a refunfuñar y a mirar para otro lado.

      Yo tenía que estar a las ocho y media en la Librería Proteo, no podía fallar a la presentación de mi propia obra, así que también me pasé buena parte de la espera mirando al reloj. Damián no me acompañaría, no lo había hecho con las dos primeras novelas así que tampoco podía esperar un cambio a estas alturas. Mi padre no me perdonaba que para firmar mis libros hubiese eliminado su apellido… Él se llamaba Damián Urrea… En fin, yo prefería utilizar el de Ágata: Vázquez. Cuando comencé a hacerlo pensé que era un bonito homenaje a mi madre y a su mujer, pero él nunca supo apreciarlo.

      La cita con el oculista la había concertado mi hermana Silvia mucho antes de que supiéramos que ese mismo día El libro de las palabras robadas comenzaría a dar sus primeros pasos, de manera que había decidido cumplir con el trámite del especialista y luego marcharme de inmediato al acto. A eso de las siete menos veinte llegó por fin nuestro turno.

      Me incorporé, dejando la gabardina junto a mi padre, para seguir a la enfermera por el corredor. Damián vio cómo me alejaba alzando apenas los ojos de la revista de decoración que ojeaba sin interés desde hacía una hora. Me di cuenta de que él clavaba sus ojos en las piernas de la mujer que estaba sentada en el otro sillón de la sala de espera, con tal fijeza que ella se removió en el sillón. También intuí que le había dedicado alguna palabra entre dientes, pero lo vi hundir de nuevo su mirada en el mobiliario de las casas americanas de la Florida.

      El caso es que, cuando el doctor Cascales terminaba de comprobar mi visión, y ya me guardaba en el bolsillo de la camisa la cartulina con mis nuevas dioptrías, la puerta se abrió de golpe y la enfermera asomó la cabeza visiblemente alterada.

      −Señor Urrea, venga enseguida…

      La alarma en su voz hizo que yo diera un salto, convencido de que algo le había ocurrido a mi padre. Pero en cuanto llegué a la sala de espera, lo encontré cómodamente sentado con la misma revista entre las manos. La única variación que aprecié a vuelo pluma fue que ahora ocupaba el sillón en el que antes estuviera sentada la mujer que había dejado aguardando su turno.

      −¿Papá?

      Levantó la cabeza, soltando la revista, y se limitó a hacerme la pregunta más obvia.

      −¿Ya puedo pasar?

      Me giré sobre los talones, sin comprender para qué me había hecho salir la enfermera de esa manera.

      −¿Cuál era la urgencia? −la reprendí, aunque inseguro.

      Ella se mordió los labios, y luego se estiró la bata blanca como un acto reflejo. A continuación miró a su jefe, que se limitó a encogerse de hombros descargando la responsabilidad en su auxiliar. Nerviosa, nos dijo que mi padre había molestado a la señora que tenía cita después de nosotros, y que con su actitud había conseguido que se marchara muy alterada, casi llorando.

      −¿Que mi padre la ha molestado? –miré a Damián, que me evitó refugiándose de nuevo tras el papel cuché−. ¿De qué me está hablando?

      La enfermera continuó diciendo que la amenazó con robarle el bolso. Las dos creyeron que mi padre estaba de broma pero, a continuación, se incorporó y le puso una mano en la pierna y la mujer se levantó preguntando qué era lo que hacía, y mi padre, según la enfermera, le replicó que tenía labios de putona, y que si no le daba el bolso tendría que quitárselo a la fuerza. Entonces la señora no aguantó más y se marchó sollozando.

      −No puede ser… −musité, sin dar crédito a lo que estaba oyendo. Mi padre se había levantado y miraba con reprobación a la enfermera; luego dio unos pasos y se detuvo en el vano de la puerta, como si no estuviese muy seguro de si debía salir o no de la consulta−. ¿Eso ha hecho mi padre?

      Apenas me salían las palabras, que se quedaron en mi boca igual que trozos de pan seco. Por primera vez desde que acudía a la consulta, me fijé con atención en ella, en su rostro ovalado, en sus largas pestañas y en su mandíbula, delgada y huesuda, incluso en la manera tan delicada con la que fruncía el ceño. Trataba de descubrir un punto vulnerable, un detalle físico que delatara su baja catadura moral. Por el contrario, intuí que debía de tratarse de una persona incapaz de inventarse una cosa así.

      −Lo siento, de verdad… −añadió con simpleza.

      −Gracias, Merche. Espéreme en mi despacho…

      La chica se alejó por el corredor, y el doctor Cascales y yo miramos a mi padre, que seguía en la puerta de entrada con una mano apoyada en el quicio. Ahora parecía abatido.

      −No sé cómo disculparme… −dije en su nombre.

      −Elio, le aconsejo que lleve a don Damián a un neurólogo. No estaría de más que le hiciesen un chequeo a fondo…

      Creo que asentí, y luego me acerqué a mi padre y lo agarré del brazo.

      Durante el trayecto hasta llegar a su casa conduje en silencio, y él no movió un músculo, la mirada perdida, las manos lacias en el regazo. El coche avanzando por las calles que iban oscureciéndose engullidas por el anochecer, y las nubes aplastando la ciudad.

      −¿Quieres que suba contigo?

      Levantó una mano deteniéndome para que no lo siguiera. Lo vi caminar hasta el portal, arrastrando los pies, abrir la cancela y entrar sin dedicarme un solo gesto de despedida. Era evidente que se estaba produciendo un extraño cambio en nuestras vidas sin que yo pudiera evitarlo de ninguna de las maneras. Metí primera, y salí de esa calle deseando llegar a la librería cuanto antes y olvidarme del incidente por unas horas.

      −Eso ocurrió antes de que vieras a tu madre por primera vez… −me dijo Moses.

      −Podría decirse que sí, aunque supongo que hubo una extraña confluencia de acontecimientos impredecibles en muy poco tiempo.

      Él asintió, como si mi respuesta le hubiese aclarado algo, pero al instante me preguntó a qué me refería. Sacudí la cabeza, y le confesé que hubo momentos en los que las palabras de Ágata me desconcertaron.

      −No quedará nada de nosotros cuando la arena del desierto lo cubra todo y ningún río desemboque en el mar… −me dijo mi madre en una ocasión, bajando la voz como si me hiciese una confidencia−. No saben explicármelo, Elio, pero algunos ya han estado allí, y al volver no recuerdan nada. Van como locos, sin respetar los límites de velocidad. Si cumpliesen