Sergio Barce

El libro de las palabras robadas


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me sonrió, y se fue en busca de Silvia.

      −El tipo que antes estaba contigo, ¿era realmente él? –la pregunta le brotó a Joan Gilabert en un aliento sarcástico, como si además de impresionarle lo ocurrido de alguna forma lo alegrara.

      −¿Le conoces? –arrugué la frente, buscando un cigarrillo en el bolsillo interior de mi chaqueta.

      −Por supuesto –replicó con autosuficiencia. Me clavaba sus ojos vacíos, con expectación, con ese aire de inventor lunático que le conferían sus cabellos prematuramente canosos y escasos que aún mantenía en el segundo hemisferio de su cabeza−. Tú, ¿no? –su asombro se adelantó a mi respuesta.

      −¿He de saber quién es? –pregunté encendiéndome un pitillo. Exhalé una calada profunda mientras Francesca me observaba en silencio, con su gesto más suave.

      −¡Has tenido a tu lado a Arturo Kozer! ¡Joder, Elio! Cómo explicarlo… Arturo Kozer es una especie de leyenda, un auténtico cabrón que rompió con el mundo hace muchos años. Ya era hora de que saliese de donde quiera que haya estado escondido –dijo Joan Gilabert asintiendo pensativo−. Es un genio de la escena, o al menos lo fue en su día… Si no lo conocías, ¿de qué estabais hablando? Francesca os vio… −de pronto, terció su sonrisa más artificiosa−. Dime que tu novela le ha fascinado…

      −Parece que no le ha hecho mucha gracia que lo hayas reconocido…

      Después de tantos años aún no comprendía cómo era posible que un ciego pudiera conseguir que se sintiese la intensidad de su mirada. Sus ojos eran claros, de un gris celeste, y sus pupilas inmutables se clavaban igual que navajas. Francesca, su mujer, trabajaba con él en la editorial y era su lazarillo cuando no utilizaba el bastón.

      −¿Qué te ha dicho?

      −No hablábamos… Sólo trataba de convencerme de que él es Jesús Ortega… −al repetirlo, me daba cuenta de que ese hombre acababa de tenderme una trampa insalvable.

      −¿Jesús Ortega? –meditó un instante, con gesto descreído. Luego, se mostró de nuevo entusiasta−. ¿Ahora se cree el protagonista de El libro de las palabras robadas? ¡La presentación de una novela tuya y un lunático suelto! Quizá ha perdido definitivamente la chaveta… Hace años, la mujer y el hijo de Kozer murieron en un accidente de coche… −al oírlo, apenas reparé en el hecho en sí, pero noté que Francesca le presionaba el antebrazo como si le describiera mi reacción, y tal vez por ello continuó−. Desde entonces se convirtió en un tipo mucho más excéntrico de lo que ya era… Pero de ahí a que ya comience a creer que es el personaje de una novela… Aunque mirando el lado positivo, te puedes sentir orgulloso de que haya escogido una de las tuyas, se podría decir que es un reconocimiento a tu talento. Lástima que no te haya partido la cara delante de todos… −levantó los brazos como un sumo sacerdote, riéndose−. ¡Elio Vázquez agredido por Arturo Kozer en la presentación de su nueva novela! ¡Habríamos vendido un montón de libros, joder!

      −También me ha hablado de El libro de las palabras robadas, como si de veras existiese algo así…

      Mi mirada no atendía a mi editor, se había quedado varada en el intento por traspasar la barrera humana que me impedía comprobar si ese tipo hosco y malcarado continuaba en la puerta de la librería o, por el contrario, había optado por marcharse y olvidarse de mí. Pero luego me di cuenta de que Francesca hacía lo mismo que yo mientras que Joan Gilabert seguía riéndose solo, tratando de embozar su gesto meditabundo y preocupado.

      ARTURO KOZER

      La cena en La Casa del Ángel resultó descorazonadora. Además de la preocupación por el estado de mi padre y de la ausencia de Marco, un sinsabor ya conocido pero no por ello menos amargo, se sumaba el incidente con ese viejo chiflado que me había estropeado la presentación de la novela. Apenas probé la carne, pero bebí con desmesura. Las voces me resultaban destempladas, los comentarios intrascendentes.

      −Elio, ¿te encuentras bien? –Joan Gilabert posó una mano en mi hombro, e insistió hasta que creyó notar que despertaba de mi ensimismamiento−. ¿Estás borracho? Si lo estás sería una buena señal… ¡Vive Dios, que me gustaría verte bebido!

      −No, no estoy ebrio –balbuceé cabeceando con aire taciturno−. Pero no logro quitármelo de la cabeza…

      −Siempre Marco en tus pensamientos, Elio –terció Francesca, que era más sagaz que su marido para ciertas cuestiones−. Tienes que acostumbrarte a vivir sin su compañía.

      Joan Gilabert dio un suave puñetazo en el borde de la mesa, deseando sin duda cambiar el rumbo de la nave.

      −Así que es eso… Elio, lo que tú necesitas es joder y joder. No quiero ser indiscreto, pero últimamente te veo poco con Beatriz, y ya no tenemos la testosterona como esos niñatos. ¡Pero, pardiez, aún nos queda resuello suficiente para escalar algunos muros!

      Francesca echó el cuerpo hacia atrás, como si escuchara la misma cantinela demasiadas veces. Sin embargo, pareció desengañada con la actitud de su marido.

      Traté de imaginarlo mirando la negritud de su mundo, y levanté una mano que aleteó unos segundos en el aire. Luego, la dejé caer sobre la mesa, lentamente, cerca de mi copa de rioja. Tanteé su cristal durante un segundo antes de apurarla.

      −Así es la vida, según cuentan… La verdad es que no me refería a mi hijo –apreté la mandíbula, con un cierto aire de desilusión. Saqué un pitillo, creo que un Winston, lo encendí y le di varias caladas seguidas−. Pensaba en ese tipo…

      −Te equivocas si crees que es sólo un pobre diablo –como aguijoneado, se irguió en la silla y adiviné en él un súbito interés−. Ya te dije que es un toca pelotas, pero Peter Brook montó una de sus obras en Londres, ¿lo puedes creer? ¡Peter Brook! Aquí jamás se le hizo justicia, hay que decirlo, y eso no debería de sorprendernos teniendo en cuenta que estamos en el país de las envidias, rodeados de pelotas y de trepas… En su caso, parte de culpa es suya y parte del resto de la humanidad… Pero más suya, sin duda. Que yo recuerde, con su actitud, Arturo Kozer jodió a mucha gente –Joan Gilabert soltó una carcajada. Bajo esa risa cínica, noté su acritud−. ¿Qué es lo que te ha molestado tanto de él? Es como si te hubiesen aguado la fiesta de tu cumpleaños, joder.

      −Su olor –mentí de alguna forma−. Era desagradable tenerlo ahí encima.− Di otra chupada profunda al Winston y las hebras enrojecieron.

      Súbitamente, Moses Shemtov interrumpió mi relato y señaló con la mano su escritorio.

      −Te he traído una docena de pitillos de distintas marcas. Como a ti te gusta −me dijo complaciente. Fui a incorporarme para recogerlos, pero abortó mi intento con una sonrisa irónica−. Hasta que no termine la sesión olvídate de ellos.

      Entorné los párpados, me ajusté las gafas, y volví a pensar en aquella cena. Recordaba que miré mi copa vacía. Francesca, que me observaba con detenimiento, no tardó en rellenármela, e hizo lo mismo con la suya y con la de su marido.

      −Te acompañaré… −dijo él de pronto−. ¡Vive Dios que no follarás esta noche! Porque, mi querido Elio, los dos sabemos que no lo harás. De modo que propongo que vayamos a emborracharnos, que tampoco es una mala opción después de la presentación de una novela. Olvídate de los demás, parecen demasiado ocupados en arreglar el mundo. Además, tengo ganas de que, para variar, sea otra persona la que me lleve de la mano… Francesca no es celosa, pues mi honra y mi hacienda velan por su virginidad… O algo así.

      La miré. Estaba radiante cuando sonreía de esa manera. Llevaba una gargantilla finísima de plata, a juego con los pendientes, y el escote le dejaba sus hermosos hombros al descubierto. Desde que nos conocimos en el Instituto, siempre me habían llamado la atención sus labios, simplemente abisales. Luego me di cuenta de que, tal y como dijera mi editor, los que nos acompañaban a la mesa parecían discutir de alta política o del destino. Los del periódico se habían situado en el extremo opuesto y se enrocaban en asuntos de trabajo.