o India. A fines de siglo, no le quedaba a Génova en el Este nada más que una solitaria posesión, peligrosamente próxima a la costa turca ¿lo adivinan?, la isla de Quíos.
No había otro camino que el Oeste: Occidente ofrecía también buenas posibilidades. A diferencia de los turcos, los castellanos y andaluces de la Península Ibérica se habían mostrado bien dispuestos a llegar a un entendimiento siempre que existiera la perspectiva de un beneficio mutuo. Gracias a ello, al ser la República genovesa Señora de los Mares, sus emigrantes y comerciantes habían podido instalarse con cierta seguridad en las ciudades españolas más importantes, participando en los negocios y la vida civil. El más lucrativo de los que se avecinaban, sin duda alguna, era el previsible comercio atlántico, que los castellanos dominaban ya hacia las Canarias y África occidental, en plena expansión de su poder, y aprovechando el hueco hacia el Oeste dejado por los portugueses, que habían preferido la ruta sur y el largo periplo a India iniciado por Vasco da Gama. Por lo tanto, no tendría nada de particular que la punta de lanza de la expansión castellana hacia el Oeste fuera, precisamente, un genovés; ni que este genovés, durante la época de su aprendizaje marítimo, se viera envuelto en el mundo de la piratería y el corso, pues, esto era lo único que existía en el Mediterráneo; ni tampoco, por último, que este genovés y sus propósitos colisionaran, una vez más, con los del Reino de Aragón y los comerciantes catalanes, pues eso era lo que había venido sucediendo en el Mediterráneo durante todo el siglo. La antipatía entre Fernando el Católico y Colón es algo mucho más profundo que lo originado por las veleidades de la reina Isabel: no es más que el eco, reflejado contra las vetustas paredes de la historia, de la rivalidad entre Génova y Aragón, sabiéndose ya la primera tocada de muerte.
Sobre la personalidad, orígenes y hechos de Colón existen todo tipo de opiniones y teorías. Abandonada, hace tiempo, la sempiterna versión del gran descubridor, apareció la imagen del seductor de la reina Isabel, el visionario, o el adelantado que amplió los dominios castellanos al otro lado de los océanos, para caer luego en el infortunio del que se aprovechó de descubrimientos de otros, el embustero, e incluso el estafador y falsario, del personaje de humildes orígenes con una desenfrenada ambición de cargos y riquezas terrenales. Posiblemente de todo tuvo un poco Colón, que, siendo un personaje rico en matices, ofrece, al que quiera explotar alguno de ellos, abundantes perspectivas.
Aquí corresponde investigar la vida del Colón pirata, tarea nada fácil; pues, si como asegura Eslava Galán, Colón era un mentiroso, y la única fuente de sus andanzas marítimas anteriores al Descubrimiento era él mismo, es decir, lo que él contó, hemos de concluir lo que asegura Ricardo de La Cierva en su Gran Historia de América:
“Antes de 1492, Cristóbal Colón, el descubridor de las Indias, es, fundamentalmente, dos cosas: un misterio y un secreto”.
Siguiendo por éste camino, resulta fácil dejarse llevar por hipótesis como las de Angel Joaquinet, que asegura que Colón (nombre falso de otro seudónimo: Joan Scolbus) era en realidad un pirata, impostor, espía al servicio de los genoveses, asesino y aventurero, compañero de correrías del pirata bretón Jean Cotelen, que, asociado con piratas andaluces de Huelva, los hermanos Pinzones, logró de ellos, y de otros, la información, el gran secreto a voces, de lo que había al otro lado del Atlántico, una riqueza sin límites, y, para hacerse con ella, ideó el patrocinio del Reino de Castilla –él solo, un simple marino, no habría podido apoderarse de nada– para lograr, alcanzado el objetivo, el ennoblecimiento que le convertiría en dueño de todo. La hipótesis no deja de tener verosimilitud, pero, como la versión oficial, carece de pruebas de rigor histórico. Lo realmente objetivo es que no se puede ir sobre terreno firme más allá de lo asegurado por de La Cierva.
Oficialmente, Cristoforo Colombo nació en Génova en verano de 1451, hijo de un tejedor genovés, de nombre Domenico, y Susanna, una lavandera. Tuvo dos hermanos, Bartolomeo y Giacomo (Diego), y una hermana, Bianchinetta; ésta última, por su boda con un quesero, desaparece de la historia, mientras que los dos hermanos permanecen en ella. La familia, de origen humilde, y escasos recursos, no puede proporcionar un futuro al joven Cristóbal, que ha de abrirse camino como grumete en los barcos comerciales genoveses:
“De pequeña edad entré en la mar navegando, y lo he continuado hasta hoy” y “ Ví todo el levante y poniente”.
Nada que objetar a estas afirmaciones, salvo que, como anota Hugh Thomas, no deje de preocuparnos que nunca escriba en italiano, sino en español salpicado de portugués, cuestionando así su propio origen.
El caso es que la persona que rubricó tales palabras estuvo en la mar durante su juventud, y, cuando aún era muy joven, se vió inmerso en una de las escaramuzas originadas por las dispersas contiendas de la época. Año 1472; Génova se halla en franca decadencia, y sus navegantes han de ponerse al servicio de otros señores. Por parte de su padre, Domenico, a Colón le toca el bando galo; aragoneses y franceses luchan en el Mediterráneo, y Barcelona sufre asedio. El señor de Marsella, Renato de Anjou, pretendiente al trono de Nápoles, manda a un joven con pretensiones de corsario a capturar la galera Ferdinandine aragonesa al golfo de Túnez; a la hora de la verdad, este joven “lobezno”, Cristoforo, la encuentra protegida por otras dos, al sur de Cerdeña, por lo que opta por enprender el regreso a Marsella; pero una parte de la tripulación se amotina, al fallar el objetivo. El joven Colón decide engañarlos:
“Se alteró la gente que iva conmigo, y determinaron de se bolver a Marsella, ante lo cual, visto que no podía, sin algún arte, forzar su voluntad, otorgué su demanda, y, mudando el cevo de aguja, dí la vela al tiempo que anochecía, y, otro día, al salir el sol, estábamos dentro del cabo de Carthágine, tenido todos ello por cierto que ívamos a Marsella”.
Aunque hay interpretaciones diversas, según cada historiador, parece que, en este episodio, Colón confesaba haber iniciado su carrera pirática con un fiasco, puesto que no pudo apoderarse de la galera aragonesa; pero luego, en vez de llevar el barco de vuelta a Francia, decide entregarlo engañando a la tripulación, llevándolo al puerto de Cartagena. La mayor parte de los eruditos piensan que no es más que puro cuento.
Dos años después, Colón navega a la isla de Quíos, auténtica encrucijada de esta historia, como agente comercial de los aún poderosos albergos –sedes familiares– genoveses Di Negro, Spínola y Centurione, al parecer a bordo de una galera que comerciaba en paños. Estamos, pues, lejos del primigenio Colón pirata; mas, por mucho que quisiera alejarse del gremio, en aquella época, tarde o temprano, era inevitable acabar tropezando con ellos. En 1476, Colón embarca a bordo del buque mercante Bechalla, que, fletado por los Di Negro y Centurione, parte en convoy con otros cuatro para, cruzando el estrecho de Gibraltar, rendir viaje en las lejanas costas inglesas. El 13 de agosto, llegados al cabo San Vicente, el convoy es atacado por la armadilla del corsario (luego almirante del rey Luis XI de Francia) Guillaume Casanove de Coullon, apodado el Viejo. La coincidencia de nombres –Coullon y Colón– ha hecho especular mucho sobre el verdadero bando en el que navegaba el luego almirante, y cómo habría podido ser la deformación o tergiversación de esta historia. El caso es que Colón cuenta que, después de un violento combate, su buque fue hundido envuelto en llamas, y él consiguió llegar a tierra –cercana unas dos leguas– y, en concreto, al puerto de Lagos, como naúfrago, asido a un madero. Muy bien acogido en Portugal, el genovés no tardaría en introducirse, gracias a su experiencia como navegante, en los círculos de investigadores donde se cocinaban nuevos descubrimientos, lo que no tardaría en ponerle en “rampa de lanzamiento” para la ejecución de su proyecto descubridor.
Por último, antes de desposar felizmente a la hija de influyentes terratenientes lusos en 1480, está el viaje a Thule de 1477:
“Yo navegué el año de cuatrocientos setenta y siete en el mes de febrero, ultra Thule, isla, cien leguas, cuya parte austral dista de la equinoccial 73 grados, y no 63 como algunos dicen, y no está dentro de la línea que incluye el Occidente, como dice Tolomeo, sino mucho más occidental, y a esta isla, que es tan grande como Inglaterra, van los ingleses con mercaderías, especialmente de Bristol, y al tiempo que yo a ella fui no estaba congelado el mar, aunque había grandísimas mareas, tanto que, en algunas partes, dos veces al día subía la marea 25 brazas o descendía otras tantas en altura”.
Colón