Andrés Guerrero

Blanco de tigre


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      Ni una pisada.

      Nada que permitiese a ninguno de los avezados rastreadores seguirle la pista. Aquello despertó miedo y desconfianza en las supersticiosas gentes de la selva.

      Y el miedo genera odio.

      Nunca pudimos imaginar que aquel cazador furtivo fuese mi hermana.

      Era algo impensable.

      Hasta que Duna apareció una noche.

      Llegó hasta mi hamaca en silencio, como lo haría un animal salvaje; sin que nadie en la casa, ni yo mismo, se percatase de su presencia.

      Me desperté sobresaltado por la falta de aire.

      No podía moverme.

      Una mano oscura tapaba mi boca mientras otra mantenía mi cuerpo firmemente postrado en el lecho.

      Solo me tranquilicé cuando reconocí sus ojos oscuros.

      Entonces aflojó la presión en mi boca y me hizo un gesto de silencio con un dedo.

      –Esto es para pagar mi dote.

      Y extendió sobre el suelo una hermosa y bien curtida piel de tigre.

      No podía creer lo que estaba viendo.

      No podía creer que mi hermana estuviera allí en ese momento, y que dejase en mis manos aquella magnífica piel.

      Una piel como aquella valía una fortuna.

      Me abracé a Duna sin poder evitar que las lágrimas acudieran a mis ojos.

      La habíamos dado por muerta, y ahora estaba allí, conmigo.

      –No llores –me dijo.

      Y sus palabras surtieron el efecto de un extraño hechizo, pues mis lágrimas cesaron y dieron paso a una risa nerviosa que era incapaz de controlar.

      Sus abrazos fueron un alivio.

      Había llorado la muerte de mi hermana mayor hasta casi morir yo mismo de tristeza y de pena.

      Duna había sido siempre mi protectora. Ella me enseñó a nadar y a recuperar las redes, a distinguir las bayas que son comestibles de las que son venenosas.

      Y a enfrentarme al miedo.

      Aunque en esto último nunca fui un alumno aventajado.

      Nunca pude librarme del miedo a la selva.

      Mi hermana volvió a marcharse aquella misma noche.

      Una semana después, mi padre se presentó con la piel de tigre en la casa del señor Ming, el comerciante de pescados con el que había acordado el matrimonio de Duna, y la deuda de la dote quedó saldada de un solo golpe.

      Tendríais que haber visto a mi padre y a mis tíos cargando con la piel.

      La pasearon por las cuatro calles de la aldea como si fuera un trofeo que ellos mismos hubieran conseguido.

      Todo el mundo pudo verla, y todos se quedaron maravillados por aquel hecho insólito. Nadie podía explicarse de dónde había sacado mi familia aquella valiosísima piel. Una piel de tigre valía en el mercado más que todo un año de sufrida pesca.

      Los mercaderes de pieles eran ricos.

      Todos ellos.

      No así los cazadores.

      A estos les pagaban por las pieles diez veces menos de su verdadero valor.

      Y aunque penséis que un cazador puede cazar todos los tigres que quiera, no es así.

      Nadie se arriesga tantas veces.

      Cuando un cazador consigue matar un tigre, no vuelve a cazar hasta que no se ve empujado a ello o, lo que es lo mismo, hasta que se le termina el dinero que le dieron por la piel.

      Son demasiados riesgos.

      Muchos no regresan de la selva y dejan a sus familias abandonadas al infortunio.

      Aquellos que tienen cierto éxito y que, de manera excepcional, pueden ahorrar algo de dinero, lo dejan todo y emigran a la ciudad, instalándose allí y montando algún pequeño negocio.

      Mi padre nunca confesó la verdad. Nadie supo jamás de dónde había sacado aquella piel.

      Fue Asel quien contó que él mismo había dado muerte al tigre.

      Pero la aldea entera sabía que mi primo tenía pánico a los tigres desde lo que le había sucedido en el río.

      –Es mi venganza –argumentaba Asel.

      Pero nadie le creía del todo.

      Mi padre lamentó mil veces haber acordado el matrimonio de mi hermana sin su consentimiento y, como todos nosotros, llegó a creer que Duna había cumplido su amenaza de desaparecer en el fondo del río.

      Nunca se lo perdonó a sí mismo, ni tampoco a quienes le habían empujado a hacerlo.

      Saber que Duna estaba viva le produjo cierto consuelo, pero no tenerla cerca le seguía mortificando.

      La mayoría de las noches se levantaba inquieto, como sonámbulo, y caminaba descalzo por el camino que se adentraba en el bosque.

      Allí se quedaba hasta el amanecer.

      Todos sabíamos que había pasado la noche llorando: sus enrojecidos ojos le delataban.

      Una de aquellas noches, sin que ninguno de nosotros lo imaginásemos, mi padre se encontró con Duna.

      Ella le estaba esperando al borde de la selva, donde terminan los campos cultivados.

      Hacía casi un año que se había marchado, y mi padre apenas pudo reconocerla a primera vista.

      Parecía un hombre; un hombre menudo, fuerte y moreno.

      Su negra melena estaba cubierta por un turbante y vestía una oscura y fina piel de antílope.

      Solo cuando le habló y dejó al descubierto su limpia sonrisa, mi padre se dio cuenta de que era ella.

      Se unieron en un abrazo reconfortante, y mi padre, una vez más, se maldijo por haber sido el causante de la huida de su hija.

      –Yo te he perdonado, padre. Ahora debes perdonarte tú. No debes culparte de nada; las cosas son como vienen, y en la selva he encontrado mi verdadera vida. Ya no podría vivir de otra manera. Me conoces mejor que nadie y sabes que no sería capaz de llevar una existencia como la de las otras jóvenes.

      Mi padre regresó a casa de madrugada, como siempre que vagaba buscando a Duna.

      Pero no volvió triste, sino todo lo contrario. Una luz parecía iluminar su figura, sus pasos y su sonrisa.

      Aquel amanecer, salimos a pescar con el sonido de fondo de las viejas canciones que entonaba mi padre. Llevaba tanto tiempo sin cantar que no paramos de mirarle durante toda la jornada. Él no decía nada; bastaba con ver su sonrisa para comprender que aquel día estaba en paz consigo mismo y con el resto del mundo.

      LAS LLUVIAS

      Pasaron varios meses y llegó la época del monzón.

      Las lluvias torrenciales podían arrasar aldeas enteras, y no solo por la subida del cauce de los ríos. Con los aluviones, los pequeños riachuelos de montaña podían convertirse en peligrosos torrentes de bravas aguas que arrollaban todo a su paso: cultivos y chozas, ganados y personas. Sin distinción alguna.

      Nuestro río era inmenso y de una anchura más que considerable, y siempre había un gran margen para salvar las crecidas.

      Por suerte para nosotros, nuestras casas estaban fuertemente afianzadas por docenas de sólidas estacas al fondo del río. Era una verdadera obra de ingeniería levantada por los abuelos de mis abuelos.

      Nuestra familia había vivido siempre en estos