Andrés Guerrero

Blanco de tigre


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calcinaban en el fuego.

      El hombre ya no estaba allí.

      La entrada de la cueva estaba vacía de toda presencia, humana o diabólica.

      Se dio cuenta de que estaba a punto de caer en una trampa, pero era demasiado tarde.

      Su instinto le hizo girarse, mientras sacaba el cuchillo de su funda.

      No pudo esquivar el ataque.

      El impacto fue brutal. Salió despedida y notó que un hierro atravesaba su pierna derecha a la altura del muslo.

      Cayó de espaldas sobre la plataforma rocosa y, con desesperadas cuchilladas, intentó hacer frente a aquella mole de pieles, brazos y armas que se había abalanzado sobre ella.

      Cuando consiguió recuperar el equilibrio, se encontró de frente con el ser más extraño que podía haber imaginado.

      Era menudo, pero robusto como un búfalo y de aspecto hostil. Iba envuelto en pieles y coronaba su cabeza con el cráneo y las fauces de un tigre, a modo de casco de guerra.

      –¡Ah, no eres un demonio! ¡Sangras como un perro!

      Eso dijo.

      Fue el primero en hablar, y lo hizo con arrogancia.

      Se mantenía a la defensiva. Amenazante, pero sin atreverse a lanzar el golpe mortal.

      Duna se dio cuenta enseguida.

      –Tú también –contestó la muchacha–. No veo la sangre, pero he notado que mi cuchillo atravesaba esas pieles que te protegen y se hundía en tu carne. Sé que te he herido en algún sitio y que tú tampoco eres un demonio.

      Duna le mostró la hoja de su cuchillo, completamente ensangrentada.

      El hombre dio medio paso atrás, reconociendo que el enemigo armado que tenía ante él era peligroso. Todo en su aspecto delataba la tensión del peligro: el cuerpo alerta en un gesto felino, la oscura mirada ausente de miedo, la mandíbula crispada en un gesto salvaje y los dientes apretados.

      Dispuesto a atacar o a defenderse.

      El llamado Eric también mostraba un aspecto peligroso: la calavera de tigre, las pieles de animales salvajes que le cubrían, la lanza que portaba, que del mismo modo estaba manchada por la sangre de Duna, y las armas que colgaban de su cintura le proporcionaban la apariencia de un temible guerrero.

      Solo la sangre, que empezaba a gotear por su pierna y que formaba un pequeño charco a sus pies, revelaba que también estaba herido. Quizás gravemente herido.

      Eric comenzó a sentir un fuerte dolor en un costado y el caliente borboteo de la sangre le hizo apretar su mano sobre la herida.

      Lanzó una maldición mientras se le nublaba la vista. Notó que sus piernas perdían fuerza y que todo se oscurecía.

      Antes de perder la conciencia, levantó la lanza, todavía ensangrentada, y la arrojó sobre su adversario.

      –¡No voy a morir solo!

      ASEL

      Aparte de la dolorosa ausencia de Duna, las cosas parecían marchar bien para todos nosotros.

      Había pasado un año entero desde que habíamos firmado el contrato de pesca, y el señor Ming había respetado las condiciones.

      Nosotros también. Según lo acordado, le habíamos provisto de peces durante la siguiente época del monzón.

      Asel había sufrido una sorprendente transformación, y permanecía siempre ajeno a cuanto sucedía.

      Creo que nos guardaba un oscuro rencor a mi padre y a mí por haber sido los únicos que, aunque muy pocas veces, habíamos visto a Duna durante aquel tiempo.

      Todos sabíamos lo que Asel sentía por ella desde el día en que lo salvó del tigre.

      Asel culpaba a mi padre de la huida de su prima, y también al resto de la familia por no haberse opuesto a aquel matrimonio.

      Y, sobre todo, odiaba a muerte al señor Ming.

      Solo pensar que por unos días había sido el prometido de Duna hacía que se retorciera de celos y rabia.

      Mi primo comenzó a marchar de casa sin dar explicaciones y a regresar muy tarde por las noches. Frecuentaba los pocos antros que había en el poblado y se juntaba con malas compañías.

      Le cambió el carácter y se volvió taciturno y malhumorado.

      Había amaneceres en que se negaba rotundamente a levantarse y no conseguíamos que saliera con nosotros a pescar.

      A veces, incluso, llegaba la hora de echarnos al río y él ni siquiera había regresado de sus andanzas nocturnas.

      Un día, cuando retornábamos de la pesca, su padre se lo reprochó con crudeza.

      –Te estás convirtiendo en un borracho y en un vago. Terminarás siendo un inútil al que tendremos que mantener por caridad.

      Aquellas palabras, nacidas de la rabia de un padre que ve cómo va perdiendo a su hijo, le hicieron más daño que todos los insultos que, por su cojera, había recibido de los otros muchachos.

      Asel arrastraba una marcada cojera desde el día del ataque del tigre. Las fauces del felino se habían clavado en su cadera y le dejaron como secuela aquella tara que, si bien no le impedía hacer una vida normal, fue motivo de burlas entre los jóvenes.

      Todos pensaban que ninguna muchacha se enamoraría de un tullido como él, y se lo expresaban con la maliciosa crueldad que, en esa edad, muestran los jóvenes cuando rivalizan por destacar sobre el resto.

      Tras la discusión con su padre, mi primo desapareció.

      Se fue a la aldea y nos mandó recado diciendo que se quedaría allí durante una temporada.

      Mi tío recibió el mensaje como una puñalada.

      Confiaba en que Asel sería el sustento de la familia cuando él faltase. Solo tenía dos hijas más pequeñas, y Asel era el único que podía hacerse cargo de su parte en la faena con las barcas.

      En nuestra sociedad, el hijo varón mayor garantiza el futuro de los padres. Las mujeres suelen casarse, y lo más habitual es que acaben formando parte de la familia de su esposo.

      Como hubiera sucedido con Duna.

      Desde hacía algún tiempo, Asel guardaba el dinero que ganaba con la pesca, por lo que tenía a su disposición cierta cantidad que le permitiría sobrevivir durante una temporada sin mucha dificultad.

      Lo que no sabíamos ninguno era que mi primo ya había perdido la mayor parte de esos ahorros jugando a los dados y gastándolo en tugurios.

      Una de aquellas noches, Asel se encontró de nuevo con el señor Ming.

      Y no fue un buen encuentro.

      Ya se habían medido en otras ocasiones. Pero esa noche estaban sentados en la misma mesa de juego y el presumido señor Ming aprovechó el momento para mofarse de la cojera de mi primo.

      El señor Ming hizo una fuerte apuesta y mi primo se echó atrás; no disponía de suficiente dinero para igualarla, con lo que perdía el dinero que había puesto inicialmente.

      –Mirad al cojitranco –dijo el señor Ming–. No tiene arrestos suficientes. Ahí lo tenéis: se retira como lo que es, un cobarde.

      –No tengo suficiente dinero. No soy rico como tú.

      Las palabras de Asel sonaron como una velada amenaza, pero su oponente no se percató de ello, ni tampoco del odio que había en la mirada de mi primo.

      Asel bajó la cabeza, humillado, y se levantó de la partida dejando atrás a todo el grupo, que reía las ocurrencias del ahora importante señor Ming.

      –Parecías más valiente el día que me llevasteis el maldito contrato