Lázaro Albar Marín

La fuerza de la esperanza


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camino de Jesús fue de la humildad a la humillación y de la humillación a la gloria. Él solo pudo ser humilde y dejarse humillar, y Dios lo glorificó. Por eso atravesar la pasión de nuestra vida con nuestras cruces y tribulaciones es mirar hacia la gloria, sabiendo que la humillación y el sufrimiento es pasajero, lo eterno es participar de la gloria, y esto nos llena de esperanza.

      5. Solo el perdón derriba la soberbia

      San Juan Crisóstomo, venerado santo de la pobreza, nos dice: «Porque la soberbia fue la raíz y la fuente de la maldad humana: contra ella pone [el Señor] la humildad como firme cimiento, porque una vez colocada esta debajo, todas las demás virtudes se edificarán con solidez; pero si esta no sirve de base, se destruye cuanto se levanta por bueno que sea».

      La humildad siempre perdona, es más, es capaz de humillarse para alcanzar el perdón. La humildad ejerce la compasión, la misericordia y el perdón.

      Perdonar, muchas veces, es muy difícil, parece casi imposible, incluso casi milagroso. Pero lo cierto es que sin perdón no puede haber vida, ni convivencia.

      El perdón auténtico es libre, y se da como una gracia, brota del corazón humano, es su regalo. El perdón nos exige siempre humildad.

      Fiódor Dostoyevski tuvo que perdonar y perdonó, y no solamente eso sino que tuvo que perdonarse a sí mismo. Perdonó a la nación rusa que le condenó sin razón; perdonó a su padre alcohólico, violento y codicioso, que maltrató a su familia; perdonó a un mundo que le privó de su bondadosa madre y de sus seres queridos; perdonó a toda una sociedad, que pareció incapaz de reconocerle su entrega a la causa de su salvación; y tuvo que perdonarse a sí mismo, su imprudencia e ingenuidad, sus errores de juventud, sus fracasos, sus debilidades como fue la ludopatía. Y todo esto supo hacerlo, lo hizo, desde el único lugar que es posible: la humildad.

      Siempre hay mucho que perdonar y que perdonarse, y siempre hay alguien a quien perdonar, o alguien a quien pedir humildemente perdón, sea en nuestro propio nombre o en el de uno de los que nos acompañan. El perdón está en el corazón del espíritu cristiano, pertenece a la esencia de un verdadero amor. Sentirse perdonado nos levanta la esperanza y perdonar es dar una nueva oportunidad para reconstruir la familia de Dios.

      6. Colaborar en construir un mundo mejor

      Todos deseamos un mundo mejor, pero ese logro no se realiza sin la colaboración de servir a los hermanos y sobre todo a los más pobres y a los que más sufren. Dicha colaboración siempre exige cierto grado de humildad. La humildad acerca los corazones, acerca a las personas, mientras que la soberbia los separa.

      Cuando alguien es soberbio, desprecia o excluye cualquier posibilidad de valor real presente en todo lo de los demás. Por eso, no es abierto al otro, accesible a él, y por tanto no se halla disponible para colaborar con los demás, ni es receptivo a lo que los demás puedan aportarle. Por tanto, la soberbia dificulta, en suma, el acoger verdaderamente toda forma de bien proveniente de otros. La soberbia cierra las puertas de la esperanza.

      Colaborar requiere configurar alguna forma unitaria de vida, de trabajo en común, y eso conlleva esfuerzos prácticos que pide a sus miembros generosidad. Es el esfuerzo por «conocerse y adaptarse» mutuamente. El grupo cristiano exige, en sus relaciones, humildad.

      Ser humilde no equivale a renunciar a la lucha, ni a dejar de esforzarse por mejorar las situaciones. Ser humilde no es ser pesimista, sino que la humildad y la «magnanimidad» o grandeza de ánimo son caras de una misma moneda. La humildad es la posibilidad de crear la civilización del amor, una nueva humanidad; la posibilidad de transformar nuestro mundo en reino de Dios.

      La educación también reclama la humildad. Solo quien se sabe mejorable y quiere progresar se prestará a ser educado y a educarse. Donde hay educación hay posibilidad de un mundo mejor. Servir al Señor sirviendo a los hermanos con humildad y alegría es un reto para todo cristiano en su progreso de santidad.

      7. María, maestra de la humildad

      El P. Ignacio Larrañaga, fundador de los Talleres de Oración y Vida, psicólogo y hombre espiritual, nos describe magníficamente lo que es para él una persona humilde:

      «El humilde no se avergüenza de sí

      ni se entristece;

      no conoce complejos de culpa

      ni mendiga autocompasión;

      no se perturba ni encoleriza,

      y devuelve bien por mal;

      no se busca a sí mismo,

      sino que vive vuelto hacia los demás.

      Es capaz de perdonar

      y cierra las puertas al rencor.

      Un día y otro el humilde aparece

      ante todas las miradas vestido

      de dulzura y paciencia,

      mansedumbre y fortaleza,

      suavidad y vigor,

      madurez y serenidad»[10].

      Rasgos que muy bien pueden aplicarse a María, nuestra Madre. Es la humildad de María la que muestra su misteriosa fecundidad. Después de Jesús, María va por delante en este camino, como muestra en el canto del Magníficat, «porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1,48), y en sus palabras al ángel: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). María tiene ante todo su fuente de inspiración en la humildad absolutamente infinita de Dios, revelada en Jesús.

      Un hermoso himno, referido a María, de san Efrén, nos transmite esto de forma incomparable:

      «El Señor vino a ella

      para hacerse siervo.

      El Verbo vino a ella

      para callar en su seno.

      El rayo vino a ella,

      y nació el Cordero, que llora dulcemente.

      El seno de María

      ha trastocado los papeles:

      quien creó todo

      se ha apoderado de él, pero en la pobreza.

      El Altísimo vino a ella (María),

      pero entró humildemente.

      El esplendor vino a ella,

      pero vestido con ropas humildes.

      Quien da de beber a todos

      sufrió la sed.

      Desnudo salió de ella,

      quien todo lo reviste (de belleza)»[11].

      El salmista pide al Señor que le enseñe sus caminos, que le instruya en sus sendas. Pero más adelante afirma: «el Señor enseña sus caminos a los humildes» (Sal 24,9). Ellos son obedientes, se dejan modelar por Dios. Para acoger lo que de Dios necesitamos, la humildad. El autosuficiente, el que se cree que sabe más que nadie, ese no se va a dejar enseñar por Dios.

      La humildad es de suma importancia para el camino cristiano. San Pablo pondrá alerta a la comunidad de Filipos: «No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás» (Flp 2,3). Y exhorta a los miembros de esa comunidad a mantenerse unidos en la humildad (Flp 2,1-4), pues la humildad impide la división, mientras el egoísmo, el orgullo y la arrogancia la promueven.

      Terminemos esta meditación sobre la humildad con las palabras del profeta Isaías, que muy bien podemos aplicar a María: «En ese pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2)[12]. Cómo quisiera un cristiano tener la humildad de María, por eso puedes decirle: «Madre mía, enséñame el camino de la humildad». Esa mirada de Dios hacia el humilde y el pobre levanta la esperanza y nos pone en movimiento de amor hacia nosotros mismos y hacia los demás. María siempre va por delante y nosotros tan solo tenemos que seguir sus huellas.