Blasco Ibáñez Vicente

Flor de mayo


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la menor alteración en su monótona vida la familia que se albergaba en la barca convertida en taberna.

      El Retor era todo un marinero, fornido, cachazudo, bravo en el peligro. De gato había ascendido á ser el tripulante de más confianza en la barca del tío Borrasca, y cada mes solía entregar á su madre cuatro ó cinco duros de ahorros para que los guardase.

      Tonet no hacía carrera. Entre él y su madre habíase entablado una lucha: Tona buscándole oficios, y él abandonándolos á los pocos días. Fué una semana aprendiz de zapatero; navegó poco más de dos meses con el tío Borrasca en calidad de gato, pero el patrón se cansó de pegarle, sin conseguir que le obedeciese; después intentó hacerse tonelero, que era el más seguro de los oficios, pero el maestro le echó á la calle, y por fin á los diez y siete años se metió en una còlla del puerto, cuadrilla de descargadores de buques, en la que trabajaba hasta dos veces por semana, y esto de mala voluntad.

      Pero su vagancia y sus malas costumbres encontraban excusa á los ojos de la siñá Tona, cuando ésta le contemplaba en los días de fiesta (que eran los más para aquel bigardo) con la gorra de seda de hinchado plato sobre el rostro moreno, en el que comenzaba á apuntar el bigote; la chaqueta de lienzo azul ajustada al esbelto tronco y la faja de seda obscura ceñida sobre la camiseta de franela á cuadros negros y verdes.

      Daba gloria ser madre de un mozo así. Iba á ser otro pillo como aquel Martínez de infausta memoria; pero más salao, más audaz y travieso, y de ello daban fe las chicas del Cabañal, que se lo disputaban por novio.

      Tona regocijábase al saber el aprecio en que tenían á su hijo, y estaba enterada de todas sus aventuras. ¡Lástima que le tirase tanto el maldito aguardiente! Era todo un hombre; no como el cachazudo de su hermano, que no se alteraba aunque le pasase un carro por encima.

      Una tarde de domingo, en la taberna de Las buenas costumbres, título terriblemente irónico, se tiró los vasos á la cabeza con los de una còlla de cargadores que trabajaban más barato, y cuando entraron los carabineros á poner paz, pilláronle faca en mano persiguiendo por entre las mesas á los contrarios.

      Más de una semana lo tuvieron encerrado en el calabozo de la casa capitular; las lágrimas de la siñá Tona y las influencias del tío Mariano, que era muñidor en las elecciones, consiguieron sacarle á flote; pero tanto le corrigió el arresto, que en la misma noche de su libertad sacó otra vez la dichosa faca contra dos marineros ingleses que, después de beber con él, intentaron boxearle.

      Era el gallito del Cabañal. Faena poca; pero una verdadera fiera para resistir las noches de borrasca, de taberna en taberna, no presentándose en la de su madre en semanas enteras.

      Tenía su poquito de amores serios con cierta intimidad, que para muchos olía á matrimonio anticipado. Su madre no estaba conforme con tales relaciones. No quería una princesa para su Tonet, pero la hija de Paella el tartanero le parecía poca cosa. La tal Dolores era descarada como una mona; muy guapa, sí señor, pero capaz de comerse á la pobre suegra que tuviese que aguantarla.

      Era natural que fuese así. Se había criado sin madre, al lado del tío Paella, un borrachón que daba traspiés al amanecer cuando enganchaba la tartana y á quien el vino tenía consumido, engordándole únicamente la nariz, siempre en creciente por las rojas hinchazones.

      Era un mal hombre que gozaba la peor fama. Toda su parroquia la tenía en Valencia en el barrio de Pescadores. Cuando llegaba barco inglés se ofrecía como un sinvergüenza á los marineros para llevarles á sitios de confianza, y en las noches de verano cargaba su tartana de chicuelas con blancos matinées, mejillas embadurnadas y flores en la cabeza, conduciéndolas con sus amigos á los merenderos de la playa, donde se corrían juergas hasta el amanecer, mientras que él, alejado, sin abandonar el látigo ni el porrón de vino, se emborrachaba, mirando paternalmente á las que llamaba su ganado.

      Y lo peor era que no se recataba ante su hija. Hablábala con los mismos términos que si fuera una de sus parroquianas; su vino locuaz sentía la necesidad de contarlo todo, y la pequeña Dolores, encogida, lejos de los agresivos pies de su padre, con los ojos desmesuradamente abiertos y en ellos una expresión de curiosidad malsana, oía el brutal soliloquio del tío Paella, que se relataba á sí mismo todas las porquerías é infamias presenciadas durante el día.

      Y así fué criándose Dolores. ¡Vaya, que lo que aquella chica ignorase!.. Por eso Tona no la podía admitir como nuera. Si no se había perdido ahora que comenzaba á ser una mujer guapa, era porque algunas vecinas le aconsejaban bien; pero aun así, la muchacha también daba sus escándalos con Tonet, que entraba en casa de su novia como si fuese el amo. Comía con ella, aprovechándose de que el tartanero no volvía hasta muy entrada la noche, y Dolores le repasaba la ropa y hasta hurgaba en los bolsillos del tío Paella para dar dinero al novio, lo que hacía lanzar al borracho un vómito interminable de injurias contra la falsa amistad, creyendo que en los momentos de alcohólica turbación le robaban las pesetas sus compinches de taberna.

      Era un secuestro en regla el que hacía aquella chica, y Tonet, lentamente, una pieza hoy y otra mañana, fué trasladando toda su ropa desde la taberna de la playa á la casa del tartanero.

      La siñá Tona se quedaba sola. El Retor estaba siempre en el mar persiguiendo la peseta, como él decía, unas veces pescando y otras enganchándose como marinero en algún laúd de los que iban por sal á Torrevieja; Tonet, corriendo tabernas ó metido en casa del tío Paella, y ella aviejándose tras el mostrador de su tiendecilla, sin otra compañía que aquella chicuela rubia, á la que quería de un modo raro, con intermitencias, pues era el viviente recuerdo del pillo de Martínez. ¡Ojalá se lo haya llevado el demonio!..

      Decididamente Dios sólo protegía á temporadas á las personas buenas. Los tiempos presentes no eran ya los de la primera época de su viudez.

      Otras barcas viejas varadas en la playa habían sido convertidas en tabernas; los pescadores tenían donde escoger, y además ella envejecía y la gente de mar no mostraba tantos deseos de beber, requebrándola.

      Resultado: que aunque la tabernilla conservaba sus antiguos parroquianos, sólo se sacaba de ella lo preciso para vivir, y Tona más de una vez contempló de lejos su blanca barcaza, considerando melancólicamente el fogón apagado, la cerca casi derribada, tras la cual no gruñía el blanco cerdo esperando la matanza anual, y la media docena de gallinas que picoteaban tristemente en la desierta arena.

      Pasó el tiempo para ella con lenta monotonía, sumida en una estúpida somnolencia, de la que la sacaban únicamente las diabluras de Tonet ó la contemplación de un retrato del siñor Martines, puesto de uniforme, que ella conservaba colgado en su camarote con cierto refinamiento cruel, como para recordarse la debilidad pasada.

      La pequeña Roseta, la chicuela caída en la barca por obra y gracia del pillo carabinero, apenas si merecía la atención de su madre. Criábase como una bestiezuela bravía. Por la noche Tona había de ir en su busca para encerrarla en la barca, después de darla una terrible zurra, y durante el día presentábase cuando la aguijoneaba el hambre.

      ¡Todo sea por Dios! La tal chiquilla era una nueva cruz que había de arrastrar la pobre Tona.

      Huraña y amiga de la soledad, tendíase en la arena mojada, cogiendo conchas y caracoles ó amontonando algas. Á veces pasaba horas enteras con los ojos azules fijos en el infinito, en una inmóvil vaguedad de hipnótica, mientras la brisa salobre arremolinaba sus pelillos rubios, enroscados y tiesos como culebras, ó hacía ondear el viejo refajo, que dejaba al descubierto las piernecitas entecas, de una blancura deslumbrante, en cuyas extremidades el ardor del sol había suplido la falta de medias tostando la piel con un color rojo.

      Allí se estaba horas y más horas con el vientre hundido en la arena mojada, que cedía bajo su peso, acariciado el rostro por la delgadísima capa de agua que avanzaba y retrocedía sobre el reluciente suelo con las ondulaciones caprichosas del moaré.

      Era una bohemia incorregible. Lo que decía Tona: De tal palo, tal astilla. También el granuja de su padre se pasaba las horas muertas embobado ante el horizonte, como si soñara despierto y sin servir para otra