agua y arena en los bolsillos. Mientras tanto, el mayor, relevado ya de cuidar á su hermano, pasaba el día en la taberna limpiando vasos, sirviendo á los parroquianos, dando de comer á las gallinas y al cerdo y vigilando con grave atención las sartenes que chirriaban en los fogones de la cocina.
Cuando su madre, soñolienta tras el mostrador en las horas de sol, se fijaba en Pascualet, experimentaba siempre una violenta sorpresa. Creía ver a su marido tal como ella le conoció en la infancia cuando era grumete de barca pescadora. Era su mismo rostro, carrilludo y sonriente, su cuerpo cuadrado y fornido, sus piernas robustas y cortas y aquel aire de sencillez honrada, de laboriosidad cachazuda que lo acreditaba ante todos como hombre de bien.
En lo moral era lo mismo. Muy bondadosote y tímido, pero una verdadera fiera cuando se trataba de ganar una peseta, y con un cariño loco por la mar, madre fecunda de los hombres valientes que saben pedirla el sustento.
Á los trece años ya no podía conformarse á seguir en la taberna. Dábalo á entender con palabras sueltas, con frases truncadas y algo incoherentes, que era lo único que podía salir de su dura mollera. Él no había nacido para servir en la taberna. Era faena demasiado cómoda; eso para su hermano, que no mostraba gran afición al trabajo. Él era fuerte, le gustaba el mar y quería ser pescador como su padre.
La siñá Tona se asustaba al oírle, y en su memoria resucitaba la horrible catástrofe del día de Cuaresma. Pero el chico era testarudo. Aquellas desgracias no pasaban todos los días, y ya que tenía vocación, debía seguir el oficio de su padre y de su abuelo, como muchas veces se lo había dicho el tío Borrasca, un viejo patrón de barcas, gran amigo del tío Pascualo.
Por fin la madre cedió cuando iba a comenzar la temporada de la pesca del bòu, y Pascualet se enganchó con el tío Borrasca como grumete ó gato de barca, teniendo como salario la comida y la propiedad de todos los cabets, ó sea el pescado menudo que saliese en las redes, camarones, caballitos de mar, etc.
El aprendizaje comenzó bien. Hasta entonces le habían vestido con la ropa vieja de su padre, pero la siñá Tona quiso que entrase con cierta dignidad en su nuevo oficio, y una tarde, cerrando la taberna, fueron al Grao á un bazar del puerto, donde vendían ropas hechas para los marineros. Pascualet recordó durante muchos años la tal tienda, que le parecía el santuario del lujo. Los ojos se le fueron tras los chaquetones azules, los impermeables de amarillo hule, las enormes botas de aguas, prendas todas que sólo usaban los patrones, y salió orgulloso con su hatillo de grumete, compuesto de dos camisas mallorquinas, tiesas, ásperas y burdas, como si fuesen de papel de lija; una faja de lana negra, un traje completo de bayeta, de un amarillo rabioso; una barretina roja para calársela hasta el cuello en el mal tiempo y gorra de seda negra para bajar a tierra. Por fin, le vestían a su medida; ya no tendría que luchar con las chaquetas de su padre, que en los días de viento se hinchaban como velas, haciéndole correr por la playa más aprisa que quería. De zapatos no había que hablar. Él no recordaba haber metido jamás en tal tormento sus ágiles pies.
No se equivocaba el muchacho al decir que había nacido para el mar. En la barca del tío Borrasca se encontraba mucho mejor que en la otra encallada en la arena, junto á la cual gruñía el cerdo y cacareaban las gallinas. Trabajaba mucho, y además de su pitanza percibía algunos puntapiés del viejo patrón, cariñoso en tierra, pero que una vez sobre su barca no respetaba ni á su mismo padre. Trepaba al mástil á poner el farol ó arreglar una cuerda con la ligereza de un gato; ayudaba á tirar de las redes cuando llegaba el momento de chorrar; baldeaba la cubierta, alineaba en la cala los grandes cestos del pescado y soplaba el fogón, cuidando de que el caldero estuviera siempre en su punto para que no se quejara la gente de á bordo. Pero como compensación á estos trabajos, ¡cuántas satisfacciones! Al terminar el patrón y los suyos la comida que él y otro gato de la barca presenciaban inmóviles y respetuosos, dejábanles las sobras a los chicos, y los dos sentábanse a proa con el negro caldero entre las piernas y un pan bajo del brazo. Ellos sacaban la mejor parte, y cuando las cucharas tropezaban ya con el fondo, entonces entraba la rebañadura mendrugo en mano, hasta que el metal quedaba limpio y brillante, como si acabasen de fregarlo.
Después venía el huroneo en busca del vino que la tripulación había dejado olvidado en el fondo del porrón de lata; y los gatos, si no había trabajo, tendíanse como unos príncipes en la proa, con la camisa fuera de los pantalones y la panza al aire, arrullados por el cabeceo de la barca y las cosquillas de la brisa.
Tabaco no faltaba, y el tío Borrasca dábase á todos los demonios viendo con qué rapidez desaparecía de los bolsillos de su chaquetón unas veces la alguilla de Argel y otras la picadura de la Habana, según la calidad del último alijo hecho en el Cabañal.
Aquella vida era inmejorable para Pascualet, y cada vez que bajaba á tierra, su madre le veía más robusto, más recocido por el sol y tan bondadosote como siempre, á pesar de su continuo roce con los gatos de barca, pilletes precoces capaces de las mayores malicias y que al hablar echaban á las narices ajenas el humo de una pipa casi tan grande como ellos.
Las rápidas apariciones en la taberna eran lo único que hacía á la siñá Tona acordarse de su hijo mayor.
La tabernera mostrábase preocupada. Pasaba los días enteros en su barcaza, sola, como si no tuviese hijos. El Retor estaba en el mar ganándose su parte de cabets, para después, en los días de fiesta, llegar muy ufano á entregar á su madre tres ó cuatro pesetas, que eran el jornal de la semana, y el otro, el pequeño, aquel Tonet de piel de diablo, había salido un bohemio incorregible, que sólo volvía a casa acosado por el hambre.
Juntábase con la pillería de la playa, un tropel de chicuelos que no sabían más de sus padres que los perros vagabundos que les acompañaban en sus correteos por la arena; nadaba como un pez, y en verano zambullíase en el puerto, mostrando con impudor tranquilo su cuerpo enjuto y rojizo para coger con la boca piezas de dos cuartos que le arrojaban los paseantes. Presentábase por la noche en la taberna con el pantalón roto y la cara arañada; su madre le había sorprendido varias veces amorrado con delicia al tonelillo del aguardiente, y una tarde tuvo que ponerse el mantón é ir á la capitanía del puerto para pedir con lágrimas y lamentos que le soltasen, prometiendo que ella le quitaría el feo vicio de arañar en el interior de las cajas de azúcar depositadas en el muelle.
Era una alhaja el tal Tonet. ¡Dios mío! ¿Á quién se parecía? Era una vergüenza que de padres tan honrados saliese un muchacho así; un pillete que, teniendo en su casa comida abundante, pasaba el tiempo huroneando por cerca de los vapores que venían de Escocia, aguardando un descuido de los descargadores para echar á correr con un bacalao bajo del brazo. Un hijo así iba á ser su castigo. Doce años á la espalda y sin afición al trabajo ni el menor respeto á su madre, á pesar de los rabos de escoba que le había roto en las costillas.
Y la siñá Tona hacía confidente de sus desdichas á Martínez, un carabinero joven que estaba de servicio en aquella parte de la playa, y pasaba las horas del calor sentado bajo el sombrajo de la taberna, con el fusil entre las rodillas, mirando vagamente el límite del mar, con el oído atento á las eternas lamentaciones de la tabernera.
El tal Martínez era andaluz, de Huelva; un muchacho guapo y esbelto, que llevaba con mucha marcialidad el uniforme viejo de servicio y se atusaba al hablar el rubio bigote con expresión distinguida.
La siñá Tona le admiraba. Las personas que son finas no lo pueden ocultar; á la legua se las conoce.
Y además, ¡qué gracia en el lenguaje! ¡qué términos tan escogidos gastaba! Bien se conocía que era hombre leído. Como que había estudiado muchos años en el Seminario de su provincia; y si ahora se veía así era porque, no queriendo ser cura y deseando ver mundo, había reñido con su familia, sentando plaza, para venir al fin á meterse en carabineros.
La tabernera oíale embobada contar su historia con aquel pesado ceceo de andaluz sin gracia; y cuando tenía que hablarle, empleaba en justa reciprocidad un castellano grotesco é ininteligible, que hubiese hecho reír en el mismo Cabañal.
– Mire osté, siñor Martines: mi chico me tiene loca con todas esas burrás que hase. Lo que yo