Blasco Ibáñez Vicente

Flor de mayo


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mostrábase preocupada; hablaba en voz alta, como si sostuviera un diálogo con los yertos pescados que tenía delante… ¿Pero iban á estar así las grandísimas arrastradas toda su vida? ¿Siempre mátame ó te mataré?.. Y todo por cuestión de hombres… ¡Animales! Como si no los hubiera de sobra en este mundo. Ella debía evitarlo; vaya si lo evitaría. Y si se resistían, las emprendería á bofetadas, pues le sobraban agallas para ello.

      A las once se zampó el almuerzo que le trajo la mandadera: un rollo de pan moreno con dos chuletas chorreantes, que despachó en unos cuantos bocados, y después, limpiándose con el mugriento delantal la profunda estrella de arrugas, relucientes de grasa, fué á plantarse ante la mesa de su sobrina, sermoneándola agriamente.

      Aquello se había de arreglar. No le gustaba que la familia fuese en lenguas, dando que reír á toda la Pescadería. ¡Se había de arreglar! ¿Entiendes? Ella tenía empeño, y cuando ella se empeñaba en algo, se hacía por encima de la cabeza de Dios, aunque tuviera que ir á bofetadas con medio mundo. ¡Bonita era cuando se enfadaba! Lo de antes no valía nada comparado con lo que ocurriría si ella se echaba el alma atrás.

      – No, no – gimoteaba Dolores, cerrando los puños y moviendo la cabeza con enérgica negativa.

      ¿Cómo que no?.. Pues aunque su sobrina no quisiera, había de acabar una enemistad tan escandalosa. Eran cuñadas, y lo que había ocurrido no resultaba irremediable… ¿Que le había desgarrado la oreja? Anda, hija mía, que buenas bofetadas la había largado ella antes. Váyase lo uno por lo otro, y haya paz. Lo dicho; mucho mutis y á obedecer á la tía.

      Y de allí pasó á la mesa de Rosario, á la que habló aun más fuerte. Era una fiera de mala baba, sí señor; una perra rabiosa. Y que no le replicara ni la mirase con tanta cólera, porque le tiraría una libra á la cabeza. Ya era sabido cómo las gastaba ella, y además, para haber sido amiga de su madre, la tenía muy poco respeto. Aquello había de acabar. Lo decía ella, y basta. Allí estaba la pobre Dolores llorando de dolor. ¿Era aquella manera de reñir? ¿Le parecía decente estirar así las orejas? Eso era propio de un mal bicho. Para reñir se procedía con más nobleza; pegar fuerte y donde no salta sangre. Allí estaba ella, que había ido á la greña con todas las de su época. La que más podía le remangaba los zagalejos á la otra, y allí… en lo blando, zurra que te zurra, para que tuviera que sentarse de lado durante una semana; y después, tan amigas, á jurar la paz en la chocolatería. Así procedían las personas decentes, y así sería ahora, porque ella lo decía… ¿Que no? ¿Que Dolores le quitaba el marido?.. ¡Cordones con el marido! No parecía sino que su sobrina era la que iba á buscarle.

      Los hombres son los que buscan; y si ella quería tener seguro el suyo, que no fuese boba y se pusiera bien las enaguas en su casa. Cuando se quiere guardar un hombre hay que tener muchas agallas, ¡recordones! y sobre todo arreglarlo de tal modo que antes que salga de casa no le queden ganas de buscar nada en la del vecino. ¡Ay qué chicas las de ahora! ¡Y qué poco saben! En la piel de Rosario debía estar ella, y ya vería si su hombre cumplía la obligación… Nada; lo dicho. La cosa se arreglaría. Ella y la otra tenían que obedecerla y respetarla, ó de lo contrario…

      Y mezclando amenazas con rudas expresiones de cariño, la tía Picores volvió á su puesto á continuar la venta.

      Aquél día terminó pronto. La gente deseaba pescado, y á mediodía comenzaron á vaciarse las mesas. La pesca sobrante fue metida en toneles entre capas de nieve y trapos mojados, y comenzaron los tartaneros á recoger cuévanos y banastas, apilándolos en las traseras de sus desvencijados carromatos.

      La tía Picores se arreglaba el mantón de cuadros en medio de la Pescadería, rodeada de algunas amigachas de su época, fieles compañeras que le ayudaban á pagar á escote al tartanero.

      Había que arreglar lo de las chicas. Y cuando estuvieron ya en la tartana todas las cestas, fué á las mesas de las dos rivales, sacándolas á pellizcos y á empujones.

      Dolores y Rosario, vencidas por la tenacidad terrible de la vieja, estaban una junto á otra con la cabeza baja, como avergonzadas y pesarosas por el contacto, pero sin atreverse á chistar.

      – Espéramos en la chocolatería– ordenó la vieja al tartanero.

      Y el respetable grupo de mantones á cuadros y faldas de insufrible tufo salió de la Pescadería, conmoviendo las losas con su rudo chancleteo.

      Iban una tras otra á la desfilada por la plaza del Mercado, donde se estaban realizando las últimas ventas. La tía Picores al frente, abriendo paso á empujones; detrás sus viejas amigas, de hocico arrugado y ojos amarillentos; Rosario, que como había venido á pie iba cargada con sus cestas vacías, y Dolores, que á pesar de su dolorida oreja sonreía por costumbre al oir los chicoleos que provocaba su rostro moreno asomando bajo el pañuelo de pita.

      Tomaron posesión de la chocolatería, como antiguas parroquianas, dejando sobre las mesitas de mármol las cestas de Rosario, que apestaban, mezclando su olor de podredumbre con el perfume de chocolate barato que salía de la cocina inmediata.

      La tía Picores bufaba de satisfacción al verse en la fresca sala que constituía su mayor lujo, contemplando todos los detalles, que le eran tan conocidos: el zócalo de pintarrajeada esterilla; las paredes de blancos azulejos; la mampara de cristales helados con cortinillas rojas; en la puerta las heladoras, inmóviles, con la panza enfundada en corcho y puntiaguda caperuza de metal; más adentro el mostrador, con sus dos urnas de cristal para los bizcochos y los azucarillos, y tras él la dueña dormitando, moviendo perezosamente la caña con su cabellera de rizados papeles para espantar el enjambre de moscas.

      ¿Qué iban á tomar? ¡Lo de siempre!.. eso no se pregunta. Jícara de á onza por barba y vaso de refresco.

      Con este eran cuatro chocolates los que había engullido la tía Picores en la mañana; pero su estómago y el de sus amigas estaban á prueba del Caracas falsificado, que sorbían con sibarítico placer. ¿Había cosa mejor en el mundo? Aquello alargaba la vida. Y las arrugadas narices de las viejas contraíanse con expresión ansiosa, aspirando el humillo azulado que exhalaban las blancas jícaras.

      Salían los pedazos de ensaimada chorreando obscura pasta para sumirse en las bocas desdentadas, mientras que las dos jóvenes apenas si comían, permaneciendo con la cabeza baja para no cruzar sus miradas.

      Pero como ya la jícara de la tía Picores estaba casi vacía, intervino su vozarrón en el penoso silencio.

      ¡Pero qué tontas eran! ¿Aun les duraba el disgusto? Había que reconocer que las pescaderas de ahora eran muy diferentes á las de antes. ¡Qué morros se ponían! ¡Qué rencores se guardaban! ¡Ni que fuesen señoritas! Antes la gente tenía mejor corazón. Y si no, vamos á ver: ¿no se había tirado ella del moño con todas las de su edad que estaban presentes? (Aquí un movimiento afirmativo de las seis amigas de la vieja loba.) De seguro que si se arremangasen los zagalejos, aun encontrarían tal vez más abajo de la espalda la señal de algún taconazo traidor; y sin embargo, tan amigas, tan dispuestas á hacerse un favor, á remediarse en una desgracia. Y así debe ser la gente, ¡recordones! Todas tenemos un pronto, pero después que nos pasa se olvida, como hacen las gentes de buen corazón. Las rabietas se dejan á la puerta de la chocolatería, y aquí dentro buenas amigas. Lo que decía su madre y se ha dicho siempre en la Pescadería. Los pesares no han de pasar de la garganta.

      Pesar, d' así no has de pasar.

      Chocolate, bollet y gòt de quinset.

      Y aunque el vaso no fuera de quinset, por no ser aún época de helados, todas las viejas, aprobando la filosofía de su compañera, se sorbieron los vasos de tisana dulce, expresando algunas su satisfacción con ruidosos eructos.

      Pero la tía Picores iba indignándose ante la silenciosa reserva de las dos rivales. ¡Qué! ¿Iban á estarse así toda la vida? ¿Es que sus palabras no valían nada? Á ver: Rosario, que era la más culpable.

      Y la mujercita, siempre con la cabeza baja, tirando de los flecos de su mantón, masculló algo confusamente sobre su marido, y al fin dijo con lentitud:

      Yo…