María Casal

Una canción de juventud


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antes de las clases. Nunca me interesé por su significado, pero cuando mi amiga Luz Gómez —hija del pastor protestante— dijo que no lo quería rezar, me pareció que exageraba. Un profesor le aconsejó rezar como si cantase una canción con una letra cualquiera, por ejemplo, Qué bella es Viena. No me pareció un razonamiento muy inteligente, pero no le di más vueltas. Pienso que mis padres nos hubieran reñido si nosotros no hubiéramos querido rezar, porque había que respetar las costumbres de las demás religiones.

      En la escuela había profesoras muy piadosas, algunas pertenecían a una institución llamada las Damas Catequistas. La religión se hacía especialmente presente en algunos momentos específicos del año. En el mes de mayo colocaban un altar en el salón de actos y todas —alumnas y profesoras, incluyendo las protestantes— íbamos a cantarle a la Virgen y le llevábamos flores. Además, los sábados por la tarde (en aquella época había clases los sábados y durante todo el día) las Damas nos reunían en el patio de recreos a todas las chicas y nos leían algo de un libro. No tengo idea de qué libro era, pero con el tiempo me pareció entender que contenía comentarios del Evangelio. Yo no ponía mucha atención y más bien me aburría, pero recuerdo un día específico en que sí agucé el oído. Ese sábado, el libro trataba sobre la fe protestante, y argumentaba que, puesto que cada uno podía interpretar las Escrituras libremente, podía llegar a haber tantas opiniones como creyentes. El comentario terminaba con la pregunta: «¿Cómo puede haber tantas opiniones diferentes sobre la fe, si la verdad solo puede ser una?». Aquella pregunta me impresionó, y quedó grabada en mi mente porque me pareció una cuestión de lógica.

      Pero si a algo era yo sensible, era a un posible “ataque” a mi religión. Algunas veces, alguien me había preguntado si no me quería convertir. Me molestaba cuando me hacían aquella pregunta, especialmente cuando me invitaban a “hacerme cristiana”, pues yo ya era cristiana. Ante aquellas preguntas que consideraba poco adecuadas, siempre reaccionaba con cierta vehemencia y orgullo, diciendo que no tenía la menor intención. Y prometía luego a Dios que nunca cambiaría de fe, a la vez que le pedía su ayuda para conseguirlo. Recuerdo que una vez hice esta promesa estando sola en la azotea de mi casa, y tengo aún presente el aspecto del cielo, nublado y de un gris plomizo, que me parecía marcar la solemnidad del momento. Para entonces, como se puede intuir, el hecho religioso ya empezaba a preocuparme más, quizá simplemente porque me iba haciendo mayor, y en parte también por mi amistad con Luz, que necesariamente me llevaba a plantearme algunas cuestiones acerca de la trascendencia. A la vez que iba pensando más en Dios, iban aumentando mis prejuicios contra el catolicismo, quizás animados por un libro sobre la Inquisición que me prestó Luz o su padre.

      En aquellos momentos, con Europa revuelta, también mi alma comenzaba a inquietarse. En cierto modo me encontraba frente a frente con Dios, o más bien, lo observaba desde un poco lejos, tratando de dejar claros mis presupuestos y condiciones para acercarme. Entonces me inquietaba mi fe, pero no buscaba los porqués: más bien me aferraba a unos esquemas vividos que consideraba, sin demasiados argumentos, los únicos aceptables.

      No estaba yo empeñada en desentrañar las cuestiones relacionadas con la fe verdadera, y mucho menos pensaba en establecer algún diálogo ecuménico. Sin embargo, aunque yo no ponía demasiado afán ni en mi alma, ni en aclarar mis dudas, el Señor iba haciéndose hueco poco a poco, esperando al momento oportuno.

      [1] Hitler, siguiendo el programa de expansionismo totalitario que había trazado en su libro Mein Kampf, había empezado a actuar para unir a todos los alemanes en una patria común. Después de recuperar lo que habían perdido en la Primera Guerra Mundial, se pasó a la integración de Austria, llamada Anschluss, de un modo solo parcialmente espontáneo y violento en la forma. Algunos austriacos estaban de acuerdo, pero no pocos se daban cuenta de que se trataba de un sometimiento a los nazis.

      [2] Es Cristo que pasa, n. 106.

      [3] Es Cristo que pasa, n. 80.

      III.

      VOCACIÓN PROFESIONAL

      SIN DUDA, POR INFLUENCIA DE LOS diversos sucesos de mi primera juventud —el ejemplo de mi familia, el ambiente religioso de la escuela francesa y la confrontación con la pobreza, el dolor y la muerte—, cuando cumplí trece años empecé a preguntarme por el sentido de la vida. Sobre todo, me planteaba qué quería hacer cuando fuera mayor, a qué quería dedicarme. Me imaginaba casada, con un buen marido protestante, y dedicándome a los idiomas, a la literatura y a la historia.

      Por supuesto, siempre pensé que el matrimonio sería parte de mi vida, y que, al igual que mis padres, sería madre de varios niños. En mi casa, los niños daban alegría al hogar, a mis padres les gustaban mucho y siempre recibían con alegría los nuevos embarazos. Mi padre tenía un don especial para tratar bebés: en cuanto tomaba uno en sus brazos, aunque estuviese llorando desconsoladamente, se calmaba. Incluso, durante la Guerra Mundial, y sobre todo después, llegaron a plantearse varias veces adoptar a algún niño huérfano a causa del conflicto, aunque el plan no llegó a realizarse. Yo también soñaba con una familia numerosa, con un mínimo de ocho hijos; me ponía ese límite sin ninguna razón especial. Me indignaba que algunas compañeras de clase me preguntasen si no me habría gustado ser hija única, para gozar así de todos los mimos de mis padres. La verdad es que me entristecía la posibilidad de tener que renunciar a alguno de mis hermanos e imaginaba lo que me hubiera aburrido sin ellos.

      Pero antes de casarme quería hacer algo por la humanidad. Sabía que la vida era breve y había que aprovecharla bien. Años más tarde, cuando leí por primera vez el primer punto de Camino, lo entendí perfectamente, porque correspondía a mis reflexiones:

      Que tu vida no sea una vida estéril. Sé útil. Deja poso. Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.

      Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón.

      En realidad, siempre he pensado que aquello era un primer barrunto de mi llamada al Opus Dei: quería poner mis capacidades al servicio de la sociedad, no con afán de fama u honor, sino con la ilusión de poder contribuir a hacer de este mundo un lugar mejor, aunque fuera desde algo pequeño y ordinario. Cuando me planteaba qué podría yo hacer en beneficio de la humanidad, solo se me ocurría ser enfermera: curar a personas que sufren, ayudarlas en lo que necesitasen y darles algún consuelo en medio del sufrimiento y del dolor me parecía el máximo al que podía llegar la utilidad de una vida. Incluso pensé en ser diaconisa: esas enfermeras protestantes que no se casan para dedicarse a la cura de enfermos. No conocía nada bien esta realidad de las diaconisas, por lo que en mi casa tan solo hablé de estudiar enfermería.

      En aquella época, tenía un profesor de francés —el que nos enseñó a enamorarnos de la literatura francesa— que me tenía bastante simpatía y que conocía bien a mis padres. Al enterarse de mis planes, nos sugirió, a mis padres y a mí, que estudiase Medicina. Me encantó la idea y recordé mi antiguo interés por la anatomía: ya de pequeña solía observar en la cocina cómo desplumaban y vaciaban los pollos, y me interesaba por la función de cada uno de sus pequeños órganos.

      Pienso que a mi padre le gustó mi decisión, pero no dejó de poner algunas pegas. Era normal que mi ilusión le dejara algo confuso, puesto que en aquella época eran aún pocas las mujeres que estudiaban una carrera universitaria. Cuando más tarde me examiné de reválida, a los 17 años, pregunté a una de mis compañeras de examen, que era de otro colegio, qué pensaba estudiar. Me contestó muy digna que ella no lo necesitaba. Esa era entonces la mentalidad dominante: las mujeres solo estudiaban si lo necesitaban para sacar a su familia adelante. Pero mi padre tenía, además, otros “peros”. ¿Y si se trataba únicamente de una ilusión de juventud, un sueño que dejaría de lado en el momento de casarme? Antes de comenzar la universidad, había que cursar el bachillerato; quedaba un camino todavía largo de estudios. Mi padre me recordó que ciertas mujeres estudiaban