Luis Coloma

Pequeñeces


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los hermanos que habían de ser testigos y partícipes del triunfo. Coronaba el estrado un magnífico cuadro de la Dolorosa, Nuestra Señora del Recuerdo, titular del colegio, y a su derecha presidía el acto el cardenal arzobispo de Toledo, bajo riquísimo dosel, y el rector y profesores del colegio sentados en tomo. Llenaban el resto del inmenso salón los padres y madres de los niños, alternando la gran señora con la modesta comercianta; el grande de España con el industrial acomodado; alegres todos, satisfechos, mirándose entre sí y sonriendo amigos y desconocidos, como si el sentimiento de la paternidad, igualmente herido, acortase las distancias y estrechase las relaciones, despertando en todas las almas idéntica felicidad, la misma dicha, igual deseo de considerarse y abrazarse como hermanos.

      La orquesta dio principio al acto, tocando magistralmente la obertura de Semíramis. El rector, anciano religioso, honra y gloria de la Orden a que pertenecía, pronunció después un breve discurso, que no pudo terminar. Al fijarse sus apagados ojos en aquel montón de cabecitas rubias y negras, que atentamente le miraban, apiñadas y expresivas como los angelitos de una gloria de Murillo, comenzó a balbucear, y las lágrimas le cortaron la palabra.

      —¡No lloro porque os vais!—pudo decir, al cabo—. ¡Lloro porque muchos no volverán nunca!...

      La nube de cabecitas comenzó a agitarse negativamente y un aplauso espontáneo y bullicioso brotó de aquellas doscientas manitas, como una protesta cariñosa que hizo sonreír al anciano en medio de sus lágrimas.

      El secretario del colegio comenzó a leer entonces los nombres de los alumnos premiados: levantábanse estos ruborosos y aturdidos por el miedo a la exhibición y la embriaguez del triunfo; iban a recibir la medalla y el diploma de manos del arzobispo, entre los aplausos de los compañeros, los sones de la música y los bravos del público, y volvían presurosos a sus sitios, buscando con la vista en los ojos de sus padres y de sus madres la mirada de inmenso cariño y orgullo legítimo, que era para ellos complemento del triunfo. Un niño pequeñito de ocho años subió gateando las gradas del estrado, púsose de puntillas para divisar a su madre, viola a lo lejos y con la punta del diploma le envió un beso... Chicos y grandes aplaudieron con entusiasmo: los unos, por ese instinto de ángel que hace comprender al niño lo que es santo y bello; los otros, por esa tierna simpatía que despierta en el corazón de todo padre o madre cuanto tiende a revelar el puro amor de hijo.

      El acto parecía ya terminado: el arzobispo iba a dar la bendición y todo el mundo se levantaba para recibirla de rodillas... Un niño blanco y rubio, bello y candoroso como un ángel de Fra Angélico, se adelantó entonces a la mitad del estrado: realzaba el encanto de su edad y su inocencia, ese no sé qué aristocrático y delicadamente fino que atrae, subyuga y hasta enternece en los niños de grandes casas; y su larga cabellera rubia, cortada por delante como la de un pajecillo del siglo XV, le daba el aspecto de aquel príncipe Ricardo que pintó Millais en su célebre cuadro Los hijos de Eduardo.

      Detuviéronse todos a su vista, quedando cada cual en su sitio en el más profundo silencio. Volvió entonces el niño hacia el cuadro de la Virgen sus grandes ojos azules, rebosando candor y pureza, y con vocecita de ángel comenzó a decir[2]:

      Dulcísimo recuerdo de mi vida,

       Bendice a los que vamos a partir...

       ¡Oh Virgen del Recuerdo dolorida,

       Recibe tú mi adiós de despedida,

       Y acuérdate de mí!...

      ¡Lejos de aquestos tutelares muros,

       Los compañeros de mi edad feliz,

       No serán a tu amor jamás perjuros;

       Se acordarán de ti!

      Un aplauso general salió del grupo de los niños, como un grito de entusiasta asentimiento. Los grandes no aplaudían; con el alma en los ojos y las lágrimas en estos, escuchaban inmóviles. El niño se adelantó dos pasos, y llevándose las manitas al pecho, prosiguió lentamente:

      Mas siento al alejarme una agonía,

       Cual no la suele el corazón sentir..

       ¿En palabras de niño quién confía?

       Temo... no sé qué temo, Madre mía,

       Por ellos y por mí...

      Nadie respiraba; las lágrimas, al caer, no hacían ruido. El niño volvió entonces al público los cándidos ojos, con esa mirada vaga de la inocencia que parece investigar siempre algo ignorado, y prosiguió con tristeza que conmovía y sencillez que llegaba al alma:

      Dicen que el mundo es un jardín ameno,

       Y que áspides oculta ese jardín...

       Que hay frutos dulces de mortal veneno,

       Que el mar del mundo está de escollos lleno...

       ¿Y por qué estará así?

      Dicen que por el oro y los honores,

       Hombres sin fe, de corazón ruin,

       Secan el manantial de sus amores

       Y a su Dios y a su patria son traidores...

       ¿Por qué serán así?

      Dicen que de esta vida los abrojos,

       Quieren trocar en mundanal festín;

       Que ellos, ellos motivan tus enojos,

       Y que ese llanto de tus dulces ojos,

       ¡Lo causan ellos, sí!

      Algunas mujeres enrojecieron, porque por la boquita del niño parecía hablar la voz de muchas conciencias; varios hombres bajaron la cabeza, y una voz enérgica, pero alterada, repitió a lo lejos:—¡Sí! ¡Sí!—. Era un anciano general, abuelo de un alumno del colegio. El niño parecía conmovido, como pueden estar los ángeles a la vista de las miserias humanas; movió tristemente la cabecita, cruzó las manos y prosiguió con la expresión de un querubín que mira a la tierra:

      Ellos, ¡ingratos!, de pesarte llenan...

       ¿Seré yo también sordo a tu gemir?

       ¡No! Yo no quiero frutos que envenenan,

       No quiero goces que a mi Madre apenan,

       ¡No quiero ser así!

      En los escollos de esta mar bravía

       Yo no quiero sin gloria sucumbir;

       Yo no quiero que llores por mí un día;

       No quiero que me llores, Madre mía...

       ¡No quiero ser así!

      Y mientras yo responda a tu reclamo,

       Mientras me juzgue con tu amor feliz,

       Y ardiendo en este afecto en que me inflamo,

       Te diga muchas veces que te amo,

       ¿Te olvidarás de mí?

      ¡Ah, no, dulce recuerdo de mi vida!

       Siempre que luche en peligrosa lid,

       Siempre que llore mi alma dolorida,

       Al recordar mi adiós de despedida,

       ¡Te acordarás de mí!

      Y en retorno de amor y fe sincera,

       Jamás sin tu recuerdo he de vivir.

       Tuya será mi lágrima postrera...

       ¡Hasta que muera, Madre; hasta que muera

       Me acordaré de ti!

      Tú en pago, Madre, cuando llegue el plazo

       De alzar el vuelo al celestial confín,

       Estrechándome a ti con dulce abrazo,

       No me apartes jamás de tu regazo.

       ¡No me apartes de ti!

      Calló el niño, y no resonó un aplauso; sólo estalló un sollozo, un inmenso sollozo que pareció salir de mil pechos por una sola boca, arrastrando