Andrés Vázquez de Prada

El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!


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en las que el hijo abría el corazón al padre pidiéndole consejo.

      Desde la muerte de su hermana Chon venía dando vueltas en la cabeza a una idea, punzante como una espina. Era un pensamiento que le hostigaba con persistencia, cuando veía a la desgracia encarnizarse con los inocentes. ¿Por qué, Señor, por qué? Josemaría, niño aún y con un agudo sentido de la justicia, se perdía en penosas meditaciones, tratando de encontrar un rayo de luz que esclareciese lo que para él resultaba incomprensible. Todo era en vano. La exacerbación de sus sentimientos le impedía ver claramente las razones:

      Yo, desde chico, he pensado tantas veces sobre el hecho de que hay muchas almas buenas a las que les toca sufrir tanto en la tierra; penas de todo género: reveses de fortuna, hundimiento de la familia, teniendo que dejarse pisotear el legítimo orgullo... Al mismo tiempo, veía otras personas, que no parecían buenas —no digo que no lo fuesen, porque no tenemos derecho a juzgar a nadie—, a las que todo iba de maravilla. Hasta que un buen día me vino la consideración de que también los malos hacen cosas buenas, aunque no las realicen por un motivo sobrenatural; y comprendí que Dios de alguna manera los había de premiar en la tierra, ya que luego no podría premiarlos en la eternidad. Me acordé entonces de la frase: también se ceba el buey que irá al matadero 42.

      En Logroño comenzaron el desasosiego y la resistencia de Josemaría a aceptar la nueva situación. Su generosidad, ese impulso para darse sin reservas, abundantemente, a los demás, no se avenía con la mediocridad, ni con la ponderación económica de la familia. El muchacho a duras penas se percataba de que la riqueza moral se halla muy por encima de los bienes materiales.

      Su madre, a la que ayudaba Carmen, se afanaba en los mil quehaceres de la casa: cocina, lavado de la ropa y regateos al ir de compras al mercado. Del padre sabemos detalles más íntimos, que posiblemente conociese el hijo. Para ahorrarse la merienda, don José tomaba un caramelo a media tarde, entreteniendo el estómago. Aunque no había dejado de fumar, se impuso una ración diaria de seis pitillos, que él mismo liaba, colocándolos cuidadosamente en una pitillera de plata, recuerdo de tiempos mejores 43. La economía de la casa estaba presidida por el ahorro, y los gastos venían sometidos a una prudente vigilancia, de acuerdo con el dicho de doña Dolores: «no alargar el brazo más que la manga» 44. A los ojos de Josemaría todo en el hogar llevaba el sello de una sufrida pobreza, que resultaba intolerable a su fogosidad. De manera que sentía impulsos de rebelión, que difícilmente lograba reprimir. Magnánimo y dispuesto al sacrificio, le dolía grandemente el callado sufrimiento de sus padres.

      Cuando se despejó la borrasca, cuando poco más adelante vio con claridad las cristianas razones de esa pobreza, se sintió orgulloso de lo mismo que, en su muchachez, había considerado un oprobio del hogar; y lo proclamaba gozoso recordándolo ante sus hijos espirituales:

      Si me echan en cara la pobreza de mis padres, alegraos y decid que el Señor lo quiso así, para que nuestra Obra, su Obra, se hiciera sin medios humanos: yo así lo veo. De otra parte mis padres, mis padres calladamente heroicos, son mi gran orgullo 45.

      Pero por entonces no lo veía. La pobreza, indudablemente, llevaba consigo humillaciones de todo género. Para la amplia parentela de doña Dolores, Logroño era el exilio de los Escrivá; y, según algunos de ellos, un merecido destierro.

      La más dura prueba por la que pasó Josemaría, más dolorosa que las privaciones, fue el callado sufrir de los padres, cuya sonrisa y serenidad daban a entender el dominio interior con que aceptaban las adversidades. Pero esa mansa capa de amabilidad dejaba traslucir también las muchas renuncias que encubría. Esto, en lugar de calmar al muchacho, le violentaba. Y el oleaje rompía dolorosamente dentro de su alma. No se atrevía a hablar de ello con don José. De momento se habían interrumpido las conversaciones íntimas durante los paseos de los domingos, pero solían charlar de otros temas, ya que a Josemaría le parecía injusto y poco noble hacer «comentarios que pudiesen herir la sensibilidad de sus padres» 46.

      De los felices días de la infancia retuvo Josemaría en su memoria una lámina que, por razones circunstanciales, pasó a formar parte de su abastecimiento espiritual. Eran dos dibujos japoneses; en uno se leía:

      El hombre presuntuoso, y representaba una familia reunida alrededor de una mesa, teniendo arriba, en lo alto de un palo, una gran luz. Desde lejos aquella luz atraía, llamaba la atención. Pero si uno se acercaba, veía que la familia estaba fría, sin luz y sin calor de hogar. El otro dibujo se titulaba así: el hombre prudente. Era otra familia, con la luz muy cercana, sobre la mesa, en el centro de todos. No llamaba la atención, no era algo ostentoso. Pero el que se acercaba allí, encontraba ambiente de familia 47.

      Quiso Dios que la ayuda salvadora le viniese a través de su familia. Entre los suyos encontró Josemaría el calor del afecto. El tiempo obró como sedante de inquietudes y arrebatos. Y, más tarde, llegaría a descubrir el sentido profundo de aquellos acontecimientos. No sólo se invirtieron los términos en su mente, y lo que había sido causa de vergüenza y humillación se le apareció con resplandores de virtud, sino que vio el orden providencial y la lógica divina encerrados en la secuencia de los hechos:

      Dios me ha hecho pasar por todas las humillaciones, por aquello que me parecía una vergüenza, y que ahora veo que eran tantas virtudes de mis padres. Lo digo con alegría. El Señor tenía que prepararme; y como lo que había a mi alrededor era lo que más me dolía, por eso pegaba ahí. Humillaciones de todo estilo, pero a la vez llevadas con señorío cristiano: lo veo ahora, y cada día con más claridad, con más agradecimiento al Señor, a mis padres, a mi hermana Carmen... 48.

      Luego, con el desarrollo positivo de la personalidad, el muchacho fue adquiriendo una madurez impropia de sus años. Ante sus amigos se mostraba serio y reflexivo, cualidades no incompatibles con la alegría y un bullicioso sentido del humor. Doña Dolores, de manera muy expresiva, afirmaba que Josemaría «había sido siempre un niño mayor» 49. Nadando contra corriente, sin dejarse arrastrar por la desgracia, se calmó la crisis de su adolescencia. Y, al cabo, su espíritu quedó tempranamente abierto a los ideales de la Juventud. Por lo que, al revisar esta removida etapa de su vida, tendría para todos palabras de perdón y de reconocimiento: El Señor —nos dice— iba preparando las cosas, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto mis defectos, mis errores de niño y mis errores de adolescente 50.

      * * *

      Aisladamente considerados, los datos que se recogen en el expediente escolar de Josemaría poco nos ilustran sobre su persona, sirviendo solamente de indicio con el que valorar sus aptitudes intelectuales. Aun así, el expediente suministra, de modo indirecto, informaciones no despreciables sobre el carácter y gustos del muchacho 51.

      En los exámenes del cuarto año de bachillerato (1915-1916), obtuvo la calificación de Sobresaliente con Premio (también llamada Matrícula de Honor), en Preceptiva Literaria y Composición. El Premio no era simplemente honorífico sino que eximía del pago de la tasa escolar de una asignatura al curso siguiente; además, el alumno podía elegir, a su gusto y conveniencia, la asignatura a la que aplicar la Matrícula de Honor. Haciendo uso de ese derecho, Josemaría, con fecha 1 de septiembre de 1916, dirigió una instancia al Director del Instituto para aplicar a la Historia General de la Literatura el Premio que se le había concedido en Preceptiva y Composición 52.

      El catedrático de Literatura era don Luis Arnaiz, hombre de tierna sensibilidad literaria y propenso a la emoción estética 53. Al decir de Josemaría, se emocionaba al leer en voz alta a Cervantes, lo cual suscitaba en el muchacho otros recuerdos lejanos. Porque entre los libros traídos de Barbastro por los Escrivá, la mayor parte de ellos clásicos, había una bella y antigua edición de El Quijote, en seis volúmenes. A ellos acudía de muy niño a leer y repasar las láminas.

      En las clases de literatura pudo Josemaría saborear a placer los clásicos, desde los escritores medievales a los del Siglo de Oro español 54. Pasados los años, las anécdotas literarias e históricas, en prosa o en verso, surgirán frescas y espontáneas, a la par de la cristiana doctrina.

      Un jueves santo, haciendo en voz alta su oración personal,