Andrés Vázquez de Prada

El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!


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      Luego vino el paso del tiempo. Los muros y torreones, que antaño ciñeron los dos viejos castillos barbastrenses, fueron derruidos en 1710 por el duque de la Atalaya. Y, como va dicho, sobre uno de ellos se construyó la capilla donde se casaron los padres de Josemaría. Se terraplenó el foso, facilitando el ensanche urbanístico y se desmocharon los baluartes. Vivieron sus ciudadanos siglos de paz, muy de tarde en tarde perturbada; pero clavada en el corazón de Barbastro hubo siempre una espina de inquietudes históricas.

      Cuando el Rey Pedro I, después de la toma de Barbastro, creó allí una sede episcopal, rival de la vecina Huesca, se originaron interminables conflictos eclesiásticos. En 1500, para reafirmar su independencia de la diócesis de Huesca, construyeron una catedral de nueva planta, insistiendo con tozudez en sus pretensiones, para conseguir por fin, a instancias y presiones del rey Felipe II, que el Papa Pío V erigiese, por bula de 1571, la sede episcopal de Barbastro. Pero cuando la diócesis «se mecía tranquila a la sombra de sus gloriosos recuerdos y tradiciones» —se lamenta un historiador del pasado siglo—, en virtud del Concordato de 1851 entre España y la Santa Sede, fue agregada otra vez a la de Huesca, y la catedral penosamente reducida a la categoría de colegiata 31.

      Toda la ciudad se dolió del hecho como de un agravio, lo cual contribuyó a crear cierto entendimiento entre la autoridad eclesiástica y la población civil de Barbastro. Gracias a la tenacidad de sus gestores, se mantuvo en suspenso la aplicación de esa medida concordataria. Más tarde, de acuerdo con la Santa Sede, se estableció, por Real Decreto de 1896, una Administración Apostólica para la diócesis 32.

      * * *

      Don José y doña Dolores, recién casados, se fueron a vivir a una casa de la calle Mayor, enfrente del noble edificio de los Argensola. El piso que ocupaban era amplio. Algunos de sus balcones daban a la esquina de la plaza contigua, en el centro mismo de la ciudad, no lejos de la calle Ricardos, en la que tenía su negocio la razón social “Sucesores de Cirilo Latorre” .

      En la fiesta de Nuestra Señora del Carmen —16 de julio de 1899— les vino una hija al joven matrimonio. Le pusieron los nombres de: María del Carmen, Constancia, Florencia. Los dos últimos como las abuelas. En la partida de bautismo de la hija, los padres aparecen como «vecinos y comerciantes» de Barbastro 33. Término que no desdice de su distinguida condición social, observa con cierto pundonor la baronesa de Valdeolivos, porque «los comerciantes, en aquel tiempo en Barbastro, constituían la aristocracia del pueblo» . Y, por lo que se refiere al matrimonio, añade que su situación económica era «buena y desahogada» , siendo «muy estimados en la población» 34.

      Don José, espíritu un tanto emprendedor y muy metódico, a los pocos años de establecerse en Barbastro tenía una red de relaciones comerciales por toda la comarca, aunque su centro de operaciones continuó en la calle Ricardos. Era Barbastro cabeza de partido, plaza comercial de muchos pueblos a la redonda, y contaba con más de siete mil habitantes. Por su buen emplazamiento geográfico, entre Huesca y Lérida, capitales de provincia, y su enlace ferroviario con la línea Barcelona-Zaragoza, resultaba centro obligado de compras y tratos en toda la región. Sus ferias periódicas de ganado y productos agrícolas mantenían activo dicho tráfico.

      A los ocho años de permanente residencia, la estampa de don José Escrivá estaba ya fundida en el ambiente social de Barbastro. Era familiar en la iglesia, en la calle y en el casino. Tan sólo llamaba la atención por su aspecto elegante. De lejos se echaba de ver su cuidado en el vestir, discreto y sin exageraciones. Usaba bombín y poseía una pequeña colección de bastones de paseo. Era un caballero cortés, risueño y bondadoso, aunque no demasiado expansivo, y ligeramente parco de palabra. Siempre mostró rectitud con los subalternos, generosidad con los necesitados y piedad para con Dios. Su tiempo se repartía entre el negocio y el hogar 35.

      Negocio y familia marchaban prósperamente. Al entrar el año 1902 tuvieron otro hijo. Al niño, que acababa de nacer el 9 de enero, se le puso el nombre del padre. (Años más tarde unió sus dos primeros nombres de pila para formar el de Josemaría, por devoción conjunta a San José y a la Santísima Virgen) 36.

      Con un nuevo crío en el hogar, doña Dolores (“Lola” para los de la familia), tuvo algo más en que ocuparse; también la niñera. La señora de la casa, casi diez años más joven que su marido, era de mediana estatura, maneras gentiles y serena belleza. Estaba adornada de un natural señorío y se mostraba suelta y sencilla en la conversación. Al decir de quienes la trataron, destacaba por la «paciencia y el buen carácter» 37, acaso heredados de su madre Florencia, que supo educar la numerosa prole, de la que fue penúltimo eslabón doña Lola.

      Tras el porfiado tira y afloja entre las sedes episcopales, y restablecida la paz por Real Decreto, en 1898 —año del casamiento de los padres de Josemaría—, se hizo cargo de la diócesis don Juan Antonio Ruano y Martín, primer Obispo Administrador Apostólico de Barbastro. El nuevo prelado se encontró con muchas cosas pendientes, por lo que, a grandes barridas, fue poniendo al día los asuntos eclesiásticos. Con amplio criterio, y siguiendo una práctica tradicional y legítima en las iglesias hispánicas desde la Edad Media, el 23 de abril de 1902 administró la Confirmación a todos los pequeños de la ciudad 38. Forman los confirmandos dos nutridos grupos: 130 niños y 127 niñas. En el acta de esa Confirmación colectiva se consignan, por orden alfabético, los nombres de los pequeños; y la lista llena seis folios. En el grupo de los niños aparece Josemaría, que por entonces tenía tres meses, y, entre las niñas, su hermana Carmen, que no llegaba a los tres años 39.

      Rondaba el pequeño los dos años cuando sus padres estimaron que había llegado la hora de dejar testimonio histórico de su niñez. Pero, al tratar de hacerle una foto desnudo, para el álbum de familia, cogió tan estrepitosa llorera y lanzó tales berridos que hubo que desistir de la operación. Doña Lola, con resignación y paciencia, le volvió a vestir la camisa y, con cara de si lloro o no lloro, entre un puchero y una sonrisa, se despachó la consabida foto para la posteridad 40.

      También por ese entonces, a causa de una grave enfermedad, estuvo a punto de morir. Quizás se tratase de una infección aguda. Familiares y conocidos recordaban detalladamente el suceso, y cómo el niño había sido desahuciado por los médicos, que «veían ya el desenlace fatal, inevitable e inmediato» 41. La noche anterior al inesperado suceso el doctor Ignacio Camps Valdovinos, médico de cabecera de la familia, acudió a visitar al niño. Era un experimentado galeno, con buen ojo clínico, pero por aquel tiempo no era posible atajar el curso virulento de la infección. Ante la gravedad del caso también se había presentado en casa de los Escrivá otro médico amigo de la familia, el homeópata don Santiago Gómez Lafarga. Y llegó un momento en que el doctor Camps hubo de decir a don José: — «Mira, Pepe, de esta noche no pasa» .

      Con mucha fe venían los padres pidiendo a Dios la curación del hijo. Doña Dolores comenzó, con gran confianza, una novena a Nuestra Señora del Sagrado Corazón; y el matrimonio prometió a la Virgen llevar al pequeño en peregrinación a la imagen que se veneraba en la ermita de Torreciudad, en caso de sanarle.

      A la mañana siguiente, temprano, el Dr. Camps se fue a visitar de nuevo a la familia, para participar en su dolor, pues daba al niño por muerto. “¿A qué hora ha muerto el niño?” , fue su primera pregunta al entrar. Y don José, con alegría, le contestó que no sólo no había muerto sino que estaba completamente curado. Pasó el médico a la habitación y vio en la cuna al niño, agarrado a los barrotes y dando brincos saludables.

      Cumplieron los padres la promesa. A lomo de caballería y por sendas de herradura hicieron cuatro leguas largas. Doña Lola llevaba al hijo en brazos. Sentada en silla, a la amazona, pasó miedo con el traqueteo, por entre riscos y abruptos barrancos, que caían sobre el río Cinca. En lo alto estaba la ermita de Torreciudad y, a los pies de la Virgen, ofrecieron al niño en acción de gracias 42.

      Recordando años más tarde este episodio, doña Dolores repitió más de una vez al hijo: — «Hijo mío, para algo grande te ha dejado en este mundo la Virgen, porque estabas más muerto que vivo» 43. Por su parte, Josemaría dejó testimonio por escrito, en 1930,