Andrés Vázquez de Prada

El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!


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poco a hacerle dueño y responsable de sus actos.

      Por don José supo de la “cuestión social” : de las relaciones entre obreros y empresarios, de las asociaciones para defensa de los intereses comunes de los trabajadores y del debatido tema de la justa retribución a los asalariados 90. De hecho no se presentaban conflictos sociales en Barbastro. En la comarca no existían grandes industrias ni población proletaria; tampoco latifundios. La pequeña burguesía, los terratenientes que se dedicaban a las labores del campo y los comerciantes locales compartían pacíficamente el pan y las buenas costumbres con sus empleados y colonos.

      Aun cuando el pueblo, siguiendo las tradiciones multiseculares, se mantenía practicante y piadoso en materias de religión, todo el país estaba fragmentado por luchas ideológicas. Barbastro no era ajeno a esta desunión que existía en toda España. La diversidad se reflejaba en las tertulias de sus varios círculos y casinos: “La Unión” , “El Porvenir” , “El Siglo Nuevo” o “La Amistad” . De este último era socio don José. La prensa regional se correspondía con la corriente de opiniones de los contertulios. Los periódicos que leían eran: “La Cruz del Sobrarbe” , “La Época” , “El País” , “El Eco del Vero” y “El Cruzado Aragonés” 91.

      Los católicos españoles muy difícilmente se pondrían de acuerdo para resolver la “cuestión social” . El Papa León XIII, en la encíclica Rerum Novarum (15-V-1891) había sentado doctrinalmente los principios éticos del orden económico, despertando la conciencia de los fieles. Lo cierto es que el programa de renovación social se emprendió con bastante retraso, y fue el ejemplo de otros países el que arrastró a los españoles 92. En el período que media entre 1902 y 1915, las gentes de Barbastro, y de manera destacada don José Escrivá, trataron de poner remedio a la cuestión.

      Fundaron un periódico en 1903: “El Cruzado Aragonés” ; crearon el “Salón de Buenas Lecturas” (1907) y mantuvieron un “Centro Católico Barbastrense” (1909), cuya finalidad era «promover la defensa y realización del orden social y de la civilización cristiana, según las enseñanzas de la Iglesia» 93. Todos estos proyectos, sin duda alguna, rebosaban buena voluntad, pero la gran batalla se estaba librando en ambientes intelectuales más elevados, esto es, en las instituciones de enseñanza universitaria y en los campos científicos. Los católicos sufrirían pronto las consecuencias de una desidia intelectual arrastrada durante siglos.

      Don José tenía a su cargo a los dependientes de “Juncosa y Escrivá” y a los del obrador de chocolate anejo al comercio de tejidos. Era buen patrono. Retribuía a sus obreros con justicia y atendía también a sus necesidades espirituales. Todos los años costeaba de su bolsillo unas conferencias cuaresmales para sus empleados. Organizaba el horario de trabajo para que pudieran asistir esos días y, por delicadeza, para que no se sintieran coaccionados por su presencia, se abstenía de acudir a esos actos religiosos 94.

      * * *

      En España no solían hacer los niños la Primera Comunión hasta haber cumplido los doce o trece años, costumbre seguida también en otros muchos países. Fue en virtud de un decreto de san Pío X, en 1910, cuando se rebajó esa edad al momento en que se alcanzase el uso de razón, alrededor de los siete años 95. La fecha de la disposición coincidía con los preparativos para el Congreso Eucarístico Internacional que iba a celebrarse en Madrid en junio de 1911. Por ello se hizo en todas las parroquias de España una intensa labor catequética, con la idea de que se acercasen a recibir la Sagrada Eucaristía el mayor número posible de niños.

      Un religioso escolapio, el padre Manuel Laborda de la Virgen del Carmen —el “padre Manolé” , como le llamaban con afectuosa jovialidad los alumnos—, se ocupó de preparar a Josemaría. Y, en tanto llegara el tan esperado día de la Primera Comunión, le enseñó al niño una oración que mantenía vivo su deseo: —«Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los santos» 96. Oración que, desde entonces, recitó con mucha frecuencia.

      La víspera del día señalado se llamó al peluquero para que le arreglase el peinado; pero al ir a cogerle un mechón de pelo con las tenacillas ardiendo, para hacerle un bucle, le produjo una quemadura en la cabeza. Aguantó el niño sin quejarse, para evitar una regañina al peluquero y no causar un disgusto. Más adelante terminaría descubriendo su madre la cicatriz de la quemadura 97. Y desde entonces, en los días de fiesta, el Señor anunciaría su presencia a Josemaría con el dulce criterio del dolor o de la contradicción, como una caricia 98.

      Hizo la Primera Comunión el 23 de abril de 1912, justamente a los diez años de haber sido confirmado. Era la fiesta de san Jorge, patrono de Aragón y Cataluña, y día tradicional para la ceremonia, que tuvo lugar en la iglesia del colegio de los Escolapios. En el momento de recibir la Sagrada Comunión pidió por sus padres y hermanas, suplicando a Jesús que le concediese la gracia de no perderlo nunca.

      Siempre recordó con fervoroso candor los aniversarios de esa fecha, en que el Señor, como decía: quiso venir a hacerse el dueño de mi corazón 99.

      4. Desventuras de un hogar

      Se desplazó a Huesca, capital de la provincia, para hacer el examen de ingreso en el bachillerato el 11 de junio de 1912 100.

      Al regresar de Huesca se encontró enferma a su hermana Lolita. Había cumplido la niña cinco primaveras. Era la más pequeña de la casa, porque otra de las hermanas, Rosario, había muerto dos años antes, el 11 de julio de 1910, cuando contaba sólo nueve meses. Y, en la víspera del segundo aniversario de la muerte de su hermana, Lolita se marchó a hacerle compañía 101. De manera que en la casa se hizo ahora un triste hueco. Josemaría quedó entre sus dos hermanas: Carmen, la mayor, y Chon (Asunción). Los padres aceptaron serenamente la desgracia, sin rebeldías ni desplantes contra Dios. La mortandad infantil era alta en aquellas épocas, pero no por eso menos dolorosa para las familias.

      Como solían hacer todos los veranos, los Escrivá se fueron a descansar a Fonz, pueblo cercano, a la otra margen del río Cinca, como a tres leguas y pico de Barbastro. Plantado encima de un collado, la iglesia arriba y el caserío desparramándose por la ladera, tenía el pueblo algún que otro viejo escudo en casas de rancio sabor solariego. Allí vivía la abuela Constancia con dos de sus hijos, Josefa y mosén Teodoro. La aparición de su tercer hijo, acompañado de la nuera y los nietos de Barbastro, era siempre motivo de alegría.

      En aquellas jornadas estivales la curiosidad infantil de Josemaría, nunca del todo satisfecha, se extasiaba ante la naturaleza. Absorbía paisajes y escenas llenas de color y movimiento, mientras relegaba a la memoria el proceso íntimo de esas sorpresas diarias. Después, pasados los años, a la hora de sacar enseñanzas sobre vida interior, los recuerdos fluirán cálidos y nítidos:

      He gozado, en mis temporadas de verano, cuando era chico, viendo hacer el pan. Entonces no pretendía sacar consecuencias sobrenaturales: me interesaba porque las sirvientas me traían un gallo, hecho con aquella masa. Ahora recuerdo con alegría toda la ceremonia: era un verdadero rito preparar bien la levadura —una pella de pasta fermentada, proveniente de la hornada anterior—, que se agregaba al agua y a la harina cernida. Hecha la mezcla y amasada, la cubrían con una manta y, así abrigada, la dejaban reposar hasta que se hinchaba a no poder más. Luego, metida a trozos en el horno, salía aquel pan bueno, lleno de ojos, maravilloso. Porque la levadura estaba bien conservada y preparada, se dejaba deshacer —desaparecer— en medio de aquella cantidad, de aquella muchedumbre, que le debía la calidad y la importancia.

       Que se llene de alegría nuestro corazón pensando en ser eso: levadura que hace fermentar la masa 102.

      Hacía excursiones a la montaña, a la sierra de Buñero, en cuyas estribaciones se encuentra Fonz; o más arriba aún, por los valles que subían hacia el Pirineo:

      Se quedaron muy grabadas en mi cabeza de niño aquellas señales que, en las montañas de mi tierra, colocaban a los