que busca poder penetra en una cueva donde le han dicho que es posible hallar lo que anhela. Puede llevar consigo alimentos para comer esa noche y a la mañana siguiente.13
Park no menciona ninguna razón espiritual para llevar comida a la cueva, pero mi conocimiento de la atracción de los espíritus me indujo a tomarme muy en serio los métodos de los paviotso. Al localizar una cueva para mi propia búsqueda, me llevé un sándwich que contenía diversos alimentos a los que eran aficionados diferentes tipos de animales.
A veces, los espíritus ancestrales parecen dispuestos a ayudar a alguien que no desciende de ellos, o incluso a un individuo ajeno a su raza o cultura, si perciben que esa persona ha ayudado o ayudará a sus descendientes. Esto lo aprendí en los pueblos shuar y conibo de América del Sur. Durante muchos años intenté ayudar a los indios nativos de Norteamérica, como en Wounded Knee en 1973.14 Tenía la esperanza de que ese y otros esfuerzos contaran cuando me internara en una cueva.
La cueva
Dos años después de escribir La senda del chamán, descubrí el emplazamiento de una cueva prometedora en el valle Shenandoha de Virginia. Con la esperanza de haber reunido información suficiente, decidí intentar una búsqueda de poder en esa cueva para desarrollar un poder curativo chamánico especial y comprobar qué sucedía sin la ayuda de las plantas que alteran la consciencia o la inmersión auditiva, ya que Park y Cline no mencionaban su uso.
Por último, una tarde de 1982 me acerqué a la entrada de la cueva, solo, pidiendo silenciosamente a los espíritus que tuvieran compasión de mí y me otorgaran un mayor poder para sanar a los demás. Utilicé una linterna para descender hasta un profundo nicho en el interior de la cueva, operación que me llevó un cuarto de hora. Entonces apagué la luz. La oscuridad era profunda y silenciosa. Según lo que había aprendido, ahora tenía que dormir unas horas, despertar, comer un poco y no volver a dormir hasta que algo sucediera.
Tras pasar algún tiempo sentado en el frío lecho de roca, pulsé uno de los botones de mi reloj de pulsera para comprobar la hora bajo la débil luminiscencia. Eran las nueve de la noche. Habían transcurrido dos horas desde mi entrada en la cueva. Según la información de la que disponía, no importaba lo que sucediera, no debería usar luz alguna hasta que la noche concluyera. Entonces podría abandonar la cueva, pues una de las antiguas reglas dictaba que el buscador solo podría salir tras el alba del día siguiente. En caso contrario era mejor no haber entrado nunca en ella. También había otras cosas que tenía que hacer antes de que la noche cumpliera su ciclo.
Rodeado por la densa oscuridad, me sentí completamente aislado de la tierra de los vivos. Dos tipos de temor luchaban dentro de mí. El menor me decía que no iba a ocurrir nada en aquella solitaria noche subterránea. Después de todo, yo no pertenecía al pueblo indígena norteamericano del oeste de las Rocosas que había practicado este antiguo método para obtener poderes espirituales específicos. Tal vez era excesivo esperar algo que se acercara a sus experiencias sin su ambiente cultural o sin los poderosos alucinógenos de los shuar (jíbaros), utilizados durante mis anteriores experiencias. Además, pensé, ¿qué tipo de búsqueda de poder o visión era esta, en la que no se ayunaba previamente e incluso se te permitía tomar un tentempié a medianoche? En otras palabras, ¿funcionaría la atracción de los espíritus?
La oscuridad, que había adoptado una tonalidad rojiza, cobraba el cariz de la muerte inminente que aguarda con paciencia y sigilo. Mi temor más profundo era morir solo en aquella gigantesca tumba de piedra, víctima de mi propia presunción. Mi búsqueda de visión en una catarata del Amazonas años antes me había enseñado que los espíritus se esforzarían en asustarme para poner a prueba mi confianza en ellos. Al menos en el Amazonas contaba con la ayuda de mis compañeros shuar para protegerme de errores fatales. Para esta búsqueda en la cueva, sin embargo, no había tutores vivos. No podía acompañarme nadie. Era un experimento completamente solitario: lo había apostado todo a poseer la suficiente información y que los espíritus estuvieran allí y quisieran ayudarme.
Por último me deslicé en mi saco de dormir y procuré conciliar el sueño, el siguiente paso que debía cumplir en el interior de la cueva. En el lecho de roca, junto a mi cabeza, había colocado un sándwich para comer en mitad de la noche. Me recordé a mí mismo que tenía que despertarme a medianoche, con la esperanza de no dormir hasta el amanecer.
El cansancio se apoderó progresivamente de mí: la ascensión hasta la cueva había sido ardua y dolorosa debido a una dolencia crónica de espalda. Mi cuerpo quería descansar. Me dormí, preocupado por despertarme en torno a la medianoche.
No tenía por qué preocuparme. Me desperté de repente cuando un ala cubierta de plumas rozó mi rostro. Sentí un impulso de excitación debido a la adrenalina. Presioné el botón de mi reloj de pulsera. Los apagados números mostraron que faltaban apenas dos minutos para la medianoche. Mi sorpresa al ser despertado por la caricia alada vino seguida del alivio de haberlo hecho a tiempo para seguir las instrucciones de medianoche. Busqué el sándwich y lo comí. Ahora tenía previsto mantenerme despierto hasta que ocurriera algo significativo.
Permanecí allí, descansado y plenamente consciente, alerta a cualquier cosa que pudiera ocurrir. Transcurrió un cuarto de hora. Luego media hora. Empezaba a sentirme decepcionado. Tal vez no iba a pasar nada más.15
De pronto, procedente de la dirección de la distante entrada de la caverna, oí el sonido de pezuñas. Un sonido que se hizo cada vez más nítido; era un grupo de animales. Apenas podía dar crédito a mis oídos.
El sonido de su marcha se hizo cada vez más fuerte. Parecía imposible, pero el sonido se hizo tan fuerte que tuve que taparme los oídos. ¿Iban a pisotearme hasta la muerte? Me agazapé. Entonces, las atronadoras pezuñas me rebasaron por ambos lados, sumergiéndose raudas en las profundidades de la cueva. Aunque no podía verlos, los oía resoplar mientras galopaban. «Somos caballos», decían, en una comunicación similar a la telepatía, pero más intensa.
A continuación los siguió otro grupo más pequeño, con un galope y respiración menos pesados. «Somos bisontes», dijeron.
Se marcharon. La cueva recuperó su silencio. Yo estaba sumergido en un verdadero éxtasis. Lágrimas de alegría y agradecimiento corrían por mis mejillas. Era un milagro. No era un sueño, pues seguía plenamente despierto.
Entonces, aún sentado, un inmenso e indescriptible poder avanzó hacia mí procedente de la misma dirección del grupo de animales. Esta vez no hubo sonidos ni advertencias. Atravesó arrolladoramente mi cuerpo como un tren de mercancías. Una oleada de inmensa energía cubrió mi cuerpo. Mi asombro era mayúsculo. ¡El poder se había manifestado! Entonces, el animal se marchó.
Mientras saltaba sigilosamente en la oscuridad más allá del nicho del hueco de piedra, me decía: «¡Soy XXX, XXX, XXX!». Me dijo: «Soy uno y todo. Tú y yo somos uno». Después, el silencio.
Me inundó un asombro y una gratitud indescriptibles.
Tras unos pocos minutos, y con algún esfuerzo, recordé el conocimiento chamánico tradicional acerca de qué había que hacer ahora y que era conveniente no hacer. Tenía que dormir para recibir un sueño que me mostrara cómo utilizar el poder recientemente adquirido. Lo que no tenía que hacer, hasta que fuera muy muy anciano, era revelar directamente la identidad del poder animal que me había penetrado.
Estaba demasiado excitado para dormirme, pero me introduje en el saco y después de una hora logré conciliar el sueño. Por último, volví a despertar. Aún en el saco de dormir, miré lentamente alrededor. Sentía que no estaba solo. La rojiza oscuridad era más densa que nunca, y sin embargo me parecía percibir el muro más elevado de la cueva. En lo más alto, se perfiló poco a poco una imagen de tamaño humano, como si se proyectara débilmente en una pantalla de cine. La imagen se tornó más brillante hasta que pude discernir la forma de una esbelta y sonriente joven de largo cabello oscuro. Me pareció vagamente familiar.
Mi perplejidad era grande. ¿De quién podía tratarse? Su nombre me fue débilmente transmitido, a modo de respuesta. Al principio me pareció un nombre inglés; luego, más rotundamente,