Miguel Serrano

Réplica


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Ratoncito Pérez. Sin embargo, según la versión de toda su familia, de la que no tenía por qué dudar, Sara se negó a no creer en el Ratoncito Pérez y dejó bajo la almohada todos los dientes que se iban desprendiendo de su boca. Todos menos el último, una muela, que se le cayó en el comedor del colegio, mientras masticaba una albóndiga: se la tragó sin darse cuenta.

      A medida que se hacía mayor la sensación de aquel viaje de 1990 se fue volviendo más concreta, más real. En el instituto la centralidad se hizo, por momentos, insoportable. Se trasladaba el instituto, se trasladaba el piso de sus padres, todo fluctuaba a su alrededor y ella no podía avanzar o retroceder, ni siquiera un milímetro. Era como si moviera los objetos mediante telequinesia, y los objetos se acercaban a su mano. Una cuchara, por ejemplo. Cuando llegaba el verano, todos sus amigos se iban de viaje: ella se quedaba en la playa, o en Calaceite, o en Lisboa. En COU oyó hablar por primera vez de los sistemas de referencia inerciales (en las clases de física) y del empirismo de Locke y de Hume (en las clases de filosofía): aquellos conceptos deberían haberle hecho entender que otros habían sentido antes lo mismo que ella, pero le parecieron demasiado abstractos, no hubo empatía, se trataba de ideas a posteriori, intelectualizadas, que no reflejaban su experiencia inmediata del mundo.

      Muchos años después, cuando murió su madre, Sara repitió el viaje a Calaceite y estuvo a punto de salirse en una curva a la altura de Híjar.

      A los diecisiete años Sara tuvo un novio, Antonio. A veces Antonio le reprochaba que ella fuera incapaz de tomar ninguna iniciativa en su relación. Siempre era él el que iba a su encuentro, siempre quedaban cerca del piso de los padres de Sara. Da lo mismo, pensaba ella, no hay ninguna diferencia. Pero no se atrevía a decirlo. Un día de finales de verano, justo antes de entrar en la universidad, tuvieron una larga conversación. Sara dijo que se aburría con él, que no le veía sentido a lo que hacían juntos. Un detalle le irritaba especialmente: ya no le apetecía contarle nada a Antonio. Si Sara leía algo divertido (o si alguien le contaba una anécdota memorable, o si de pronto creía descubrir cuál era la explicación que se escondía detrás de alguna idea trivial o fabulosa), ya no pensaba que se lo contaría a Antonio cuando se vieran (cuando él pasara a buscarla), ya no tenía ningún interés en compartir con él su descubrimiento, o lo que le había hecho reír. ¿Me estás dejando?, preguntó Antonio. ¿Es eso, ya no quieres que sigamos saliendo juntos? A Sara le sorprendió esa pregunta, trazada con algo de rencor. También le sorprendió, por supuesto, el rencor. Nunca había pensado que pudiera provocar en nadie ninguna sensación que no fuera flotante, imprecisa. Aquella noche, cuando se separaron (cuando él se fue, llorando), Sara se quedó con la sensación de que Antonio la había abandonado, que la había dejado a la deriva, y sin embargo anclada en una tristeza que ya no podría sacudirse nunca porque estaba junto a ella, a sus pies, como la basura que evoluciona lentamente en los vertederos, inmóvil, hacia su descomposición.

      Sara estudió una ingeniería, pero podría haber estudiado cualquier otra carrera. Sintió algún interés por los materiales, por el álgebra y, sobre todo, por las estructuras. A veces pensaba que tendría que haber estudiado arquitectura. Si veía por casualidad un edificio medieval (si llegaba hasta ella, por ejemplo, de forma del todo imprevista, una iglesia del siglo XIII, se emocionaba. Le conmovía la permanencia móvil de los muros, la vieja voluntad de las piedras que se arrastraban hasta ella, porosas, para mostrarse, para abrirse. Sara colocaba las puntas de los dedos sobre cualquier superficie rugosa, trabajada por el tiempo, y la acariciaba, aunque en realidad era la piedra la que se arqueaba como un gato para adaptarse a los diminutos pliegues de sus yemas.

      Durante muchos años creyó que seguía enamorada de Antonio. Le envió cartas desesperadas, correos electrónicos desesperados, después SMS desesperados y por último mensajes de WhatsApp desesperados. Desde Berlín le envió una postal con una fotografía en blanco y negro en la que se veía a una pareja joven, de la edad que tenían ellos cuando salían juntos (o eso le gustaba pensar a ella), corriendo de la mano para tratar de saltar el muro. En el otro lado escribió un mensaje con rotulador, en grandes letras mayúsculas: «ACHTUNG!»

      Uno de sus novios de la época de la universidad era muy aficionado a la pornografía. Se llamaba Rafael, estudiaba Historia del Arte y justificaba su afición desde presupuestos teóricos más o menos improvisados. Le gustaba decir que era un coleccionista, un erotómano ilustrado, que tenía el alma de un aristócrata decadente. Llevaba sombrero en primavera, y botines durante todo el año. Sara nunca lo vio en pantalón corto, ni en bañador. Decía que quería hacer la tesis sobre la novela erótica española del siglo dieciocho, y que sería el primera catedrático en Estética de la Jodienda de la Universidad de Zaragoza (añadía, con malicia, que muchos de los profesores del departamento conocían el tema, pero como meros amateurs, sin verdadera pasión erudita). Manejaba oscuras referencias bibliográficas que parecían inventadas. Su afán mitificador era voraz, y todo lo teñía de pornografía (la política, por ejemplo, o incluso las asignaturas de la carrera de Sara: Teoría de circuitos, Fundamentos de la termodinámica, Introducción a la mecánica de fluidos, Elasticidad y resistencia de materiales I). Era, a su modo, o al menos eso decía él, un materialista ortodoxo. Aseguraba que su padre, que ya estaba jubilado (había trabajado durante casi cincuenta años en una ferretería del barrio de Jesús) era homosexual, y que se había casado con su madre, veinte años más joven que él, porque ella llevaba el pelo corto y tenía cara de chico. Al principio a Sara no le importaron las obsesiones de Rafael (algunas de sus amigas se escandalizaban o fingían escandalizarse), incluso escuchaba las peroratas de su novio con verdadera curiosidad, pero no tardó en verse inmersa en una superposición de realidades que la dejaba sin puntos de referencia, descompensada. Curiosamente, Rafael era muy convencional en la cama (siempre en la cama), y bastante cariñoso. Sara se reía mucho con él. Pero vivía en un mundo de jadeos, de dobles sentidos, de desfloramientos cursis, de fontaneros que se follan a la mujer de la casa mientras el marido está en la oficina. Sara pasaba muchas tardes y muchas noches estudiando en la mesa del salón mientras Rafael, con una libreta sobre el regazo y un lapicero en la mano derecha, veía películas que había descargado de internet o pasaba con una delicadeza obscena las páginas de viejos libros de fotografía erótica.

      Una vez su profesor de Filosofía de COU les habló de la relación entre la ciencia y la idea de Dios. Primero, por culpa de Galileo, se supo que la Tierra no era el centro del universo, les dijo. Después, por culpa de la física moderna, se supo que en el universo no existía ningún lugar privilegiado, y que por lo tanto carecía de centro. Sin centro no puede haber Dios. Y eso, les aseguró con cierta tristeza, lo cambió todo.

      En el sueño del viaje en tren, Sara no recordaba quién le había comunicado la noticia de que su hija había tenido un accidente y estaba en coma en Logroño. ¿Y si todo es una broma de mis padres?, pensaba. Después, poco antes de subir al vagón que le señalaba el revisor, se daba cuenta de que había un enorme letrero junto a la puerta. En el vagón, escrita con rotulador, en mayúsculas, aparecía la palabra ZARAGOZA.

      Una vez vieron una escena de una película alemana de los años setenta. Un joven risueño se follaba a tres mujeres igualmente risueñas, dos morenas y una rubia sobre una manta de picnic, en medio de un prado. Al principio, mientras una de ellas se la chupaba al hombre, las otras dos se acariciaban a un par de metros de distancia, ya desnudas, arrodilladas. Después se la chupaban las tres, y después las dos rubias besaban en la boca al hombre mientras la morena cabalgaba sobre él y se acariciaba las tetas. Nunca dejaban de reír, los cuatro. Las risas superaban a los gemidos. Parecía una hermosa tarde de primavera. Había muchos primeros planos del pene entrando desde distintos ángulos en las vaginas sin depilar. Tras diversas combinaciones, el hombre se corría sobre la mujer que tenía las tetas más grandes (una de las rubias, la que parecía menos joven), y entonces Sara se dio cuenta de que, a pesar de que todos estaban desnudos, el hombre llevaba un reloj en la muñeca izquierda. Por algún motivo, el reloj la incomodó, y le dijo a Rafael que ese reloj, completamente visible en el momento del orgasmo, había desviado su atención del semen que caía sobre el vientre y las tetas de la mujer. Tendrías que hacer tu tesis sobre ese reloj, le dijo, eso sí es una auténtica aberración.

      Sara pidió una beca Erasmus. Pero no viajó hasta