Miguel Serrano

Réplica


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me dijo, por fin. Tenemos que ponerle otro nombre. Ah, claro, respondí. Tiene que tener un nombre. Le sugerí varios: Patoso, Matías, Ánade, Bartolo, Juan Carlos. Ninguno le parecía adecuado. No tiene cara de Bartolo, decía, por ejemplo, mientras examinaba con atención los ojos alucinados del muñeco. Pasamos la tarde así, mirando un pato de tela. Laura se tomó el asunto con mucha seriedad. A mí me costaba aguantar la risa. ¿Cómo había sabido que se trataba de otro muñeco? Fue por la noche, después de que la ayudara a ponerse el pijama, cuando me anunció que ya había encontrado el nombre adecuado. Se llamará Patológica, me dijo. Me quedé sin habla. ¿De dónde habría sacado esa palabra? Porque no es un pato, no es exactamente un pato, dijo. Es una chica, una pata. (Tenía una forma muy graciosa de pronunciar algunos adverbios: no dijo «exactamente», claro, sino «sastamente»: «no es sastamente un pato».) Le dije que entonces tendría que llamarse Patalógica, y no Patológica. Se volvió a quedar pensativa. Se llama Patológica, concluyó, dando por cerrada la conversación.

      El sábado, cuando mi hermana vino a buscar a Laura, mi sobrina le contó a su madre las aventuras de la pata Patológica. «Lo mejor de todo», le dijo, «es que no tenemos ni idea de qué ha pasado con el otro muñeco. ¿Habrá salido volando?»

      El domingo por la mañana sonó el timbre. La vecina de abajo traía bajo el brazo el muñeco originario, Feldespato. Al parecer había caído del tendedor a su terraza. A lo largo de la semana había pasado un par de veces por casa, pero no había dado conmigo. Se lo agradecí. Coloqué los dos patos, uno junto al otro, y traté de encontrar alguna diferencia entre ellos. Con un rotulador negro tracé una F en la etiqueta del pato que me había traído la vecina y una P en el que había comprado sólo tres días antes.

      Al viernes siguiente quise hacer un experimento. Coloqué bajo la almohada el muñeco que tenía una F en la etiqueta. Fui a buscar a Laura al colegio, y cuando entramos en mi apartamento ella fue hasta mi cama, retiró el muñeco de debajo de la almohada y se puso a gritar como una loca: ¡Ha vuelto Feldespato! ¡Ha vuelto Feldespato! ¿Dónde estabas, Feldespato?

      Laura decía que Feldespato era un muñeco triste, y que Patológica era una muñeca que siempre estaba contenta. No tenía ningún problema para diferenciarlos. A partir de ese día empezó a dormir con los dos. Cuando se lo conté a mi hermana, me dijo que yo siempre había sido, desde la infancia, una persona muy despistada y, al mismo tiempo, con una enorme imaginación. Seguro que hay algo que los distingue, algo que hasta una niña de cuatro años es capaz de percibir, y sin embargo a ti se te escapa porque siempre estás pensando en otra cosa. Sentí que en esas palabras había algo de reproche. No quise discutir.

      Dos años después, cuando acabó todo, Laura se fue a vivir con su padre a Salamanca. Le ofrecí los patos como regalo de despedida, pero no los quiso. Están acostumbrados a tu casa, me dijo, en Salamanca estarían los dos muy tristes y no sabrían qué hacer. No les gustan las ciudades que no conocen. Además, seguro que los cuidas muy bien. Tuve que reprimirme para no llorar delante de la niña.

      Sólo unos meses después desperté en mitad de la noche con la certeza de que me estaba ahogando. Encendí el televisor y traté de ver una película. Me comí una mandarina. Era viernes, así que al día siguiente no tenía que ir al despacho. Ya estaba amaneciendo cuando abrí la puerta del armario. Saqué los dos muñecos y les pasé la mano por la tripa de tela. Me fijé en las etiquetas y me di cuenta de que las letras que los distinguían se habían emborronado. La P y la F parecían iguales, una mancha vertical. Me pregunté si Laura todavía sería capaz de distinguirlos, de decirme cuál era cuál. Me acordé de mi infancia, de mi hermana, de nuestra madre, de los veranos en la Torre, cuando nos bañábamos en una palangana enorme y llena de bichos. ¿Tú eres Patológica, verdad?, le dije a uno de los muñecos. Devolví al otro al fondo del armario. Espero haber acertado, pensé, mientras me metía en la cama. Me abracé al muñeco con fuerza hasta que me venció el sueño. Cuando desperté, casi ocho horas después, el trozo de tela seguía allí. Fui al cuarto de baño, cogí las tijeras con las que me cortaba las uñas (las mismas que había utilizado tantas veces para cortarle las uñas a Laura) y volví a la cama. Miré al muñeco, miré la etiqueta, llegué a sostenerla entre los dedos índice y pulgar de la mano derecha, pero no me decidí. ¿Y si me equivocaba?

      CENTRAL

      Una vez, poco después de regresar de Berlín, Sara soñó que tenía que viajar en tren a Logroño con urgencia porque su hija había tenido un accidente y estaba en coma. Cogía un taxi hasta la antigua estación de El Portillo, a pesar de que sabía que no funcionaba desde 2003, cuando toda la actividad ferroviaria se había trasladado a la nueva estación intermodal de Delicias (en el sueño también sabía que no tenía ninguna hija, pero ese detalle acentuaba su angustia en lugar de mitigarla). El taxi entraba en la calle Escoriaza y Fabro y Sara veía por la ventanilla un descampado con varias grúas. Un segundo después surgía a la derecha el edificio en ruinas. El cartel había perdido algunas letras, las ventanas estaban rotas, punteadas por viejos aparatos de aire acondicionado perfilados por el óxido. El taxista, un hombre de unos sesenta años con cara de sueño, trataba de convencerla de que no se bajara allí. ¿No ve todo esto?, le decía, haciendo un gesto con la mano que barría el antiguo aparcamiento. Además, no lleva usted maletas. ¿Dónde va a ir así? ¿No prefiere que la lleve al aeropuerto, o a un bar, o a su casa? Sara insistía, pagaba con un puñado de monedas que había llevado apretadas en la mano durante todo el viaje, y el hombre se despedía de ella con un gesto de incredulidad. El reloj cuadrado de la fachada marcaba las cinco y veinte de la mañana, y Sara se decía que no podía olvidar esa hora, que era importante que la recordase en el futuro. Entraba al vestíbulo, bajaba al andén abandonado y pensaba que cuando llegara a Logroño y tuviera todo controlado, se compraría ropa. ¿Cuánto tiempo tendría que permanecer allí, en el hospital? ¿Habría un sofá para dormir? ¿Existiría alguna posibilidad de que trasladaran a su hija a Zaragoza? Y, en ese caso, ¿tendría que pagar la ambulancia? Su hija, en el sueño, se llamaba Zaira. En el andén había un tren parado, y un revisor que le hacía señas desde el vagón de cola, junto a la única puerta abierta. El revisor vestía corbata y chaleco sobre camisa blanca y un traje gris oscuro. En la mano llevaba un banderín. Los zapatos estaban manchados de barro, al igual que la placa metálica de la gorra de plato. Le hacía gestos para que se apresurase. Cuando llegaba junto a él, Sara se daba cuenta de que su rostro era el mismo que el del taxista, aunque había sustituido la sospecha y el gesto hosco por una amabilidad socarrona. ¡Vamos, que no tenemos todo el día, señorita!, le decía.

      Sara tiene grabada a fuego en su memoria una fecha, el 28 de abril de 1990, sábado. Uno de sus compañeros de colegio celebraba su cumpleaños y había invitado a toda la clase. Llevaban semanas, toda una vida, pensando en esa fiesta, en los detalles. Irían a patinar. Comerían los primeros helados de la temporada (parecía que llevaban décadas sin probar un helado). El chico que cumplía años se llamaba Juan, y Sara no tenía demasiado trato con él, no era uno de sus mejores amigos, podría decirse que apenas lo conocía (Sara jugaba casi siempre con las chicas, se encontraba en esa época de distanciamiento que preludia la gran colisión). Sin embargo, habían imaginado la fiesta al margen de Juan, que era el chico que cumplía los años, trece. Como si aquel despliegue de anticipación no tuviera nada que ver con él, con Juan, como si el motivo de la fiesta fuese un accidente. Pero aquella misma semana, el martes, los padres de Sara le dijeron que ella no podía ir a la fiesta, que no iría, porque también era el cumpleaños de su abuela y tenían que ir a Calaceite a visitarla, pasar allí todo el fin de semana. Ella protestó como se protesta contra lo inevitable, con más rabia que convicción. Salieron el viernes en el Peugeot 505 de la familia. Aquella vez, durante ese viaje de dos horas, Sara sintió por primera vez la sensación de que no era ella la que se desplazaba, sino todos los alumnos de 7º B. Ella estaba quieta dentro del coche, y al mismo tiempo su abuela se desplazaba hacia ellos, corría a su encuentro, y todos los niños de su clase viajaban alejándose de ella, hacia un lugar desconocido, como si ya se hubieran puesto los patines y se deslizaran sobre la superficie de la realidad, casi como si flotaran. Yo no me muevo, mis padres no se mueven, el coche está parado, pensó, es todo lo demás lo que cambia de posición, el paisaje, la gente, todo.

      Sara