Miguel Ángel Martínez López

No te daré mi voto


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la visión positiva o negativa de la política va asociada o suele ir acompañada de una concepción optimista o pesimista del hombre. No se ve con los mismos ojos la política cuando se concibe al hombre como un lobo o enemigo del propio hombre, que cuando se entiende que confía en los demás y es generoso o capaz de ser altruista. No es lo mismo el pesimismo antropológico de un Hobbes[5] o el de un Lutero (para el que la naturaleza humana está corrupta y es incapaz de hacer el bien) que el optimismo de un Aristóteles o de un Rousseau (que ponía como ejemplo moral a los niños y a los campesinos, a los que aún no había corrompido la sociedad moderna con su feroz desarrollo).

      Esto es muy importante para mantener un punto de vista sobre la política. Si nos apoyamos en el pesimismo antropológico, la política es una actividad peligrosa frente a la cual es preciso defenderse, pues facilitamos al egoísmo humano el acceso al poder y al dinero. Esta es la visión en la que más ha insistido el liberalismo político. En cambio, si ponemos el acento en el optimismo antropológico, la política es un medio adecuado para que, entre todos, sea posible resolver los principales problemas sociales y tratar de lograr algo que sea bueno para todos: el bien común[6]. Este es el punto de vista que ha destacado, por ejemplo, la corriente política del republicanismo, tan de moda en nuestros tiempos.

      ¿Es que acaso hay que estar comprometido con el pesimismo o el optimismo? Es conveniente no olvidar esa hermosa fábula de Pico de la Mirandola, en su Oratio pro hominis dignitate, en la que Dios, al ir ubicando en una escala las diferentes criaturas del mundo, cuando llega al hombre no le asigna ningún puesto específico. Porque para bien o para mal será el hombre escultor de sí mismo, de modo que podrá, si quiere y según sus obras, subir posiciones en esa escala para acercarse a los ángeles y a la divinidad o, ay, bajar hasta donde se encuentran las bestias inferiores[7]. Por tanto, el destino del hombre está en sus manos y es capaz de hacer lo mejor y lo peor. Ser hombre no es un punto de llegada sino un hacerse, pues es un camino que se recorre hacia delante o hacia atrás. En la naturaleza humana se reproduce a gran escala el Doctor Jeckyll y el Mister Hyde al que aludía Stevenson en su célebre novela, pues podemos encontrar un Hitler y un Gandhi, un Jack el Destripador y una Madre Teresa de Calcuta. Acaso sea suficiente con tener presente la posibilidad de la maldad humana (podemos recordar al menos esa célebre frase con la que culmina la película “Con faldas y a lo loco” dirigida por Billy Wilder: ¡nadie es perfecto!) a la hora de diseñar nuestras instituciones, sobre todo con el fin de poner algún freno, y tratar de facilitar o potenciar el lado positivo de la entrega a los demás a través de la solidaridad y la caridad, de modo que pueda crecer el tejido cívico que constituye un auténtico combustible de la sociedad.

      Pues bien, estos dos temas íntimamente conectados, el de la posibilidad humana de hacer el mal y su reflejo a otro nivel a través de la política, constituyen en mi opinión la principal columna vertebral de la novela No te daré mi voto del novelista (y también poeta) Miguel Ángel Martínez. Acaso esta novela sea una especie de prolongación de su anterior novela, titulada El poder de la derrota[8]. Si en ésta el autor profundizaba en la dificultad de calcular el bien o el mal a través de las gafas de la apariencia (insistiendo en el pensamiento cristiano expresado en las bienaventuranzas acerca de que detrás de la aparente derrota de la cruz está la victoria), ahora el autor adopta el punto de vista interno e indaga en el ejercicio de la libertad y la inclinación al mal. Tanto a nivel individual como a nivel colectivo a través de la política.

      Para ordenar mi exposición, abordaré en los dos siguientes apartados algunas de las implicaciones que se comentan en esta novela en relación con dos ámbitos: el de la política y el de la ética. Empezaré por la política.

      II

      Como es sabido, los orígenes de la política articulada a través del sistema democrático se remontan a la polis griega. Es verdad que en aquella democracia el pueblo o el demos estaba recortado, pues no podían votar las mujeres, los esclavos y los extranjeros[9]. A ello se añadía que los grandes capitanes de la filosofía griega se oponían a la democracia: Platón porque defendía el elitismo del gobierno de los filósofos-gobernantes y Aristóteles porque prefería el cultivo de la virtud y la deliberación frente al aspecto cuantitativo de la mayoría democrática[10]. Pero era una sociedad política que, aunque limitada por aquellas exclusiones del voto, contaba con una escasa población y eso facilitaba, entre otros factores, el ejercicio de la democracia directa[11].

      Con el paso del tiempo se abre paso lo que parece inevitable: la institución de la representación política. Surge esa dicotomía entre representantes y representados. Aquel grupo cada vez más numeroso de ciudadanos se ve remplazado por otro grupo menor que se dedicará al mundo de la cosa pública. Hay muchas razones en juego: porque resulta imposible reunir en un foro a todos los ciudadanos, por una cuestión de tiempo (cada uno debe emplearse a fondo a cultivar el jardín de su vida privada), por la falta de preparación para abordar ciertos temas, por la celeridad que requiere la toma de algunas decisiones e incluso para no radicalizar la discusión entre los ciudadanos. Por todo esto, para poder coordinar las decisiones de un gran número de personas, termina por imponerse la descansada lógica de la democracia representativa que alumbra la figura del político profesional. La justificación de la representación política tiene su anclaje, por tanto, en la necesidad de la división de funciones o en el principio de especialización: es mejor que sean otros, pero en nuestro nombre, los que se dediquen de forma profesional a la tarea de la política.

      A partir de aquí se abre la gran brecha entre los electores y los políticos. ¿Significa esto que los políticos han robado el fuego de la soberanía al pueblo, que es el titular del poder soberano? No. Lo que sucede es que la titularidad de la soberanía es del pueblo, pero para poder ejercerla necesita acudir a los políticos. La soberanía no pertenece a uno sólo (a un jefe, como sucede en las dictaduras), ni a los políticos (la concepción politicista de la democracia) ni siquiera a una parte de la sociedad (la visión mayoritarista de la democracia) sino a todos y cada uno de quienes componen el pueblo[12]. Pero su ejercicio necesita la mano de los políticos. Éstos no van por libre. Se adscriben a los partidos políticos, que nacen como clubes u organizadores de opinión. Son los partidos políticos los que articulan burocráticamente la representación política, ofreciendo sus candidatos en unas listas (que suelen ser cerradas o abiertas) al electorado. Los partidos políticos, con sus defectos y con sus virtudes, son hoy por hoy, en mi opinión, insustituibles en el engranaje de la máquina política.

      El político, por tanto, debe contar, en primer lugar, con el apoyo de su partido para presentarse al electorado. Y, en segundo lugar, la conquista de la condición de político no depende de que pertenezca a una clase social determinada, ni de que tenga varias carreras universitarias ni de que ofrezca un portentoso aspecto físico. En democracia la condición de representante político depende del apoyo expresado a través de los votos. Nadie es político per se sino en función del apoyo popular que recibe, esa es la magia de la democracia. Para Popper la democracia no es tanto una manera de conceder el poder al pueblo como un método para cambiar los gobiernos (hoy gobiernan unos, mañana otros) sin derramamiento de sangre. Es verdad que la traducción de los votos individuales en escaños atraviesa un proceso complejo en el que intervienen muchos factores. Pero básicamente el político aparece asociado a una contingencia: la del parecer del electorado.

      Es importante advertir que el representante político, de acuerdo con lo que se afirma en nuestra Constitución, no es elegido para una actividad particular o para tomar una decisión concreta (art. 67.2). Se entiende que es escogido para una actividad general. Y esto es razonable, porque así se garantiza una menor atadura o una mayor flexibilidad en sus actuaciones, para que no tenga que estar constreñido a actuar forzosamente de una manera, pues la política es el reino de la deliberación y los acuerdos.

      La figura de los políticos arregla