José Díaz Rincón

Me sedujiste, Señor


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poderle conocer y gozar de su incomparable amistad. Nunca he dejado de poner en práctica los medios principales que Él nos da para mantener y hacer crecer la fe. Estos medios son: la oración –la Palabra de Dios– la caridad y, siempre que sea posible, la Eucaristía.

      En toda mi experiencia apostólica he vivido muchas situaciones y vicisitudes distintas. En mis años jóvenes, la mayoría de mi generación vivía en una situación de postración humana, cultural y estaba muy herida por las causas y consecuencias de la guerra civil que ocurrió de 1936 a 1939. Ya cuando me casé y me encontraba en mi plenitud humana, vivíamos una situación de falta de libertad, por la realidad política, de lastre económico por la herencia de la República, la guerra y ahora el aislamiento que padecíamos. Sin embargo existían deseos de promoción humana por el despertar de Europa después de la II Guerra Mundial. Igualmente nos encontrábamos con una confusión atroz, por los declives de las ideologías radicales y por la misma crisis social y de la Iglesia, a la que el Espíritu Santo llevó a un Concilio ecuménico.

      Es normal que en el mismo trabajo apostólico, a veces, prevalecen criterios humanos para buscar la respuesta cristiana que debemos dar en cada momento histórico. Observaba que sólo se buscaban respuestas materiales y humanas, promover la contestación, el sentido crítico, proporcionar lugares de reunión, de diversión, de promoción, impulsar la participación ciudadana, el diálogo, etc. que son cosas buenas que debemos hacer, pero haciendo prevalecer el sentido cristiano, despertar y formar la fe, hacerles amigos de Jesucristo, que se viva la filiación divina por la gracia, que descubran la santidad como meta de nuestra fe, porque “todo lo demás se os dará por añadidura”, asegura el Evangelio.

      Por eso, aún en los confusos años del posconcilio, jamás abandoné ni cedí en las certezas de la fe cristiana, es decir, las Verdades que son fundamento de la fe, que jamás pueden cambiar, que existe un Dios trino y uno, que Jesucristo es el Mesías, prometido que ha venido para salvarnos, que Él ha fundado la Iglesia, que existe la vida eterna, etc. En esos oscuros años y circunstancias, muchos movimientos eclesiales, sacerdotes, religiosos y hasta algún Obispo, caían en un temporalismo y reduccionismo peligroso. Veía con dolor cómo las personas perdían la ilusión, el coraje cristiano y hasta la ortodoxia. No dudé nunca que la mayoría procedían de buena fe, queriendo interpretar así los nuevos signos de los tiempos y la doctrina conciliar, pero, sin duda, estaban equivocados, como se ha demostrado posteriormente.

      De ahí que nunca deje la oración, la formación, la Eucaristía. Hablaba con todos los que podía para animar y razonar su fe, y tomaba parte en los ejercicios espirituales, los retiros, celebraciones de la fe, cursillos, etc. A veces asistían pocos, pero no me desanimaba, porque sabía que las cosas volverían a su verdad y a su ser, porque la vida espiritual es el motor de nuestra propia existencia y del compromiso apostólico, pues Jesús nos asegura: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).

      II

       Mi encuentro con Jesús

      2.1. Desde primera hora y en el volcán de la persecución

      Dios, dador de todo bien, me concedió la inmensa gracia de comenzar a conocerle y a tratarle desde mi primera infancia. Nací el 1 de julio de 1930, fui el primero de cinco hermanos en una familia rural, sencilla y creyente, en El Romeral, pueblo toledano situado en el corazón de La Mancha. Entonces tenía algo más de tres mil habitantes.

      Mis padres me transmitieron la fe cristiana y me ofrecieron un ambiente austero, familiar y religioso. Cuando no podían llevarme a la Iglesia, porque mi padre trabajaba en el campo y mi madre tenía que atender a mis hermanos más pequeños, me confiaban a una buena vecina, distinguida y religiosa, madre del jefe comarcal de correos, o a una hermana de mi padre, que estaba soltera y frecuentaba la Iglesia. Las dos me querían mucho, por lo pequeño y, sobre todo, porque era un niño muy pacífico y me sentía feliz con cualquiera, según me contaban después.

      Las circunstancias eran muy difíciles. Se acababa de proclamar la II República, que era abiertamente enemiga y perseguidora de la Iglesia Católica y de los verdaderos valores. Se pervertía la educación, la enseñanza, las escuelas, se atacaba todo signo religioso, patriótico, se quemaban iglesias, conventos y lugares religiosos, se promovían algarabías perversas, sembrando el odio, la vagancia y el enfrentamiento, se maltrataba a todo creyente. En aquella situación horrible, con unos cinco años, en mi interior infantil, comencé a diferenciar aquellos llamativos comportamientos con lo que veía en la Iglesia y en mi familia, lo que me llevaba a querer más a Jesús y a quedarme con mis padres cuando rezaban a escondidas; por supuesto no sabía otras oraciones que el Padrenuestro, Ave María y Gloria.

      Cuando acababa de cumplir seis años estalla la Guerra Civil y observaba silente toda la barbarie que se daba en mi pueblo, que estaba en zona “roja” y yo sólo podía ver ente los visillos de casa. Preguntaba a mi madre por qué lloraban y no tenían respuesta para mí. Entonces yo rezaba más, con las escasas jaculatorias que me había enseñado.

      Una noche de finales de julio de 1936, pasada la medianoche, vinieron a casa unos milicianos para llevarse a mi padre a la cárcel por ir Misa y ser amigo del Párroco. Al intentar hacerles alguna consideración le dieron un golpe brutal a mi padre. Presencié la escena agarrado a la mano de mi madre y recuerdo aquello como si fuese ahora mismo, ya que como siempre tuve un sueño ligero, me desperté asustado y se me quedó muy grabado. Después de llevarse a mi padre al calabozo nos fuimos, de noche, a casa de mis abuelos paternos. Sin juicio alguno, le condenaron a muerte y pudo salvarse por la intervención del alguacil, que trabajaba en casa de mis abuelos. Al salir de la cárcel, le incorporaron al frente “rojo”, que estaba en Mascaraque, la llamada “quinta del saco”, que eran los mayores, así como a los jovencitos de menos de veinte años los llamaban “quinta del chupete”. Al poco tiempo de estar allí tuvo la valentía de pasarse al frente nacional. No obstante, tuve la ocasión de ir a verle y dormir con los soldados, ya que unos vecinos y parientes que tenían que ir a Mora, con un carro y una mula, me quisieron llevar. La distancia es de 32 km. Mi madre cayó enferma hasta su posterior muerte (en 1959), y con la ayuda de mis abuelos salimos adelante.

      Reemprender la vida, después de la contienda, fue durísimo. Mi padre volvió a casa y retomó su trabajo agrícola. Vinieron unos años muy malos, que llamamos “los años del hambre”, por las muchas necesidades en la reconstrucción del país, lo cual se complicaba por el abandono del campo aquellos tres años de guerra y la climatología que tampoco ayudó, siendo muy escasas las cosechas.

      Lógicamente el desarrollo y la educación eran muy difíciles, sobre todo para familias numerosas y modestas, como la mía. Por esta razón soy autodidacta. Desde los diez años me tuvieron que poner a trabajar, por ser el mayor de casa y criarme muy fuerte. Me llevaban al campo y también en una fábrica de harinas que existía en mi localidad, y aunque siempre me ha gustado estudiar, desde muy pequeño me tuve que conformar con la enseñanza escolar y algunas clases particulares que, con mucho sacrificio, me proporcionaron mis padres.

      Hice la primera comunión y me confirmaron con unos diez años, sin ninguna celebración ni traje especial, ni regalos ni nada, tal y como iba vestido. El catecismo lo sabía de memoria y lo entendía, incluso lo que entonces llamábamos la Historia Sagrada, que era un precioso libro con imágenes que resumía muy bien lo principal de la sagrada Biblia, ya que antiguamente no se nos permitía leer el Antiguo Testamento. En el rito de la Confirmación, celebrado por el Obispo Auxiliar Don Eduardo Martínez, se hacían algunas preguntas a los confirmandos, para saber si estaban preparados para recibir este sacramento. Me preguntó el Obispo los efectos del Bautismo. Contesté: nos borra el pecado original y otros si los hubiere; nos hace hijos de Dios por la gracia; miembros de la Iglesia de Cristo; y nos capacita para recibir el Espíritu Santo. Como le contesté bien, me hizo una segunda pregunta, yo creo que fue para ver si había sido por suerte la anterior. Entonces me preguntó: ¿Cuál era el sacramento principal y cuál era el más importante? Sin titubear, contesté que el primer sacramento principal era el Bautismo, porque es la puerta de la fe, y que el más importante era la Eucaristía, porque contiene al Autor de los Sacramentos, al mismo Cristo. Otros niños también contestaron bien y el Prelado felicitó públicamente al Párroco.

      Algunas