José Díaz Rincón

Me sedujiste, Señor


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más, que para mí fueron decisivos e importantes, porque Dios se sirve de todo para llevarnos a Él, siempre que nosotros sepamos escucharle y queremos descubrirle en los acontecimientos y en las personas.

      El otro hermano que he tenido, ya fallecido, nació en la guerra, el resto son mujeres, y aquellos días fue a casa una mujer que venía de paso y quería que la ayudásemos. Ya había pasado el fragor de la guerra en nuestra zona, y ella pretendía ir a Andalucía. Al verla, mi madre, intuyó de inmediato que era una religiosa, como así fue, les habían quemado el convento y matado a la mayoría y ella iba de huída. La invitó mi madre a quedarse con nosotros, pero allí tampoco estaba segura. Decidió marchar en el tren a Alcázar de San Juan, pero antes la pidió que bautizase a mi hermano Tomás con el bautismo de socorro. Así lo hizo, con una unción y devoción impresionantes. No olvidaré nunca aquella escena gozosa. Ella nos explicó a niños y mayores lo que significa el Bautismo. Rezamos con ella, dio oxígeno a nuestra fe y por nada queríamos separarnos de ella, pero no tuvo más remedio que partir.

      El otro recuerdo imborrable es el de un maestro buenísimo y muy creyente, don Agustín, que era de Miguel Esteban, ya mayor, y estaba destinado en El Romeral. Le cogió allí la guerra y le obligaron a quedase para seguir de maestro, porque carecían de gente preparada para todo. Quedó sólo él y una maestra sin título para todos los niños. Uno tenía todos los niños de distintos niveles, y la otra las niñas de igual forma. Como sabían quién era don Agustín, le hacían la vida imposible, le insultaban, se mofaban de él, le ponían trampas y le amenazaban. Para salvar su integridad me cogía a mí de la mano para ir y volver de la escuela, porque se hospedaba en casa de mi abuelo materno que tenían fonda. Llegué a quererle como a un padre, como él era creyente y sabía que a mí me gustaba la religión católica, me enseñaba muchas cosas y rezábamos juntos. Él sufrió mucho, pero para mí y más gente fue un ejemplar maestro, un testigo cristiano y un baluarte en nuestra vida. He conservado la amistad con sus hijos hasta que han muerto.

      2.2. Experiencias creyentes de la infancia

      Aparte de las anteriores que he narrado, de los diez a quince años, tuve ya experiencias muy vivas, serias y que marcaron y orientaron mi vida para siempre. Debo confesar que me produce mucho rubor y pudor manifestar cosas personales, pero porque me lo han pedido, por si puedo dar algo de gloria a Dios, pregonar a Jesucristo y hacer algún bien a mis hermanos que me conocen o puedan leer estas líneas, con gusto sintetizo algunos hechos que, por la gracia de Dios, han hecho bien a los demás y han dejado huella en mi alma y en mi vida.

      a) Mi vocación catequética

      A partir de mi confirmación, el párroco habló con mis padres para que me dejara ser catequista en la parroquia. Ellos no pusieron más objeción que la de ser yo muy niño y le pedían al sacerdote que me cuidase y vigilase. Él accedió encantado, yo no había cumplido once años. Fui el primer varón que dio catequesis en mi parroquia, el resto eran mujeres mayores. Todos los chavales, lógicamente, querían venir conmigo y, sin pretenderlo, provoqué un revuelo y un problema. Entonces el párroco me llamó a su casa para hacerme unas preguntas, pero aquello fue un examen en toda regla. Me preguntó cosas diferentes sobre el catecismo, sobre Historia Sagrada, y religión en general. Debió satisfacer su curiosidad o preocupación, porque, allí mismo, me dijo: “Te voy a poner un mes con cada uno de los grupos de la catequesis, teniendo en cuenta que tienen distintos niveles y debes adaptarte a ellos ¿tú estarías dispuesto? Yo te ayudaré todo lo que necesites”. Por supuesto, con esta seguridad, contesté afirmativamente. Aquello me ilusionó mucho, todos los grupos estuvieron a gusto conmigo y yo con ellos y no hubo el menor problema. Debo resaltar algo que siempre he admirado y agradecido, que las catequistas accedieron con gusto a esta adaptación de los grupos y todas me querían mucho.

      Cuando pasaron dos o tres años, que ya me habían visto actuar, pude convencer a dos o tres amigos íntimos de mi panda, que éramos siete, desde muy pequeños. Asimismo animé a otro chico mayor que nosotros, que estudiaba el bachiller. También decidió incorporarse a la catequesis un maestro, soltero, don Luis, que estaba destinado allí y se hospedaba en mi casa. Igualmente se incorporaron unas chicas jóvenes, entren ellas una que después sería mi esposa y madre de mis hijos. Don Francisco, el párroco que vino años después, me decía que la catequesis nunca funcionó tan bien como en la época nuestra.

      A toda mi generación prácticamente le di catequesis. Esta es una de las razones por las que la gente de El Romeral me ha tenido un afecto grande, que aún perdura, y a pesar de que salí muy joven de mi pueblo natal y he podido volver poco. Es cierto que yo he intentado corresponder a ese afecto.

      También esta hermosa experiencia catequética es la que ha marcado, en un aspecto, toda mi vida, ya que nunca he dejado de dar catequesis. En los últimos años me he dedicado mayormente a los adultos, personas que no había recibido los sacramentos o estaba apartados de la Iglesia. Ahora mismo estoy dando catequesis a tres adultos.

      b) “El Buen Amigo”, o mi inicio en el apostolado seglar

      “El Buen Amigo” era un simpatiquísimo semanario para el mundo rural, de dos hojas de información religiosa, preciosas y con mucho gancho, nada de clerical. Contenía la explicación breve del Evangelio del domingo, una reseña de los santos más importantes de la semana, un cuento o narración popular con gracejo y moraleja, algún chiste, fuga de letras, el tiempo, etc. Hacía un bien inmenso a la gente sencilla de los pueblos, porque estaba muy bien orientado, se leía con facilidad y hacía sentirse protagonista de los hechos que se narraban. Lo leían toda clase de personas, aunque no fuesen a la Iglesia.

      Cuando yo tenía unos trece años teníamos un sacerdote mayor, don Manuel, y por su mucho trabajo, no podía complicarse más. Como venían muy escasos los ejemplares de “El Buen Amigo” le propusimos aumentar el número, pero él no aceptó. Entonces le dije que si quería lo podía hacer yo, que me los enviasen a casa y me encargaba de cobrarlos y pagarlos. Me parece que cada número valía 10 céntimos de peseta. Aceptó y pedimos cincuenta o setenta números más, los cuales repartía todos los domingos a domicilio en distintas familias, algunas veces me ayudaba algún amigo. Esto para mí fue un descubrimiento, porque me daba la ocasión de contactar personalmente con las familias y la gente que nos lo agradecía mucho.

      Aquel hecho me abrió un horizonte apostólico apasionante y, sin duda, despertó mi vocación apostólica, marcándome para ser apóstol seglar toda mi vida. Por otro lado, esta actividad y en aquella edad, me educó mucho humana y apostólicamente. Todas aquellas familias a las que iba a llevar “El Buen Amigo” me acogían sin reticencias y me daba ocasión de hablar con ellas, de explicarles cosas de religión, de conocer y de participar en sus problemas, de besar a sus enfermos o ancianos, de prometerles mis oraciones, lo cual cumplía. De ahí que empecé a experimentar el sentido, la viveza y el gozo de la oración, porque a mí no se me hacía rutinaria, pesada o aburrida, ya que tenía contenidos y me hacía sentir la presencia del Señor, que es lo más importante de la oración, que estaba cercano, me escuchaba y le agradaba estar con nosotros.

      c) Mis preferencias por estar con los necesitados

      En aquellos años de mi pubertad, ya muy definido como militante cristiano, sentía una compasión grande por las personas que sufrían, me sentía muy a gusto estando con ellos y gozaba incomparablemente si podía ayudarles algo o compartir con ellos.

      Debo confesar que el sentido de la caridad nos lo infundió mi madre a todos hasta el fondo de nuestra alma, solo con su ejemplo. Aunque nosotros estábamos muy necesitados, jamás vi a un pobre salir sin limosna de casa, a alguien que no fuese escuchado y acogido, algo que tuviésemos que no fuese compartido. Muchas veces vi a mi madre dar a otros lo que ella misma necesitaba, de quitarse la comida o el vestido para darlos a otros necesitados. Vi pasar a los pobres a casa para lavarlos, vestirlos y animarles. Es uno de los testimonios que he visto en mi vida más admirables e impactantes.

      En aquellos años había en el pueblo como dos clases de pobres, los que no tenían nada en absoluto, que pedían limosna y vivían en los silos. Eran unas viviendas pobres debajo de los cerros que tenían la doble ventaja de no ser frías y defenderse del calor, por estar bajo tierra. Los otros pobres eran las víctimas de la guerra y de la política de entonces, personas huérfanas,