e intimidad no pueda ser exclusiva, nos recuerda el hecho de que los seres humanos reaccionen generalmente a lo audible del mismo modo que a la visión de cosas distantes: objetivador y distraído, no íntimo y sin contacto físico, característico de la autoprotección y el distanciamiento. No es posible, por lo tanto, derivar solamente de la audición la aparición de la intimidad despierta, como tampoco lo es convertir a nadie en un místico diciéndole que es un ser-en-el-mundo.
¿Dónde estamos cuando escuchamos música? La pregunta es lo suficientemente extraña como para evocar la transición de imaginar objetos a vivir en un/os medio/s. Pero el comportamiento propio de vivir en un medio no lo revelan con frecuencia los signos de participación de los sujetos en todo lo que los rodea, sino la inmersión de estos en sí mismos. Recuerdo las «ausencias» socráticas, que todavía marcan con invisibles signos de interrogación el comienzo de la filosofía europea. Tanto Jenofonte como Platón cuentan que Sócrates tenía la costumbre de volver repentinamente «su espíritu hacia sí mismo» y quedarse «sordo a las palabras que más insistentemente le dirigían»; cuando esto sucedía, continuaba imperturbable con sus ocupaciones del momento. En una ocasión, durante una acampada militar, permaneció veinticuatro horas en el más completo ensimismamiento, inaccesible a toda señal del mundo exterior. Nadie considerará tales episodios como una prueba de musicalidad, pero la pregunta de dónde estaba el pensador durante sus ausencias es difícil de responder sin mención de un mundo de voces y sonidos interiores cuya presencia puede ser más poderosa que cualquier ruido exterior. Si el filósofo se había transportado a una esfera que para los mortales corrientes no parece ser de este mundo, su inmersión en un estado de sordera para los ruidos exteriores es relevante en un sentido acústico profundo. Tal estado está tan esencialmente conectado con lo que llamamos inspiración o ensimismamiento, que no podríamos especificar lo que es el alma sin decir también que es audición autorreferencial. Si Sócrates hubiese hablado de sus raptos, habría dicho que eran estados en los que el mundo queda transitoriamente en suspenso sin que se interrumpa el continuo de la presencia anímica de sí mismo. Oigo voces, luego Dios me hace pensar; algo me susurra algo, así que no puedo no pensar en las grandes cosas. Tal vez Sócrates habría dicho que era un experto en suspensiones discrecionales del mundo. Los trances enstáticos del protofilósofo europeo eran un sueño de razón que no producían monstruos, sino voces interiores, ideas y teoremas. Estar lejos de todo lo que acaece, creó la condición para un despertar que nos hace asombrarnos de que exista algo.
No es necesario ser un filósofo para suspender ocasionalmente el mundo. Todo mortal tiene práctica suficiente en tal suspensión del mundo –y no sólo porque en ocasiones le invadan sentimientos apocalípticos–. Los humanos son seres que no pueden evitar dejar caer por unas horas del día el telón del teatro del mundo, aunque se definan a la luz del día como seres racionales y la razón pretenda ser la facultad de mantenerse en un estado duradero de vigilia respecto a un mundo siempre presente. ¿No eran los filósofos ex officio los mártires de la ilusión de ser capaces de permanecer continuamente despiertos?
Puede verse un remate del pensamiento posmetafísico en el hecho de que los sujetos de hoy, tras milenios de experimentos con los fantasmas de la vigilia permanente, se conviertan con resignación activa a una teoría positiva del no-siempre-poder-estar-despierto-en-el-mundo. Un nuevo tipo de antropología filosófica está emergiendo de la proposición de que los humanos son seres que están sujetos a los ritmos de emersión y sumersión del mundo: existentes, inexistentes, presentes, ausentes. De la idea de la antropología como ontorrítmica se deriva un programa doble: por el lado positivo, una metafísica de la trivialidad y, por el negativo, una ontología de naderías discretas o grises[10]. Bajo el aspecto rítmico sale a la luz un secreto parentesco entre diversos ámbitos de la vida humana que generalmente nunca se consideran juntos: el sueño y la estupefacción, los más antiguos retiros del ser apartado del mundo, provienen de las culturas de la droga, la meditación, la especulación – y la música, el dulce arte que, se dice, nos saca de las horas grises y nos transporta a un mundo mejor. Ellos se turnan como elementos de un sistema inmunitario como protección contra un mundo infeccioso y agobiante.
Un pasaje del libro de Erhart Kästner El tambor de las horas del sagrado Monte Athos nos enseña cómo el acosmismo de la noche se combina con el distanciamiento del mundo que induce el silencio monástico y el éxtasis del oído en un patrón común:
El tambor de las horas, una tabla de madera, se golpea con el comienzo de cada oficio; así se hace con el servicio de medianoche, con el orthros, que viene inmediatamente después, y con el proti. El macillo ejecuta sobre la madera de ciprés una serie de notas rápidas, agudas o bajas según se golpee en medio o más al borde de la tabla. El monje lo lleva delante de él, y mientras camina y lo golpea, suena aquí y allá en la noche, se aproxima, se detiene y se lo traga el oscuro portón. Así es la llamada a la oración en el monte Athos; evoca el Oriente, el desierto. Es un sonido seco, de huesos, tomado del herbario de diez mil noches, todas iguales. Y qué fuerza tiene este repiqueteo… El tamborileo se entreteje con el sueño y el duermevela […] las estrofas de madera se clavan con fuerza, igual que un encaje de marfil, en la negra capa de la noche…[11].
Esto no se aleja mucho del camino que toma la curiosa teoría de la música de Emile Cioran:
Poseemos en nosotros mismos toda la música: yace en las capas profundas del recuerdo. Todo lo que es musical es una cuestión de reminiscencia. En la época en que no teníamos nombre tuvimos que haberlo oído todo[12].
Para aclarar este aforismo gnóstico de Cioran, digamos que resume en una frase el núcleo de una musicología profunda que sería igualmente aplicable al arte musical del pasado como al contemporáneo. Me conformo con dividir el comentario de Cioran en dos afirmaciones parciales para así amplificarlo. En primer lugar, ocurre que oímos ya antes de la individuación; es decir, el oído fetal anticipa el mundo como una totalidad de ruidos y sonidos que constantemente se suceden; escucha extáticamente desde la oscuridad ese ambiente sonoro, casi siempre orientado al mundo, en una tendencia inquebrantable al futuro. En segundo lugar, después de la formación del ego escuchamos hacia atrás; el oído quiere hacer desaparecer el mundo como totalidad de ruidos, pues anhela volver a la eufonía arcaica del interior premundano, activa la memoria de un enstasis eufórico que nos acompaña como una luminiscencia residual del paraíso. Se podría decir que el oído individuado o desdichado tiende de un modo irresistible a alejarse del mundo real hacia un espacio más íntimo de reminiscencias acósmicas.
La música sería la conexión de dos esfuerzos de los que se derivan dos gestos que parecen estar en mutua oposición dialéctica. Uno conduce de una nada positiva, de un seno que es un interior sin mundo, hacia la manifestación del mundo, la escena abierta, la arena del mundo, y el otro, de la abundancia, la disonancia, la sobrecarga, de nuevo al seno sin mundo, liberado de él, interiorizado. La música del venir al mundo es una voluntad de poder en forma de sonido que se crea en la línea de un continuo que parte de dentro y que quiere constituirse en un incesante gesto vital; la música de la retirada, en cambio, se esfuerza por retornar, tras la ruptura del continuum, al acósmico estado de indecisión, en el que la vida herida se recoge y sana como noluntad de poder. De ahí que en los gestos primarios de toda música haya un dualismo de salida y regreso. Al primer polo corresponde un motivo adventicio que semeja enteramente un éxodo en el que se afirma una voluntad de sonar y subir una rampa, mientras que al segundo le caracteriza un rasgo nirvánico que aspira al retorno y la conclusión, la extinción, el reposo. Sin duda, el fantástico desarrollo de la moderna música europea en su extraordinario poder de materialización fue capaz de renovar el compromiso entre las aspiraciones básicas en cada estadio de la técnica compositiva. La gran música occidental ha instrumentado con grandes orquestas ese emerger de los sujetos en el mundo, y al mismo tiempo representó en altos niveles de individuación melódica esos retornos a lo más interior y alejado –a las islas de los bienaventurados y los jardines de los dos seres en intimidad–. Cuando la música europea como arte de la materialización en lo incorpóreo daba lo mejor de sí misma, equilibraba felizmente el anhelo