yo el tranvía o llevarlas a escuchar una banda o a una función de teatro o comprarles chocolate y dulces o algo de ese estilo. Solía gastarme dinero en ellas, sí señor –añadió en tono convincente, como si fuera consciente de que no le estaban creyendo.
Pero Lenehan no tenía inconveniente en creerle. Asintió gravemente.
—Me sé ese juego –dijo–, y es juego de incautos.
—Y maldita la cosa que jamás saqué de él –dijo Corley.
—Lo mismo digo –dijo Lenehan.
—De una de ellas nada más –dijo Corley.
Se humedeció el labio superior pasándose la lengua por él. El recuerdo le iluminó los ojos. También él observó el pálido disco de la luna, ahora casi velado, y pareció meditar.
—Ella era... algo cabal –dijo con pesar.
De nuevo quedó en silencio. Entonces añadió:
—Ahora hace la carrera. Una noche la vi pasar por Earl Street. Iba en un coche con dos tipos.
—Supongo que te lo debe a ti –dijo Lenehan.
—Hubo otros que estuvieron con ella antes que yo –dijo Corley filosóficamente.
En esta ocasión Lenehan se inclinaba por no creerle. Movió la cabeza de un lado a otro y sonrió.
—Ya sabes que a mí no me engañas, Corley –dijo.
—¡Lo juro por Dios! –dijo Corley–. Ella misma me lo dijo.
Lenehan hizo un dramático gesto.
—¡Vil traidor...! –dijo.
Cuando pasaban por la valla del Trinity College[9] Lenehan se bajó a la calzada y miró el reloj.
—Y veinte –dijo.
—Hay tiempo de sobra –dijo Corley–. Vendrá, seguro. Siempre dejo que espere un poco.
Lenehan rio silenciosamente.
—Diantre, Corley, sabes cómo ganártelas –dijo.
—Me sé todos sus truquitos –confesó Corley.
—Pero oye –insistió Lenehan–, ¿estás seguro de que lo vas a conseguir? Ya sabes que es cosa delicada. En lo que es eso, ellas no ceden nada. ¿Eh?... ¿Qué dices?
Sus ojos pequeños y brillantes buscaron ratificación en el rostro de su compañero. Corley movió la cabeza a uno y otro lado como si ahuyentara un pertinaz insecto, y frunció el ceño.
—Lo sacaré –dijo–. Déjamelo a mí, ¿vale?
Lenehan no dijo nada más. No quería contrariar el ánimo de su amigo, ni que le mandaran al diablo y le dijeran que nadie había pedido su consejo. Se hacía necesario algo de tacto. Pero el ceño de Corley pronto se alisó otra vez. Sus pensamientos iban en otra dirección.
—Es una guapa y decente damisela –dijo con aprecio–, eso es lo que es.
Recorrieron Nassau Street y giraron entonces por Kildare Street. No muy lejos del porche del club había un arpista[10] en la acera tocando para un pequeño círculo de espectadores. Pulsaba las cuerdas descuidadamente, mirando de cuando en cuando brevemente a los recién llegados, y de cuando en cuando, cansinamente también, hacia el cielo. También su arpa, ignorante de que sus vestimentas habían caído hasta sus rodillas[11], parecía cansada, tanto de los ojos de los extraños como de las manos de su propietario. Una mano tocaba en los bajos la melodía de Silent, O Moley[12], mientras la otra recorría rápidamente los agudos tras cada grupo de notas. Las notas de la canción latían profundas y llenas.
Los dos jóvenes subieron la calle sin hablar, la lastimera música les seguía. Al llegar a Stephen’s Green cruzaron la calle. Aquí el ruido de los tranvías, las luces y el gentío les sacaron de su silencio.
—¡Allí está! –dijo Corley.
Una joven estaba en la esquina de Hume Street. Llevaba un vestido azul y un sombrero blanco de marinero. Estaba en el borde de la acera, haciendo oscilar una sombrilla con una mano. Lenehan se animó.
—Echémosla un vistazo, Corley –dijo.
Corley miró oblicuamente a su amigo y una displicente sonrisa apareció en su rostro.
—¿Te me vas a entrometer? –preguntó.
—¡Maldita sea! –dijo Lenehan con descaro–. No quiero que me la presentes. Lo único que quiero es echarla un ojo. No me la voy a comer.
—Ah... ¿echarla un ojo? –dijo Corley más amigablemente–. Vale... a ver qué te parece. Me acerco yo y hablo con ella, y tú puedes pasar al lado.
—¡Bien! –dijo Lenehan.
Corley ya había pasado una pierna por encima de las cadenas[13] cuando Lenehan le gritó:
—¿Y luego? ¿Cuándo quedamos?
—A las diez y media –contestó Corley, pasando por encima la otra pierna.
—¿Dónde?
—En la esquina de Merrion Street. Estaremos de vuelta.
—Háztelo bien –dijo Lenehan como despedida.
Corley no contestó. Cruzó la calle despreocupadamente haciendo oscilar la cabeza de un lado a otro. Su corpulencia, su indolente andar y el compacto sonido de sus botas tenían en sí algo propio del conquistador. Se acercó a la joven, y sin saludo previo, empezó a hablar con ella. Ella hizo oscilar la sombrilla con mayor rapidez y ejecutó medios giros sobre los talones. En una o dos ocasiones, cuando le hablaba de cerca, se reía e inclinaba la cabeza.
Lenehan los observó durante unos minutos. Luego pasó andando rápidamente a cierta distancia de las cadenas y cruzó la calle en diagonal. Al acercarse a la esquina de Hume Street notó el aire muy perfumado y sus ojos escrutaron rápida y ansiosamente la figura de la joven. Llevaba puesta sus galas dominicales. Su falda de sarga azul estaba ceñida en la cintura por un cinturón de cuero negro. La gran hebilla de plata del cinturón parecía apretar el centro de su cuerpo, recogiendo la luminosa tela de su blusa blanca como un prendedor. Llevaba una chaqueta corta, negra, con botones de madreperla, y una deslustrada boa de piel negra. Los extremos del cuello de tul habían sido cuidadosamente desarreglados, y en el pecho llevaba prendido un gran ramillete de flores rojas, con los tallos hacia arriba[14]. Los ojos de Lenehan percibieron con aprobación su robusto, pequeño y musculoso cuerpo. Una franca y tosca lozanía relumbraba en su cara, en sus regordetas mejillas coloradas y en sus desenfadados ojos azules. Sus rasgos eran romos. Tenía la nariz ancha, una boca irregular que se mantenía abierta en un voluptuoso y satisfecho mohín, y dos protuberantes dientes frontales. Lenehan se quitó la gorra al pasar, y unos diez segundos después Corley devolvió el saludo al aire. Lo hizo alzando vagamente la mano y cambiando ponderadamente el ángulo de colocación del sombrero.
Lenehan se llegó hasta el hotel Shelbourne donde se detuvo y aguardó. Tras una corta espera los vio venir hacia él, y cuando giraron a la derecha los siguió por un lateral de Merrion Square, pisando suavemente con sus zapatos blancos. Mientras iba caminando lentamente, acompasando sus pasos con los de ellos, miraba la cabeza de Corley, que a cada instante se volvía hacia el rostro de la mujer como una gran bola que girara sobre un pivote. No perdió de vista a la pareja hasta que vio que subían las escaleras del tranvía de Donnybrook; entonces se dio la vuelta y regresó por donde había venido.
Ahora que estaba solo su rostro aparentaba mayor edad. Su jovialidad parecía irle abandonando, y cuando llegó a las verjas de Duke’s Lawn, dejó que su mano las recorriera. La canción que había tocado