Джеймс Джойс

Dublineses


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la avenida. Había reclinado la cabeza contra las cortinas y a la nariz le llegaba olor a cretona polvorienta. Estaba cansada.

      —Ahora vive en Melbourne.

      Ella había consentido marcharse, dejar su hogar. ¿Era sensato hacerlo? Trató de sopesar los pros y los contras de la decisión. En su casa al menos tenía refugio y comida; a su alrededor estaban aquellos con los que había convivido toda su vida. Desde luego, tenía que trabajar duro tanto en la casa como en el comercio. ¿Qué dirían de ella en los almacenes cuando se enteraran de que se había fugado con un hombre? Dirían que era una tonta, quizá; y ocuparían su puesto mediante un anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre se había mostrado altiva con ella, en especial cuando había gente escuchando.

      —Señorita Hill, ¿no ve que estas señoras están esperando?

      —Muéstrese animada, señorita Hill, por favor.

      No iba a verter muchas lágrimas por dejar los almacenes.

      —Ya me conozco yo a esos marineros –decía.

      Un día se había peleado con Frank y a partir de aquello ella tuvo que verse en secreto con su amado.

      Se le estaba acabando el tiempo pero continuaba sentada en la ventana, descansando su cabeza sobre la cortina, inhalando el aroma de la polvorienta cretona. A lo lejos en la avenida escuchaba sonar un organillo. Conocía la melodía. Era extraño que tuviera que sonar precisamente esa noche para recordarle la promesa hecha a su madre, su promesa de mantener unido el hogar todo el tiempo que pudiera. Recordó la última noche de la enfermedad de su madre; de nuevo estaba en la oscura habitación cerrada al otro lado del vestíbulo, y fuera escuchaba una melancólica melodía italiana. Le habían dado al organillero seis peniques para que se fuera. Recordaba a su padre pavoneándose al volver a la habitación de la enferma, diciendo: