aumentó enormemente, y a su regreso a Dublín fue recibido en loor de multitudes. Pero el mesiánico regreso fue también preludio de pasión. En poco tiempo el apoyo popular se volvió en su contra, su «comportamiento inmoral» le supuso la pérdida definitiva del apoyo de la Iglesia, de los periódicos y de los sectores más moderados. Los candidatos de su facción resultaron derrotados en varios comicios locales e incluso se generó un sentimiento «antiparnellita», que llegó a ser tan intenso que provocó que un exaltado le arrojara cal viva a los ojos durante un mitin, sin que afortunadamente lograra alcanzarle. Parnell, no obstante, siguió luchando por volver a ganarse el favor de la población, pero ya con la salud débil, menos de un año después de la escisión de su partido, tras dar un mitin bajo un aguacero, enfermó y murió.
Denostado sólo unos días antes, su funeral en Dublín fue un impresionante homenaje al que acudieron más de 200.000 personas. Como en otros casos parecidos, su figura se engrandeció enormemente tras su muerte, originándose una especie de culto al que empezaron a llamar «rey no coronado de Irlanda». El día de su fallecimiento –«el día de la hiedra» que da título a uno de los relatos– comenzó a conmemorarse sujetando a la solapa una hoja de hiedra, en recuerdo de la que envió a su funeral una mujer con una nota que decía que era el único tributo que podía permitirse. Los años posteriores a su fallecimiento, los del cambio de siglo, se conocen como el periodo post-Parnell, y fueron una época de un total estancamiento político. Es la época en la que se sitúan los relatos que componen Dublineses.
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La sociedad de Dublín de finales de las últimas décadas del siglo XIX vivió anclada en lo que posteriormente se calificaría como un «sueño victoriano». La larga serie de fracasos políticos, incompetencias, rencillas internas, traiciones, intereses mezquinos, provocaron una desafección política y un escepticismo social que paralizó la vida de la ciudad. El predominio de las fuerzas políticas unionistas durante estos años se basa más en la apatía que en la participación ciudadana, mientras el movimiento nacionalista se concentró en la recuperación de la cultura autóctona, una recuperación, que como muchas otras de las que se producen en Europa a partir del romanticismo, no está exenta de artificialidad.
A finales del siglo XIX Dublín era una ciudad relativamente grande. El censo de 1901 arroja una población de doscientos 90.000 habitantes. De cualquier manera, era una ciudad abarcable, en la que andando desde el centro se llegaba a las afueras en menos de veinte minutos. La gente se conocía de vista y tenía una reputación pública, y no era infrecuente encontrarse con conocidos al andar por las calles. La transformación urbanística del siglo anterior había convertido Dublín en una ciudad de apariencia espaciosa, grandiosa incluso, con amplias avenidas, estatuas y monumentos, elegantes mansiones y edificios públicos de clásica factura, dos extensos parques, un río flanqueado de parisinos «muelles», con airosos puentes, dos canales que circunvalaban el casco urbano, un puerto marítimo de considerable actividad, y una extensa bahía que algunos llegaban a comparar con la de Nápoles. Ahora bien, su población estaba prácticamente estancada desde la década de 1840, y urbanística y arquitectónicamente no había tenido apenas desarrollo durante todo el siglo. Como centro administrativo su actividad había quedado muy reducida, y la industria situada en ella se limitaba a alguna pequeña destilería, una fábrica de papel, alguna imprenta y varias cerveceras. Su economía se basaba principalmente en el pequeño comercio, y el desempleo era altísimo. Dublín era además una de las ciudades europeas con más problemas de infraestructuras, higiene y marginalidad, y la única que a finales del siglo XIX no estaba al menos en vías de solucionarlos. Frente al auge de otras ciudades, que gracias a la industrialización y al esfuerzo de pensadores, filántropos y técnicos por mejorar las condiciones de vida experimentan en la época un crecimiento espectacular, Dublín queda estancada, inactiva. Joyce la calificaría de «una hemiplejia o parálisis que muchos consideran una ciudad». En el mismo periodo, ciudades como Mánchester, Leeds, Sheffield o Birmingham, que fue conocida en la época como la ciudad mejor gobernada del mundo, se trasforman de manera radical. Incluso en la propia Irlanda resulta espectacular la evolución de Belfast, que pasó de ser un centro rural con apenas 25.000 habitantes a principios del siglo XIX, a un siglo después constituir una pujante ciudad industrial de más de 350.000.
Si nos atemos a los testimonios de la época, lo primero que se percibía al llegar a Dublín era la pestilencia que emanaba del Liffey –el río que la cruza–, cuando no el del estiércol de caballo. En el río desembocaba en esta época directamente todo el alcantarillado de la ciudad, por lo que los habitantes, con habitual sorna irlandesa, se referían a él como «la cloaca máxima», y también como el «Estigia irlandés». El problema venía de lejos. Ya Jonathan Swift a mediados del siglo XVIII había denunciado que la corriente arrastraba «las sobras de las carnicerías, heces, tripas y sangre, cachorros de perro ahogados, malolientes aperos llenos de barro, gatos muertos y hojas de nabo». La insalubridad era tal, que algunas enfermedades se calificaban de «fiebres del Liffey». Pero los malos olores no provenían sólo del río o de las deposiciones de los caballos. Aún a finales del siglo XIX persistía la costumbre de arrojar las basuras a la calle, y lo que es peor, también orines y excrementos. La mayoría de las fincas sólo tenían letrinas comunes en el patio exterior, y eran muchas las personas que consideraban que su uso no era propio de mujeres decentes. A ello hay que añadir que hasta 1882 no existía sistema de recogida de basuras ni de mantenimiento de las letrinas comunales, y que los servicios de limpieza eran en proporción a la población, la mitad que los de Londres o Edimburgo. No es extraño que la expresión dear dirty Dublin –‘querida sucia Dublín’–, una ocurrencia de Sydney Owenson, lady Morgan (1781-1859), influyente escritora irlandesa, hiciera fortuna inmediatamente y quedara como seña de identidad de la ciudad. Al fin y al cabo, según algunas interpretaciones la palabra, dublín significa en irlandés ‘negra charca’.
Pero la miseria no era sólo material. Tras el decoro de la clase media, sus burguesas convenciones, existía un mundo de privilegios y servilismos, de hipocresías, indignidades y sumisiones, de prejuicios morales y perversiones, que era recatadamente mantenido oculto, como un inconfesable secreto que todo el mundo compartía. El propio James Joyce, al igual que muchos de sus compañeros de universidad, mantuvo durante toda su juventud una especie de doble vida, frecuentando casas de prostitución, embriagándose con frecuencia, y acudiendo a la vez a veladas sociales en casas de familias acomodadas en las que se cantaba y se tocaba el piano, y en las que los jóvenes, Joyce incluido, flirteaban con las señoritas sin que entre ellos se establecieran más que relaciones platónicas.
No resulta tan sorprendente, por tanto, que el libro encontrara dificultades para su publicación. La sordidez moral que asoma en los relatos de Dublineses, en la época es como si pasara desapercibida. Lo mismo ocurre, sorprendentemente con la pobreza material, que ni siquiera los políticos parecen advertir. Tanto la Land League como el partido parlamentario de Parnell la ignoran totalmente en sus campañas, y aunque la miseria es tan llamativa de puertas afuera que incluso el gobierno de Londres envía inspectores para evaluar la situación, apenas se pasa nunca del estadio de elaboración de encuestas e informes para abordar los problemas. La aceptación pasiva de este estado de cosas por parte de la población, de la que se decía que estaba tan acostumbrada a los malos olores que ni los percibía, da idea de la desidia reinante en Dublín en aquella época.
Resulta llamativa también la insistencia de los testimonios en describir la tristeza del ambiente. Las tiendas cerraban temprano y las calles quedaban inmediatamente vacías. Frente a los cuarenta teatros dramáticos y otros tantos musicales existentes en Londres, en Dublín había tres teatros dramáticos y dos musicales, y la afamada afición musical irlandesa languidecía añorando las grandes temporadas de ópera del pasado y la gloria de haber sido la ciudad en la que Händel había estrenado el Mesías. Las temporadas de ópera repetían una y otra vez los mismos programas interpretados por compañías de segunda fila, y no existía interés por la novedad –Wagner no es representado, y sin éxito, hasta después de 1900–. La conciencia de la decadencia en los gustos musicales de la ciudad hace que incluso se debatan seriamente sus causas, que se achacan al desplazamiento de la población culta a los suburbios, a la inexistencia de salas adecuadas y a la importación de los vulgares gustos populares ingleses. Más lógico es pensar que esa decadencia estuviera relacionada con la propia falta