acuñado en aquellos años que engloba al de colonialismo, pero que también abarca relaciones de dependencia en las que el país dominante, respaldado por su mayor poder –no necesariamente militar, sino también estructural, económico y cultural–, impone y controla las condiciones socioeconómicas del otro, generando en él una dependencia tanto material como espiritual. La primacía de Europa en este periodo es enorme. Las potencias europeas ven el resto del mundo como un territorio a explotar, y compiten entre sí por crearse un imperio, repartiéndose literalmente el pastel de territorios indefensos, principalmente en el continente africano, cuya partición en la Conferencia Internacional sobre Asuntos Africanos celebrada de Berlín de 1884-1885 trajo consigo las terribles consecuencias que aún padece el continente. En este periodo las potencias europeas se apropiaron en total de 23 millones de kilómetros cuadrados, lo que equivale a la quinta parte de la superficie terrestre.
El gran beneficiario de estas políticas es el comercio. El alcance y el volumen del comercio –y también de la inversión de capitales exteriores– son los factores que hacen que en esta época la economía adquiera por primera vez carácter global. Es durante la segunda mitad del siglo XIX cuando las teorías del libre comercio se ponen en práctica, primero en Inglaterra y posteriormente en la casi totalidad de Europa. Las fluctuaciones de los precios no dependen ya apenas de causas naturales ni se circunscriben a ámbitos regionales. Ahora empiezan a ser los factores comerciales, las variaciones de la demanda, las que determinan las condiciones del mercado. Aparece así la característica naturaleza cíclica de la economía global, y junto con ella, es también en estos años en los que se produce la primera crisis capitalista, cuya causa inmediata fueron pánicos financieros simultáneos en Viena y Nueva York en 1873. Conocida como la Gran Depresión, conservó esa etiqueta hasta que, como también ocurriría con la Gran Guerra, un acontecimiento similar, pero peor aún –en este caso la crisis de 1929– le arrebató tan ignominioso galardón.
De cualquier manera, la naturaleza expansiva de este periodo es de tal envergadura que esta Gran Depresión, por mucho que en su momento asombrara y asustara, ni siquiera lo fue técnicamente, pues aunque la tasa de crecimiento disminuyera notablemente en los años posteriores a 1873, nunca llegó a dejar los números positivos. Sí, sin embargo, significó un gran retroceso en la liberalización del comercio. Los empresarios culparon de la crisis a los tratados de libre comercio, y varios países los revocaron. Pero la globalización de la economía ya era imparable. Eran ya muchas las naciones que dependían en gran medida del comercio internacional, y en consecuencia la economía se irá integrando mundialmente cada vez más, con medidas tan fundamentales como la adopción del estándar del oro por la mayor parte de los países o la creación de un sistema internacional de patentes. Esa misma integración hará surgir contradicciones en el sistema. Entre otras cosas, la liberalización favorecía la concentración empresarial, y es durante esta época cuando surge la figura del cártel, tanto el formal como el no declarado. Ambos dejan ver sus perniciosos efectos en la libre economía, y provocan la respuesta de la restricción de las medidas liberalizadoras con leyes de defensa de la competencia.
Toda la industria, desde la pesada, con los nuevos procesos siderúrgicos y las aleaciones, hasta la química –productos farmacéuticos, fertilizantes, explosivos, jabones– experimenta un desarrollo espectacular. Las industrias textiles, que habían sido el motor de la inicial Revolución industrial, mejoran los ya altos niveles de producción, lo mismo ocurre con la industria ferroviaria y con otras muchas, algunas de las cuales, como la de la construcción naval, sufren una transformación radical gracias a nuevos procesos, nuevos materiales y nuevas formas de energía.
Todo ello es fruto de la innovación. Las ideas de innovación y progreso son sin duda las que mejor definen la época, y generarán un auténtico culto a la modernidad que afectará a todas las facetas de la actividad humana. Donde quizá mejor se aprecie esta es en la aparición de industrias totalmente inéditas, que en estos años surgen con un dinamismo extraordinario. Fundamental entre ellas es la de la tecnología industrial, pues su desarrollo afecta a todos los procesos –incluyendo el suyo propio–, y hace que los niveles de producción se incrementen constantemente. La maquinaria industrial experimenta continuas mejoras y abarca cada vez más fases de la producción con mejores rendimientos. La innovación también hace que se dé una verdadera revolución energética, con el empleo por un lado de la energía eléctrica, inicialmente en su aplicación a la producción industrial y posteriormente al consumo cotidiano, y por otro el de los derivados del petróleo, especialmente para iluminación y como combustible para motores de combustión interna. Estos, tanto los de ciclo Otto como los diésel, junto con los motores eléctricos y las turbinas de vapor, producen un avance exponencial en el aprovechamiento energético, permitiendo nuevas mejoras y adelantos en los procesos industriales, y un enorme abaratamiento y aumento de la capacidad de producción. Además, dan pie a la creación de nuevos ingenios, entre los que destacan los vehículos a motor.
La espectacular expansión del automóvil, en cuya fabricación se empiezan a emplear nuevas técnicas y estrategias, como las piezas intercambiables y la cadena de montaje, supone un éxito industrial sin precedentes, transforma las ciudades y culmina el avance de los transportes iniciado un siglo antes con el ferrocarril, y en el que hay que incluir también a los transportes urbanos: tranvías, trolebuses y ferrocarril subterráneo. El auge del transporte es a su vez parte esencial del también extraordinario desarrollo de las comunicaciones. Los servicios estatales de correos se convierten en grandes empresas esenciales para la actividad del país. El telégrafo primero, y el teléfono y la radio posteriormente, facilitan las relaciones económicas y comerciales, y también difunden velozmente costumbres e ideas.
La vida cotidiana se ve lógicamente afectada por todas estas transformaciones. Numerosos artilugios novedosos, como la máquina de coser, la de escribir, la pluma estilográfica o la bicicleta, simplifican las tareas diarias. Hay una enorme diversificación del empleo de nivel medio, en el que la mujer participa cada vez más. Ello hace que surja una clase media-baja formada por funcionarios, contables, delineantes, dependientes, cobradores, agentes de seguros, etc. con un nivel de vida muy aceptable y cierta capacidad de consumo. Las clases medias en general prosperan enormemente, teniendo en muchos casos acceso a viviendas grandes de cada vez mayor calidad, permitiéndose tener personal de servicio, enviar a los hijos a instituciones privadas de enseñanza, y viajar a lugares de recreo –incluso del extranjero– durante el periodo vacacional. Los viajes de vacaciones se vuelven tan característicos de este periodo que hay quien incluso ha llamado a la Europa de estos años la «Europa de Baedecker», en alusión a las populares y pioneras guías turísticas.
El comercio minorista, que responde a la demanda de esta pujante burguesía, experimenta un enorme desarrollo, en el que cabe destacar la aparición de los grandes almacenes de oferta diversificada. Y de igual manera prospera la industria del ocio, con proliferación de locales de esparcimiento y recreo, como cafés, salas de bailes y los cafés-concierto que dieron fama mundial a París como ciudad de diversión. Surgen los espectáculos de masas, que todavía hoy entretienen los ocios y dan cauce a las entusiasmos de una gran parte de la sociedad. El espectáculo deportivo, sobre todo, se abre paso con un ímpetu verdaderamente sorprendente, acaparando la atención de la gran mayoría de la población y suscitando inusitadas pasiones. Apoyado por las nuevas teorías higienistas, la gimnasia y el deporte van conformándose como actividades de ocio, pero sobre todo como espectáculo comercial. Las primeras olimpiadas se celebran en Atenas en 1896. Aunque los deportes más populares en la época son la gimnasia y la hípica, también en el cambio de siglo se celebran los primeros campeonatos internacionales de fútbol y de rugbi, las primeras carreras ciclistas e incluso las primeras carreras internacionales de automóviles, que Joyce utilizará como trasfondo de una de sus historias. Cabe señalar que en todas estas competiciones, inicialmente amateurs, van interviniendo cada vez más los intereses comerciales y los negocios de apuestas.
La fotografía se populariza en la época enormemente, en especial por la introducción de la película fotográfica, que hace que salga del campo estrictamente profesional y que surja la cinematografía. En 1895 los hermanos Lumière ya hacían exhibiciones comerciales de cine, y en la primera década del siglo XX existía ya un circuito establecido de salas de cinematógrafo que se extendía a prácticamente todas las ciudades de cierta entidad. El teatro experimenta