qué cosa tan vil es la mente religiosa!».
Finalmente los autores del destrozo resultan ser los dos hermanos menores de la modelo, que habiendo escuchado la conversación entre el sacerdote y el padre, y sin acabar de entender bien el problema, habían forzado la entrada del estudio y destruido la figura de barro. La alegoría resulta hasta demasiado evidente. La religión, mano a mano con la ignorancia, impiden el desarrollo artístico de Irlanda y obligan a emigrar a sus potenciales artistas.
Joyce era aún más crítico que Moore con el Renacimiento irlandés. Poco antes de exilarse lo denunció como acomodaticio y ramplón en un largo poema satírico titulado El Santo Oficio, en el que además arremetía contra todos y cada uno de los miembros del movimiento. El poema supone una sonora ruptura no sólo con el movimiento, sino con la propia Irlanda, que poco después abandonará para sólo regresar a ella de manera ocasional. De Dublín, Joyce decía que sufría de «hemiplejia de la voluntad» y que era «el centro de la parálisis», pero desde el exilio, toda su vida de escritor la dedicó a ella: «No creo que escritor alguno haya presentado todavía Dublín al mundo», diría al ofrecer Dublineses a una editorial. «Ha sido una capital de Europa durante miles de años, se supone que es la segunda ciudad del Imperio británico y es casi tres veces mayor que Venecia. Además [...] la expresión dublinés me parece a mí que conlleva cierto significado, y dudo que lo mismo pueda decirse de londinense o parisino».
Ezra Pound publicó una reseña de Dublineses. «Nos presenta Dublín como presumiblemente es», decía en ella. «No desciende a la farsa. No se sustenta en la caricatura dickensiana. Nos presenta las cosas como son, no sólo en Dublín, sino en todas las ciudades. Borrad los nombres locales y unas pocas alusiones específicamente locales, y unos pocos acontecimientos históricos del pasado, sustituidlos por unos pocos nombres, alusiones y acontecimientos locales distintos, y estas historias podrían volver a escribirse sobre cualquier ciudad». Y más adelante añade: «La buena escritura, la buena presentación, puede ser específicamente local, pero no debe depender de la localización». El mismo Joyce era también consciente de que sus historias podían ser tomadas como «una caricatura de Dublín». «Por lo que a mí respecta», diría, «yo escribo siempre sobre Dublín, porque si puedo llegar al corazón de Dublín, puedo llegar al corazón de todas las ciudades del mundo. En lo particular está contenido lo universal».
Ciertamente, como se ha dicho, al entrar en el mundo de Dublineses todos reconocemos nuestra «irlandesidad». Ahora bien, eso no quiere decir que las ciudades, sus habitantes y su vida, sean intercambiables, por muchas que sean sus similitudes materiales y culturales, sino que conocer una, cualquiera de ellas, con todas sus singularidades, nos aproxima a la esencia común a todas. Es evidente que las ciudades, por serlo, tienen una serie de características comunes, y que su población se asemeja. Tanto Pound como Joyce seguramente estaban deslumbrados por la ya comentada nueva vida urbana europea, por el nuevo cosmopolitismo. Pero es innegable que entre algunas ciudades las afinidades culturales serán mayores que entre otras. No creo que un lector europeo y uno, digamos, japonés, aprecien de igual manera un libro como Dublineses. La familiaridad de las costumbres influirá sin duda, si no en la comprensión o en la valoración, sí en el modo de apreciación del texto, en la emoción que este produzca.
A este respecto no puedo dejar de señalar la similitud de la sociedad que protagoniza Dublineses con la española de no hace tantos años. De hecho, y especialmente a través del catolicismo, siempre ha existido un nexo entre Irlanda y España. Galway, la ciudad donde se decía que se conservaban las más puras esencias irlandesas, era conocida como la «ciudad española» de Irlanda, y de sus habitantes se decía que eran de «tipo español», ya que existía la leyenda de que la ciudad había sido originalmente poblada por «descendientes de españoles».
A los que crecimos en la España de la dictadura del general Franco estos relatos nos resultan particularmente cercanos. Las ciudades españolas de aquel triste periodo de nuestra historia tenían bastante similitud con el Dublín del cambio de siglo. «¡Qué harto, harto, harto estoy de Dublín!», le escribió Joyce a su mujer durante una de las escasas visitas que hizo a la ciudad tras exilarse. «Es la ciudad del fracaso», decía, «del rencor y de la infelicidad. Estoy deseando estar lejos de ella». Muchos de los que la vivimos las ciudades franquistas podríamos haber suscrito esas palabras sustituyendo el nombre de Dublín por el de nuestra ciudad de residencia en aquella época.
Para todo lector los textos están condicionados por su propia experiencia, es algo inevitable. Si el lector está en condiciones de situarse históricamente, al menos un poco, en las coordenadas del texto, su comprensión del mismo será sin duda más amplia.
Mi intención en estas páginas ha sido la de acercar al lector castellano actual a la época y al corazón del Dublín de Joyce, sobre todo al lector que no vivió un tiempo en el que aquella ciudad no se diferenciaba mucho de la realidad española. Si lo he logrado en alguna medida, creo que le habré ayudado a apreciar mejor Dublineses como lo que Joyce dijo había sido su intención al escribirlo: «Un capítulo de la historia moral de mi país».
Imagen de la esquina de Earl Street con Sackville Street (actual O’Connell Street) de Dublín a principios del siglo XX.
[1] El Canal de San Jorge es el brazo de mar que separa Irlanda de Gales, la bandera verde era inicialmente la bandera independentista irlandesa, y College Green es uno de los principales parques de Dublín.
SOBRE LA PRESENTE EDICIÓN
Las ediciones críticas o eruditas se caracterizan entre otras cosas por presentar el texto en algo que se antoja muy difícil de establecer: la versión que el autor hubiera querido que se publicara. En el proceso de publicación de un texto literario es bastante común que este sufra modificaciones, aunque quizá más exacto hubiera sido expresar el verbo de la oración anterior en tiempo pasado, pues gracias a los avances tecnológicos y al aumento del respeto a la autoría, los textos literarios publicados seguramente van siendo ya desde hace tiempo cada vez más fieles a los originales. Sea como fuere, los textos de James Joyce resultan verdaderamente problemáticos. En la conclusión de esta edición he procurado resumir el complejo proceso de la publicación de Dublineses. Joyce hizo cuidadosas copias manuscritas de todos los relatos para enviárselos al editor, pero la primera edición, publicada por Grant Richards, fue compuesta a partir de unas pruebas de imprenta realizadas dos años antes para una edición de la editorial Maunsel & Co. que finalmente no vio la luz. Estas pruebas de imprenta estaban además parcialmente corregidas por Joyce, pero no contenían todas las rectificaciones que este había incorporado a aquella edición fallida, de la que se conserva una copia casi completa. Para complicar aún más las cosas, dos años más tarde de publicarse la edición de Grant Richards, Joyce la repasó y se dio cuenta de que el impresor había ignorado «unas doscientas» de las correcciones que él había hecho en las primeras pruebas de imprenta de la misma. Y para rematar el asunto, también se supo después que fueron ignoradas otras veintiocho correcciones adicionales que Joyce le envió al saber que no se le iba a permitir corregir las pruebas definitivas.
El asunto es incluso algo más complicado, pero le ahorro al lector algunas complejidades. El caso es que existen básicamente cuatro versiones «originales» de Dublineses: el texto publicado por Grant Richards, las pruebas de imprenta corregidas de esa misma edición –con las 200 correcciones no incorporadas–, las pruebas parcialmente corregidas de la frustrada edición de Maunsel & Co., y la copia en limpio manuscrita de Joyce. Además hay que tener en cuenta las veintiocho correcciones adicionales. Que yo sepa, hay dos ediciones críticas de Dublineses que tienen en cuenta todo este entramado textual para establecer su propio texto: la de Robert Scholes (The Viking Press, 1967) y la de Hans Walter Gabler y Walter Hettche (Ramdon House, 1993). Las diferencias entre ambas son muy pequeñas. Por ejemplo, en la de Scholes, en La casa de huéspedes se dice de un personaje que quiere obtener la separación matrimonial, «ella fue al cura», mientras que la de Gabler y Hettche corrige a «ella fue a los curas» –que ciertamente no es lo mismo–, o, algo más importante, en Los muertos la edición de estos últimos rescata una frase