Джеймс Джойс

Dublineses


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me había explicado el significado de las distintas ceremonias de la misa y de las distintas prendas que viste el sacerdote. A veces se había entretenido planteándome preguntas difíciles, preguntándome lo que se debía hacer en ciertas circunstancias o si tal o tal pecado era mortal o venial o sólo una falta. Sus preguntas me mostraron lo complejos y misteriosos que eran ciertos ritos sacramentales de la Iglesia que yo siempre había considerado actos de lo más simple. Las obligaciones del sacerdote respecto a la eucaristía y al secreto del confesionario me parecían tan graves que me asombraba que alguien hubiera llegado a reunir en sí el valor para aceptarlas; y no me sorprendió que me contara que los padres de la Iglesia habían escrito libros, tan gruesos como la guía de teléfonos, y con una letra tan apretada como la de las reseñas judiciales del periódico, en los que se elucidaban todas estas intrincadas cuestiones. A menudo, cuando pensaba en ello no encontraba contestación o sólo una muy inocente y titubeante ante la cual él solía sonreír y asentir dos o tres veces con la cabeza. A veces me repasaba las respuestas de la misa que me había hecho aprender de memoria; y mientras yo contestaba como un rezo, solía sonreír pensativamente y asentir con la cabeza, metiéndose de vez en cuando enormes pulgaradas de rapé alternativamente en uno y otro de los orificios nasales. Cuando sonreía solía descubrir sus grandes dientes descoloridos y dejar la lengua sobre el labio inferior[14], un hábito que había hecho que me sintiera incómodo al inicio de nuestra relación antes de que le conociera bien.

      Por la tarde mi tía me llevó con ella a visitar la casa del duelo. Ya se había puesto el sol; pero los cristales de las ventanas de las casas que daban a poniente reflejaban el cobrizo oro de un gran banco de nubes. Nannie nos recibió en el hall; y como hubiera resultado impropio haberla gritado, mi tía la estrechó la mano sin más. La vieja señaló interrogativamente hacia arriba, y ante el asentimiento de mi tía, procedió a remontar delante de nosotros la estrecha escalera; su cabeza reclinada apenas sobrepasaba el pasamanos. En el primer descansillo se detuvo y animosamente nos hizo señas de que avanzáramos hacia la puerta abierta del cuarto mortuorio. Mi tía entró y la vieja, al ver que yo dudaba si entrar, comenzó a indicármelo de nuevo repetidamente con la mano.

      Entré de puntillas. A través del borde de encaje del estor la habitación estaba bañada en una luz de oro viejo en la que las velas parecían llamas pálidas y delgadas. Le habían puesto en el ataúd. Nannie marcó la pauta y los tres nos arrodillamos a los pies de la cama. Fingí rezar pero no pude concentrarme, pues los murmullos de la vieja me distraían. Me fijé en la torpe manera con la que estaba abrochada su falda por detrás, y en que los tacones de sus botas de paño estaban completamente desgastados por un lado. Me vino la idea de que el viejo sacerdote sonreía ahí tumbado en su ataúd.

      Mi tía esperó a que Eliza suspirara, y entonces dijo:

      —Bueno, se ha ido a un mundo mejor.

      Eliza volvió a suspirar y asintió con la cabeza. Mi tía pasó los dedos por el vástago de la copa antes de dar un pequeño sorbo.

      —¿Se... en paz? –preguntó.

      —¿Y todo...?

      —El padre O’Rourke estuvo con él un martes y le ungió y le preparó y todo.

      —¿Sabía, entonces?

      —Estaba completamente resignado.

      —Parece completamente resignado –dijo mi tía.

      —Eso es lo que dijo la mujer que vino a lavarle. Dijo que parecía como si estuviera dormido; tanto así parecía estar en paz y resignación. Nadie hubiera creído que fuera a resultar un cadáver tan hermoso.

      —Así es –dijo mi tía.

      Dio otro pequeño sorbo a la copa y dijo:

      —Bueno, señora Flynn, de cualquier modo debe ser para usted un gran alivio saber que hizo por él todo lo que pudo. He de decir que las dos fueron muy buenas con él.

      Eliza se alisó el vestido sobre las rodillas.

      —¡Ah, pobre James! –dijo–. Sabe Dios que hicimos todo lo que pudimos, a pesar de lo humildes que somos... no íbamos a dejar que algo le faltara mientras estuviera entre nosotros.

      Nannie había reclinado la cabeza contra el cojín y parecía dormirse.

      —Fue muy generoso por su parte –dijo mi tía.

      Eliza cerró los ojos y meneó lentamente la cabeza.

      —Qué gran verdad –dijo mi tía–. Y ahora que ha ido a recibir su recompensa eterna, estoy segura de que no se olvidará de vosotras y de todas vuestras atenciones.

      —¡Ay, pobre James! –dijo Eliza–. No nos daba mucho que hacer. En la casa no se le oía más que ahora. Aun así, sé que se ha ido y sólo por eso...

      —Es cuando todo se ha acabado cuando le echas de menos –dijo mi tía.

      —Ya lo sé –dijo Eliza–. Ya no le volveré a traer su taza de caldo, ni usted, señora, le enviará su rapé. ¡Ay, pobre James!

      Se detuvo, como si comulgara con su pasado, y entonces dijo sagazmente:

      —Fíjese, me di cuenta de que últimamente algo extraño le estaba sucediendo. Siempre que le traía la taza de caldo, allí le encontraba con el breviario caído en el suelo, recostado en la silla