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E-Pack Escándalos - abril 2020


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guste.

      Brent tomó otro sorbo de té y se levantó.

      —La esperaré en la biblioteca cuando haya terminado de desayunar.

      Antes de salir del comedor miró a su hijo y lo encontró mirándole con una mezcla de incomodidad y confusión exactamente igual a la que él sentía por dentro.

      Brent iba y venía de un lado al otro de la biblioteca. Tenía la impresión de estar siempre esperando a la señorita Hill. ¿No tendría que ser al revés, que sus empleados estuvieran siempre prestos a acudir a su llamada?

      Se frotó las sienes. No le sentaba bien ser grosero, sobre todo porque su preocupación principal debían ser siempre los niños.

      Además, después de lo de la noche anterior, seguro que no tenía ninguna prisa por verle.

      Estuvo mirando el reloj otros cuarenta y cinco minutos antes de que llamaran a la puerta.

      Entró.

      —Lamento haberle hecho esperar, milord —su voz sonaba tranquila—, pero los niños debían empezar con sus lecciones.

      Se acercó en dos zancadas hasta ella y le plantó el cinturón de la bata en la mano.

      —Necesito saber qué ocurrió anoche.

      Ella alzó la mirada y respondió con calma:

      —No ocurrió nada, milord.

      Su irritación creció. Así no iban a ninguna parte.

      —No me diga que no —respondió señalando el cinturón—. Algo tuvo que ocurrir.

      —No ocurrió nada —repitió, pero él no dejó de mirarla a los ojos hasta que ella bajó la mirada.

      —Hable claro, Anna. Necesito saber si anoche la seduje. Si la he comprometido, quiero saber lo que espera de mí.

      —¿Lo que espero de usted?

      Parecía sorprendida.

      —No se ande con jueguecitos conmigo —espetó, pero de inmediato alzó una mano a modo de disculpa—. Debe saber que no puedo casarme con usted…

      Su expresión se volvió herida un instante, pero de inmediato la vio erguirse orgullosa.

      —Por supuesto que no puede casarse conmigo. Soy institutriz de sus hijos, y de cuna humilde.

      Brent se quedó parado. No era eso lo que quería decir, sino que estaba comprometido con la señorita Rolfe, aunque de algún modo sin haber puesto fecha ni haber leído las amonestaciones, el compromiso parecía bastante irreal. Hasta no estar seguro de que ella quería que se supiera, no debía hablar de ello con nadie. Para él romper su compromiso sería un comportamiento poco caballeresco. Una mujer sí que podía hacerlo.

      —Debo casarme sin escándalos.

      —Por supuesto, pero ¿por qué me lo dice a mí? ¿Qué importa si ha comprometido o no a una institutriz?

      No deseaba explicarle que su comportamiento con ella le importaba y mucho, y si de verdad se había aprovechado de ella, no podría evitar ser injusto con alguien: con ella o con la señorita Rolfe.

      —Dígame qué ocurrió anoche —exigió.

      —Que me abrazó y me besó, pero eso fue todo —contestó, quitándole importancia con un gesto de la mano—. Había bebido mucho y…

      —Eso no explica por qué su cinturón estaba en mi cama.

      Ella suspiró hondo.

      —Es que le ayude a… acostarse.

      —¿Y compartió usted mi cama?

      —Por supuesto que no.

      Volvió a cercarla.

      —No me lo está contando todo.

      —¡Está bien! Me pidió que me acostara con usted pero yo pretexté que tenía que apagar la vela. Al alejarme de la cama, tiró de mi cinturón. Sabía que había bebido mucho y que se quedaría dormido en un instante, pero creí que lo más prudente sería no intentar recuperar el cinturón. Esperé a estar segura de que estaba usted dormido y me marché.

      Cerró los ojos y se maldijo. Menos mal que ella había tenido coraje por los dos.

      —Como ve, no pasó nada —concluyó.

      —Pasó demasiado —unas copas de coñac habían avivado la atracción que había despertado en él desde el primer instante—. No sé cómo disculparme.

      Anna se sonrojó.

      —Lo único que yo deseo saber es si sigo teniendo trabajo.

      —Por supuesto que sí.

      ¿Acaso creía que iba a volver a desbaratar la vida de sus hijos? ¿O pensaba quizá que iba a castigarla a ella por su mal comportamiento?

      Su postura se relajó, lo mismo que su expresión.

      —En ese caso, no tenemos nada más que hablar. Me vuelvo con los niños.

      —Espere —la detuvo, sujetándole un brazo—. No podemos fingir que no ha ocurrido nada.

      —No podemos cambiarlo.

      La soltó y dio un paso.

      —Quizá lo mejor sea que me vuelva a Londres.

      —¿Marcharse? —alzó la voz y su mirada fue una saeta—. ¿Y dejar a sus hijos? A mí no me utilice como excusa para desatenderlos. Si no desea ayudarlos, vuelva a los placeres de Londres. Olvídese de ellos como ya ha hecho antes…

      —¡Basta! —volvió a plantarse delante de ella—. ¡Olvida usted con demasiada frecuencia cuál es su sitio!

      Pero ella no se arredró.

      —Anoche se lamentaba usted por el daño que su ausencia les ha hecho a sus hijos, y ahora está dispuesto a utilizar la más mínima excusa para volver a abandonarlos.

      Se sentía atrapado por sus ojos azules, tan claros, tan valientes y sinceros, y antes de que se diera cuenta de lo que hacía, la tomó por los hombros y la acercó a él. Un recuerdo vago se despertó. Recordó haberla besado…

      La soltó de inmediato como si quemara, aturdido por la facilidad con que su comportamiento adquiría tintes escandalosos.

      —¿Ve, Anna… señorita Hill, lo fácilmente que puedo volver a comprometerla?

      Los labios le temblaban. Desde que había entrado en la biblioteca había sido un manojo de nervios por dentro, y ahora su falsa valentía la estaba abandonando.

      En su opinión, uno de sus mayores talentos era fingir calma y entereza cuando por dentro temblaba de miedo. Había trabajado esa habilidad por el bien de Charlotte, pero con el marqués necesitaba ponerla en práctica por su propio bien. Y había logrado hacerlo bastante bien hasta que él la tocó, acercándose tanto que podía sentir su respiración en las mejillas.

      Lo había hecho tan bien que hasta se había atrevido a reprender al hombre que le daba trabajo. ¿Qué clase de locura era esa? Necesitaba aquel empleo. No tenía nada más.

      Pero tenía que quedarse allí. Sus hijos lo necesitaban. Necesitaban saber que había alguien que los quería, alguien para quien su bienestar era importante. Alguien que, a diferencia de ella, no recibía dinero por quererlos.

      Y no sentirse querido por nadie era la peor de las soledades.

      Quizá por eso precisamente sus sentidos ansiaban sentir el contacto con el marqués, la razón por la que su cuerpo deseaba con tanta intensidad que la abrazara, el motivo por el que había estado tan cerca de compartir lecho con él. Anhelaba poder vivir la ilusión de que alguien la amaba. Para su madre había tenido muy poca importancia,