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E-Pack Escándalos - abril 2020


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bien, y la señora Jordan suspiró.

      —Bueno, si es así… —se volvió y llamó a una de las chicas—. ¡Mary! Prepara algo de comida para que se lleve Anna y ese cochero tan majo que la ha traído!

      ¿Cuchichearían sobre ella cuando se hubiera marchado? Su padre, o el hombre que ella conocía hasta entonces como padre, no tardaría un abrir y cerrar de ojos en decir que la había encontrado en la cama con el cochero. La cabra siempre tira al monte, diría. Al menos su madre se acostó con un conde.

      Mary le colocó la cesta llena en las manos y la señora Jordan y las demás la abrazaron y se despidieron. Ella sabía que nunca volvería a verlas, y una vez se cansaran de hablar de ella, ¿volverían a recordarla? Seguramente no.

      Y cuando salía de nuevo por la puerta de servicio sintió el impulso de entrar en la habitación de Charlotte solo para verla una vez más. Para ver la habitación donde estudiaban, la biblioteca, la sala de música. Todos aquellas encantadoras estancias en las que las dos pasaban los días. Hubiera querido volver a entrar en los jardines donde recogían flores o jugaban al escondite.

      Pero respiró hondo, cuadró los hombros y salió.

      Había tenido el privilegio de criarse allí porque su madre se había acostado con el conde. Lo que hasta aquel momento había sido para ella una hermosa oportunidad había quedado manchado y contaminado para siempre.

      Lord Brentmore estaba allí, esperando en la silla de tiro. Había colocado su maleta bajo el asiento y la ayudó a subir.

      —¿Cómo está?

      Sabía que el dolor de todo lo perdido la acompañaría durante mucho tiempo: su madre, su hogar, su identidad incluso.

      —Me irá bien.

      Él no contestó. Se limitó a poner los caballos en movimiento.

      Anna se obligó a no mirar atrás. La vida que tanto había echado de menos nunca había existido de verdad. Cuando atravesaron de nuevo el pueblo se obligó a mantener la vista al frente y una vez traspasaron sus límites todo lo que una vez le había sido conocido y familiar quedó atrás. Quedó perdido para siempre.

      Una hoja quedó suspendida en un torbellino de viento delante de ellos. Subía y bajaba según el capricho del viento. Se sentía como ella.

      Un nuevo peaje y el camino quedó prácticamente vacío. Los caballos siguieron a buen paso.

      —¿Alguna vez le he hablado de Irlanda? —dijo él de pronto sin mirarla.

      Estaba intentando hacerle olvidar su dolor, y tanta consideración le puso lágrimas en los ojos.

      —Sé que vivió allí hace tiempo.

      —Nací allí. El regimiento de mi padre estaba destinado en Irlanda y no sé bien cómo conoció a mi madre y se casó con ella. Mi madre era hija de un humilde granjero de la tierra, más pobre que las ratas y el viejo marqués, el padre de mi padre, desheredó a mi padre por haberse casado con ella. Lo dejó sin un céntimo y jamás volvió a dirigirle la palabra.

      —Porque se casó con una plebeya.

      Ella era una plebeya con sangre aristocrática en las venas. Qué irónico.

      —Sí. Mi padre murió poco después y mi madre y yo nos fuimos a vivir con mi abuelo irlandés. Yo apenas era un crío cuando ella también murió.

      Aquel intento por distraerla solo estaba sirviendo para que su dolor aumentara. El corazón se le encogía con su sufrimiento.

      —Aunque era un niño, trabajé en la granja con mi abuelo —entonces la miró—. Verla con mis hijos en el huerto despertó en mí aquellos recuerdos.

      Anna no pudo mirarle a los ojos y él se quedó callado.

      «¡Siga hablando, por favor!», hubiera querido rogarle. Su voz la mantenía a flote.

      —¿Cómo acabó viniendo a Inglaterra?

      —Un tío del que yo no sabía nada, hermano mayor de mi padre, murió. El viejo marqués necesitaba un heredero y fue a buscarme. Hasta entonces yo creía que era Egan Byrne. Desconocía mi verdadero apellido, Caine, y no sabía que mi padre era inglés. De pronto supe que era heredero y el viejo marqués me sacó de Irlanda y me llevó a Brentmore Hall. Tenía diez años.

      —¿Y le pareció que el cambio era bueno?

      Brent se encogió de hombros.

      —En un principio no, pero me gustaba tener comida a diario, ropa que ponerme y un fuego que me diera calor —la miró—. Lo que quiero que sepa es que recuerdo mi etapa en Irlanda con una claridad superior a veces al recuerdo de lo ocurrido el día anterior —su acento irlandés apareció de nuevo—. Y mis recuerdos son mayoritariamente de los días felices.

      Entendía lo que quería decir.

      —Quiere decir que yo recordaré los buenos momentos pasados en Lawton, ¿no?

      Él asintió.

      —Los recuerdos siempre la acompañarán.

      Ojalá pudiera creer que algún día recordaría Lawton sin pensar en cómo había sido concebida o por qué había recibido la educación que había recibido. En aquel momento le parecía imposible.

      —Pero no me ha hablado de sus días felices en Irlanda, sino de sufrimiento y dolor.

      —Solo para mostrarle el contraste. Esas ocasiones son como sombras, porque lo que más recuerdo son las tardes que pasaba sentado delante del fuego con mi abuelo mientras le oía contarme montones de historias sobre hadas, elfos y demás seres fantásticos. O cuando iba caminando a su lado por los campos de patatas —movió la cabeza—. Sé que llovió mucho, pero solo recuerdo los días soleados. Como un día que le di un susto de muerte a mi daideó porque me escapé para ir a ver el mar. Debí caminar unos seis kilómetros.

      —¿Su daideó?

      —Mi abuelo.

      —¿Qué le pasó tras su marcha?

      —Luchó junto a Billy Byrne en la rebelión de 1789 y murió en la batalla de Arklow —su voz se volvió áspera—. Lo leí en un periódico en el colegio.

      Anna sintió el dolor de su recuerdo como si fuera propio y sintió la necesidad de distraerle como él la había sentido de distraerla a ella.

      —Debería contarle a los niños todas esas historias.

      —¡No! —parecía espantado—. Cuanto menos sepan de su sangre irlandesa, mejor.

      —¡No puede hablar en serio!

      —Por supuesto que sí. No quiero que tengan que padecer los mismos desplantes y bromas que tuve que soportar yo. Cuanto menos sepan, mejor. Son unos niños privilegiados, hijos de un marqués, y nada más.

      Se había imaginado a los niños sentados en sus rodillas escuchándole contar historias, tal y como se lo había imaginado a él en las rodillas de su abuelo. Era algo que ella no tendría nunca.

      —Cuéntemelas a mí —le dijo—. Me gustaría mucho saber cosas de Irlanda.

      Y fue llenando los kilómetros hablándole de seres encantados, caballos salvajes de ojos amarillos y criaturas fantásticas que se desprendían de su naturaleza para volverse humanos.

      A medida que el día iba avanzando, el cielo encapotado se volvió gris y pronto la lluvia comenzó a repiquetear sobre el techo de la silla, cada vez con más fuerza a medida que avanzaban los kilómetros. Cuando alcanzaba ya la misma fuerza que el día en que conoció al marqués, este se detuvo en una posada.

      —Debemos esperar a que escampe un poco —le dijo.

      Dejaron silla y caballos al cuidado de los mozos y corrieron bajo el aguacero al interior de la posada.

      Estaba muy lleno, tanto de ruido como de viajeros, todos guareciéndose