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E-Pack Escándalos - abril 2020


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cerrados y su expresión parecía tranquila. Se había quedado dormida y podía contemplarla a sus anchas.

      Si de verdad fuese Egan Byrne sería libre…

      Anna pasó la noche al abrigo del calor de lord Brentmore. Cuando amaneció y el sol inundó el aire de luz, la taberna comenzó a vaciarse de viajeros, pero ellos continuaron donde estaban de mutuo y silencioso acuerdo, como si ninguno quisiera volver a la vieja rutina, a su identidad de siempre.

      Mientras desayunaban sin prisas, Anna buscó en el rostro del marqués algún indicio de que tuviera presente las palabras que le había dicho la noche anterior. Solo de recordarlas le ardían las mejillas.

      El dolor y la desesperación habían hablado por sus labios, aunque por otro lado era una realidad que debía aceptar en su fuero interno: era hija de su madre, una mujer deseosa de disfrutar del placer carnal.

      Si al menos hubiera podido hablar con ella de esas ansias, descubrir por qué había decidido seguir tanto tiempo con su relación con lord Lawton y por qué le había ocultado la verdad a su hija…

      El dolor acechaba e intentó con todas sus fuerzas rechazarlo. Era más afortunada que muchas otras mujeres. Tenía trabajo, una hermosa casa en la que vivir, educación, libros… la biblioteca de Brentmore estaba llena de libros.

      Miró al hombre que tenía sentado frente a ella. Y tenía un amigo en lord Brentmore, aunque cuando llegaran de vuelta a casa y a su vieja rutina esa amistad quedaría enterrada como el deseo que sentía por él.

      Fingió comer con apetito y se obligó a hablar del viaje que los esperaba.

      Las lágrimas se habían acabado. Nada de sentir lástima de sí misma. Su madre había fallecido, y su vida era lo que era.

      Su consuelo debían ser los niños mientras la necesitaran.

      —¿Está preparada para salir? —le preguntó lord Brentmore cuando se acabaron el desayuno.

      Ella asintió.

      Tardaron unos minutos en volver a subir a la silla y ponerse en camino.

      Anna mantuvo la conversación en asuntos relacionados con los niños, con sus necesidades y actividades, con el modo en que podían hacer que su vida fuese segura y feliz.

      A primera hora de la tarde llegaron a la posada donde el tiro de caballos de lord Brentmore aguardaba. Una vez enganchados, acometieron la última etapa del viaje. No tardaron mucho en llegar a los límites de las tierras del marqués. Cuando la casa apareció ante ellos, Anna suspiró aliviada.

      —Dios, cómo detesto este lugar —dijo él al mismo tiempo.

      —¿Por qué? Es donde viven sus hijos.

      Él asintió.

      —También es donde viven mis recuerdos más amargos.

      Ella respiró hondo.

      —No piense en el pasado. Solo en el futuro. Solo en lo que nos espera por delante.

      Él le puso una mano sobre la suya y su expresión se entristeció.

      Cuando llegaron al arco de la entrada, lord Brentmore detuvo los caballos.

      —¿Por qué nos detenemos?

      Él se volvió a mirarla.

      —Para despedirnos.

      —¿Se baja aquí?

      Una media sonrisa iluminó su cara.

      —No, pero Egan Byrne se despide aquí.

      E inclinándose la besó en la mejilla.

      Anna se volvió a él y le ofreció los labios, temblando de ganas de volver a sentir su sabor.

      Brent la besó en la boca, pero sus cuerpos no se rozaron por temor a que la pasión se desbordara.

      Cuando se separó, Anna respiró hondo.

      —Vuelta a ser el marqués y la institutriz —dijo, entrelazando las manos.

      Él la besó una vez más en la mejilla pero no dijo nada, movió las riendas y los animales se pusieron en marcha.

      A medida que se acercaban a la casa, el dolor de Anna iba creciendo. Acababa de sufrir otra pérdida: la de un amigo llamado Egan Byrne.

      Cuando se pararon ante la puerta, dos lacayos abrieron y salieron a recibirlos. Cal y Dory no tardaron en aparecer a todo correr.

      Dory saltó a los brazos de su padre.

      —¡Papá, estás en casa!

      Él dudó un instante antes de devolverle el abrazo a su hija. Cal se había detenido a poca distancia, como si la timidez le hubiera clavado allí.

      —¡Señorita Hill! —exclamó entonces Dory, inclinándose hacia ella.

      Lord Brentmore le entregó a la niña y Anna la abrazó haciéndole mil carantoñas mientras el marqués se acercaba a su hijo y lo abrazaba con fuerza.

      —Mi niño… te he echado de menos.

      Cal se colgó de su cuello.

      —Yo también —musitó.

      Su padre lo apretó contra el pecho.

      —Cal ha hablado con Eppy y con Wyatt mientras no estabais —informó Dory.

      —¡Estupendo! —exclamó Anna. Los había echado mucho de menos—. ¿Y qué trastadas habéis hecho mientras hemos estado fuera?

      Dory se rio.

      —Ninguna.

      Su hermano sonrió.

      —¡Cal le puso un sapo a Eppy en el bolsillo! —le dijo al oído la niña.

      —¡Será malvado!

      Qué maravilloso cambio…

      —¡Pero no se lo digas a papá!

      Anna dejó a Dory en el suelo y abrazó a Cal.

      —Así que te gusta gastar bromas, ¿eh?

      Uno de los lacayos sacó del coche su maleta y la cesta y el otro se ocupó de llevar la silla a los establos.

      —Entremos —dijo lord Brentmore.

      Dory alzó los brazos para que la subiera y Anna tomó la mano de Cal.

      Al entrar, el chiquillo le hizo un gesto para que se agachara. Le costó un par de intentos, pero consiguió decir:

      —¿Está mejor tu madre?

      El dolor le cerró la garganta.

      —No, lord Cal. Estaba demasiado enferma. Ha muerto.

      La expresión del niño se volvió solemne.

      —Mi madre también.

      Anna se agachó y le abrazó con lágrimas en los ojos.

      —Lo sé.

      Fueron pasando los días y volvieron a las antiguas rutinas. Los niños mejoraban cada día. Cal hablaba cada vez más y Dory se mostraba más tranquila y menos vigilante y protectora de su hermano. Su anterior confinamiento les hacía desear constantemente nuevas experiencias. No había nada que no se atrevieran a probar y absorbían información como esponjas.

      Pero para Anna la vuelta a su antigua vida le estaba resultando difícil. Durante el día se sentía muchas veces como fuera de sí misma, viéndose actuar, oyéndose hablar. Renunciaba con más asiduidad a salir a montar con los niños y lord Brentmore, y a su vez él pasaba más tiempo ocupándose de la correspondencia y el estado de sus asuntos.

      Por las tardes seguían cenando juntos y hablaban de los niños, pero siempre había tensión entre ellos fruto de lo que no se decían.