John C. Lennox

¿Ha enterrado la ciencia a Dios?


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nos han dado una visión espectacular de la naturaleza del universo que habitamos. En la escala de lo inimaginablemente grande, el telescopio Hubble transmite impresionantes imágenes de los cielos desde una órbita muy por encima de la atmósfera. En la escala de lo inimaginablemente pequeño, el microscopio de efecto túnel descubre lo increíblemente complejo de la biología molecular, plena de información macromolecular y de ínfimas fábricas de proteínas cuya complejidad y precisión hacen que incluso las tecnologías humanas más avanzadas aparezcan toscas, en comparación.

      ¿Es la vida humana en último término una configuración fortuita e improbable de átomos, entre otras muchas posibles? Además, ¿en qué sentido podríamos considerarnos especiales cuando habitamos un pequeño planeta que gira alrededor de una discreta estrella de la periferia de una galaxia helicoidal que contiene miles de millones de estrellas semejantes, una más de los miles de millones existentes a su vez en la inmensidad del espacio?

      Más aún, dicen algunos, como ciertas propiedades básicas de nuestro universo, tal como los valores de las fuerzas fundamentales de la naturaleza y el número de dimensiones observables de espacio y tiempo, son el resultado de efectos aleatorios operantes desde el origen del universo, bien podría haber otros universos de estructuras muy diversas. ¿No podría ser el nuestro uno más de una amplia gama de universos paralelos separados e incomunicables? Así pues, ¿no resulta absurdo sugerir que los seres humanos tienen una finalidad? Su importancia en tal multiverso quedaría efectivamente reducida a cero.

      Peter Atkins, profesor de Química de la Universidad de Oxford, a la vez que reconoce el origen religioso de la ciencia, defiende vigorosamente ese punto de vista:

      Una conferencia en el Instituto Salk de Ciencias Biológicas de La Jolla, en California, trataba en 2006 del siguiente tema: “Más allá de las creencias: ciencia, religión, razón y supervivencia”. Al abordar la cuestión de si la ciencia debería tener relación alguna con la religión, el Premio Nobel Steven Weinberg declaró: «El mundo necesita despertar de la larga pesadilla de la religión... Cualquier cosa que podamos aportar nosotros, los científicos, para debilitar la influencia de la religión, debe hacerse. Y, de hecho, puede ser nuestra mayor contribución a la civilización». Como era de esperar, Richard Dawkins fue aún más lejos. «Estoy completamente harto del respeto a la religión que se nos ha inculcado tradicionalmente».

      Y, sin embargo, ¿es verdaderamente cierto que habría que tachar a todas las personas religiosas de estar mal informadas y llenas de prejuicios? Al fin y al cabo, algunas de ellas son científicos que han ganado el Premio Nobel. ¿Tienen realmente puesta la esperanza en descubrir un rincón oscuro del universo que la ciencia no pueda nunca iluminar? Desde luego eso no corresponde a una descripción justa o verdadera de la mayoría de los pioneros de la ciencia quienes, como Kepler, podían afirmar que era precisamente su convicción en la existencia de un Creador la que elevó su ciencia a alturas cada vez mayores. Fueron precisamente los rincones oscuros del universo iluminados por la ciencia los que les proporcionaron a todos ellos una amplia evidencia del ingenio de Dios.

      ¿Y qué hay de la biosfera? ¿Es su intrincada complejidad solamente pura apariencia de diseño, tal como cree Richard Dawkins, ferviente correligionario de Peter Atkins? ¿Puede la racionalidad realmente surgir de procesos naturales sin guía alguna, procesos al azar sujetos a las limitaciones de las leyes de la naturaleza que operan sobre los materiales básicos del universo? ¿Es la solución al problema cuerpo-mente defender que la mente racional “ha surgido” de un cuerpo irracional por medio de procesos indirectos y sin sentido?

      Las preguntas sobre el estado de la cuestión naturalista no desaparecen fácilmente, como demuestra el nivel de interés público que suscitan. Entonces, ¿la ciencia requiere inexorablemente del naturalismo? ¿O se podría pensar que el naturalismo es una filosofía que acapara a la ciencia, más que un presupuesto necesario para llevarla a cabo? ¿Podemos atrevernos a compararlo a un tipo de fe, semejante a la religiosa? Al menos se le podría perdonar a quien así lo crea, viendo cómo son tratados quienes se atreven a plantear dichas cuestiones. Al igual que los herejes religiosos de épocas anteriores, pueden sufrir un tipo de martirio caracterizado por la falta de ayudas oficiales a la investigación.

      Aristóteles es famoso, entre otras cosas, por haber apuntado que para tener éxito hay que saber plantear las preguntas correctas. Sin embargo, hay ciertas preguntas que es arriesgado preguntar, y aún más arriesgado intentar responder. Sin embargo, correr tal riesgo es sin duda parte del espíritu y de los intereses de la ciencia. Desde una perspectiva histórica esto es indiscutible. En la Edad Media, por ejemplo, la ciencia hubo de liberarse de ciertos aspectos de la filosofía de Aristóteles para poder avanzar realmente. Aristóteles había enseñado que de la luna al más allá todo era perfección, y que, como el movimiento perfecto en su opinión era el circular, los planetas y las estrellas se movían en círculos perfectos. Bajo la luna el movimiento era lineal al existir imperfección. Esta visión dominó el pensamiento durante siglos, hasta que Galileo observó el universo a través de su telescopio y contempló los bordes irregulares de los cráteres lunares. El universo había hablado y parte de la deducción a priori del concepto de perfección de Aristóteles quedó hecha añicos.

      A esto tal vez respondan algunos científicos como Atkins y Dawkins que, desde los tiempos de Galileo, Kepler y Newton, defienden que la ciencia ha crecido exponencialmente y que no hay prueba de que la filosofía naturalista, estrechamente ligada a la ciencia hoy en día (al menos en las mentes de muchos), sea inadecuada. Es más, en su opinión, solo el naturalismo