Arthur Conan Doyle

Obras completas de Sherlock Holmes


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para una excursión matutina?

      —Desde luego.

      —Entonces, vístase. Aún no se ha levantado nadie, pero sé dónde duerme el mozo de cuadras, y pronto tendremos preparado el coche.

      Al hablar, se reía para sus adentros, le centelleaban los ojos y parecía un hombre diferente al sombrío pensador de la noche anterior.

      Mientras me vestía, eché un vistazo al reloj. No era de extrañar que nadie se hubiera levantado aún. Eran las cuatro y veinticinco. Apenas había terminado cuando Holmes regresó para anunciar que el mozo estaba enganchando el caballo.

      —Quiero poner a prueba una pequeña hipótesis mía —dijo, mientras se ponía las botas—. Creo, Watson, que tiene usted delante a uno de los más completos idiotas de toda Europa. Merezco que me lleven a patadas desde aquí a Charing Cross. Pero me parece que ya tengo la clave del asunto.

      —¿Y dónde está? —pregunté, sonriendo.

      —En el cuarto de baño —respondió—. No, no estoy bromeando —continuó, al ver mi gesto de incredulidad—. Acabo de estar allí, la he cogido y la tengo dentro de esta maleta Gladstone. Venga, compañero, y veremos si encaja o no en la cerradura.

      Bajamos lo más rápidamente posible y salimos al sol de la mañana. El coche y el caballo ya estaban en la carretera, con el mozo de cuadras a medio vestir aguardando delante. Subimos al vehículo y salimos disparados por la carretera de Londres. Rodaban por ella algunos carros que llevaban verduras a la capital, pero las hileras de casas de los lados estaban tan silenciosas e inertes como una ciudad de ensueño.

      —En ciertos aspectos, ha sido un caso muy curioso —dijo Holmes, azuzando al caballo para ponerlo al galope—. Confieso que he estado más ciego que un topo, pero más vale aprender tarde que no aprender nunca.

      En la ciudad, los más madrugadores apenas empezaban a asomarse medio dormidos a la ventana cuando nosotros nos adentramos por las calles del lado de Surrey. Bajamos por Waterloo Bridge Road, cruzamos el río y subimos a toda velocidad por Wellington Street, para allí torcer bruscamente a la derecha y llegar a Bow Street. Sherlock Holmes era bien conocido por el cuerpo de policía, y los dos agentes de la puerta le saludaron. Uno de ellos sujetó las riendas del caballo, mientras el otro nos hacía entrar.

      —¿Quién está de guardia? —preguntó Holmes.

      —El inspector Bradstreet, señor.

      —Ah, Bradstreet, ¿cómo está usted? —un hombre alto y corpulento había surgido por el corredor embaldosado, con una gorra de visera y chaqueta con alamares—. Me gustaría hablar unas palabras con usted, Bradstreet.

      —Desde luego, señor Holmes. Pase a mi despacho.

      Era un despachito pequeño, con un libro enorme encima de la mesa y un teléfono de pared. El inspector se sentó ante el escritorio.

      —¿Qué puedo hacer por usted, señor Holmes?

      —Se trata de ese mendigo, el que está acusado de participar en la desaparición del señor Neville St. Clair, de Lee.

      —Sí. Está detenido mientras prosiguen las investigaciones.

      —Eso he oído. ¿Lo tienen aquí?

      —En los calabozos.

      —¿Está tranquilo?

      —No causa problemas. Pero cuidado que es granuja cochino.

      —¿Cochino?

      —Sí, lo más que hemos conseguido es que se lave las manos, pero la cara la tiene tan negra como un fogonero. En fin, en cuanto se decida su caso tendrá que bañarse periódicamente en la cárcel y, si usted lo viera, creo que estaría de acuerdo conmigo en que lo necesita.

      —Me gustaría muchísimo verlo.

      —¿De veras? Pues eso es fácil. Venga por aquí. Puede dejar la maleta.

      —No, prefiero llevarla.

      —Como quiera. Vengan por aquí, por favor —nos guio por un pasillo, abrió una puerta con barrotes, bajó una escalera de caracol y nos introdujo en una galería encalada con una hilera de puertas a cada lado.

      —La tercera de la derecha es la suya —dijo el inspector—. ¡Aquí está! —abrió sin hacer ruido un ventanuco en la parte superior de la puerta y miró al interior.

      —Está dormido —dijo—. Podrán verle perfectamente.

      Los dos acercamos nuestros ojos a la rejilla. El detenido estaba tumbado con el rostro vuelto hacia nosotros, sumido en un profundo sueño, respirando lenta y ruidosamente. Era un hombre de estatura mediana, vestido toscamente, como correspondía a su oficio, con una camisa de colores que asomaba por los rotos de su andrajosa chaqueta. Tal como el inspector había dicho, estaba sucísimo, pero la porquería que cubría su rostro no lograba ocultar su repulsiva fealdad. El ancho costurón de una vieja cicatriz le recorría la cara desde el ojo a la barbilla, y al contraerse había tirado del labio superior dejando al descubierto tres dientes en una perpetua mueca. Unas greñas de cabello rojo muy vivo le caían sobre los ojos y la frente.

      —Una preciosidad, ¿no les parece? —dijo el inspector.

      —Desde luego, necesita un lavado —contestó Holmes—. Se me ocurrió que podría necesitarlo y me tomé la libertad de traer el instrumental necesario —mientras hablaba, abrió la maleta Gladstone y, ante mi asombro, sacó de ella una enorme esponja de baño.

      —¡Ja, ja! Es usted un tipo divertido —rio el inspector.

      —Ahora, si tiene usted la inmensa bondad de abrir con mucho cuidado esta puerta, no tardaremos en hacerle adoptar un aspecto mucho más respetable.

      —Caramba, ¿por qué no? —dijo el inspector—. Es un descrédito para los calabozos de Bow Street, ¿no les parece?

      Introdujo la llave en la cerradura y todos entramos sin hacer ruido en la celda. El durmiente se dio media vuelta y volvió a hundirse en un profundo sueño. Holmes se inclinó hacia el jarro de agua, mojó su esponja y la frotó con fuerza dos veces sobre el rostro del preso.

      —Permítame que les presente —exclamó— al señor Neville St. Clair, de Lee, condado de Kent.

      Jamás en mi vida he presenciado un espectáculo igual. El rostro del hombre se desprendió bajo la esponja como la corteza de un árbol. Desapareció su tosco color parduzco. Desapareció también la horrible cicatriz que lo cruzaba, y lo mismo el labio retorcido que formaba aquella mueca repulsiva. Los desgreñados pelos rojos se desprendieron de un tirón, y ante nosotros quedó, sentado en el camastro, un hombre pálido, de expresión triste y aspecto refinado, pelo negro y piel suave, frotándose los ojos y mirando a su alrededor con asombro soñoliento. De pronto, dándose cuenta de que le habían descubierto, lanzó un alarido y se dejó caer, hundiendo el rostro en la almohada.

      —¡Por todos los santos! —exclamó el inspector—. ¡Pero si es el desaparecido! ¡Lo reconozco por las fotografías!

      El preso se volvió con el aire indiferente de quien se abandona en manos del destino.

      —De acuerdo —dijo—. Y ahora, por favor, ¿de qué se me acusa?

      —De la desaparición del señor Neville St... ¡Oh, vamos, no se le puede acusar de eso, a menos que lo presente como un intento de suicidio! —dijo el inspector, sonriendo—. Caramba, llevo veintisiete años en el cuerpo, pero esto se lleva la palma.

      —Si yo soy Neville St. Clair, resulta evidente que no se ha cometido ningún delito y, por lo tanto, mi detención aquí es ilegal.

      —No se ha cometido delito alguno, pero sí un tremendo error —dijo Holmes—. Más le habría valido confiar en su mujer.

      —No era por ella, era por los niños —gimió el detenido—. ¡Dios mío, no quería que se avergonzaran de su padre! ¡Dios santo, qué vergüenza! ¿Qué voy a hacer ahora?