Cambria Brockman

Cuéntamelo todo


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—preguntó—. Nosotras tuvimos que pagarle a un estudiante de último año para que nos comprara una botella hoy. Absolutamente absurdo. Creo que su comisión nos ha costado más que el vodka.

      —Papá, antes de que se fuera —dije. Se mostró sorprendida y se lo expliqué—: Él prefiere que lo consiga legalmente.

      —¡Qué genial tu padre! —dijo Gemma, empujándome a través de la estrecha multitud—. Con suerte, pronto me darán una identificación falsa. Todo esto es una mierda... en Londres puedo comprar alcohol sin ningún problema, pero aquí no. La tierra de la libertad, y una mierda —gritó por encima de su hombro. Cuando llegamos a la esquina de la habitación, cogió las cervezas y las metió en un mini frigorífico, cuyo contenido era enteramente alcohol y bebidas energéticas.

      La habitación de Gemma y Ruby era pequeña, y el único alivio se encontraba en su techo alto. Había carteles colgados en las paredes, y cajas y maletas sin deshacer arrinconadas. Los estudiantes se habían sentado sobre ellas, piel contra piel, con latas de cerveza y vasos de vodka y ginebra en sus manos sudadas. Nos abrimos paso hacia el muro del fondo, donde una gran ventana presumía de su vista al jardín. Las antiguas farolas iluminaban los senderos, y los estudiantes caminaban en grupos por los adoquines de un lado a otro.

      Ruby estaba posada en el alféizar de la ventana, riendo con John. La brillante cabeza rubia del chico se inclinó hacia la de ella, el yin y el yang, tan cerca que se podían tocar. Él le susurró algo al oído antes de alejarse; era sin duda la persona más alta en el lugar mientras caminaba entre la multitud. Todos lo miraron al pasar, las chicas ansiosas por estar cerca de su encanto, los chicos ajustando sus posturas.

      Miré a Gemma, cuya sonrisa se había desvanecido ante la escena de la ventana.

      —Así que ése es John, ¿no es cierto? —pregunté—. Todavía intento recordar los nombres.

      Gemma asintió mientras me lanzaba una mirada, como si acabara de recordar que estaba a su lado.

      —Y su primo es Max, el más bajo y de pelo más oscuro. Supermono, pero demasiado bajo para mí —respondió ella, su voz se fue apagando mientras miraba alrededor de la habitación y afuera, en el pasillo. No podía saber si estaba bromeando. Ella no medía más de metro y medio de altura.

      —Bueno —continuó—, todavía no está por aquí. Es raro, él y John no parecen estar tan unidos, pero Ruby dice que siempre están juntos. John es como un cachorro de golden retriever emocionado, y Max es... Bueno, Max es Max. Nada, absolutamente nada me viene a la mente para describirlo. Es un poco aburrido, supongo. No puedo explicarlo. Ya lo verás.

      —Me dio esa impresión durante el almuerzo de langosta —dije, recordando que Max ni siquiera había hablado con nosotras.

      —¡Malin! —gritó Ruby, saludando con la mano desde el otro lado de la habitación. Cuando nos acercamos, me miró de arriba abajo y luego me dio un abrazo. Estaba empezando a darme cuenta de que los abrazos en la universidad eran algo a lo que tendría que acostumbrarme.

      —Me encanta tu atuendo, es tan chic —Ruby tocó la seda entre sus dedos, su voz era amable. Estaba acostumbrada a los cumplidos de doble filo de las chicas. Mi instituto estaba lleno de eso, todas se felicitaban unas a otras y luego ponían los ojos en blanco al volver la espalda. Pero Ruby era diferente. Lo decía con honestidad.

      Rio después de un segundo.

      —Lo siento, ¿es raro que te esté tocando?

      Negué con la cabeza, con una sonrisa vacilante.

      —Me encantaría poder ponerme algo así, tal vez si perdiera algo de peso —dijo Gemma, riendo nerviosamente entre palabra y palabra.

      No me atreví a disipar las inseguridades de Gemma, así que miré por la ventana. Esperaba que pareciera que no había escuchado su comentario, como si éste hubiera salido flotando por la ventana y desaparecido por los senderos bien iluminados.

      Ruby fue quien rompió el silencio.

      —Oh, Gems, eres preciosa, y lo sabes.

      —Gracias, cariño —dijo Gemma. Sonrió y tiró de su blusa para revelar más su escote.

      El repertorio entre ellas era ya tan familiar que parecían haber sido amigas durante años. Cuando papá me dio el cuestionario de alojamiento, al inicio del verano, solicité una habitación individual, pensando que de esa manera podría estudiar mejor. Nunca imaginé que una amistad podría surgir de eso, o al menos no como la que tenía en ese momento frente a mí. De lo único que había estado segura era que no quería quedar atrapada con alguien que no me gustara. Y dicho pensamiento era tan firme que superó la expectativa de una amiga instantánea.

      —Entonces, ¿cómo llegaste de Texas a Maine? —me preguntó Ruby. Abrió una cerveza con sus uñas rosadas y me entregó la lata sudada.

      No estaba segura de por qué Ruby quería hablar conmigo. En el instituto había conseguido ser una persona solitaria. Sabía que era lo suficientemente atractiva, definitivamente más inteligente que cualquier otra, y aunque los chicos dejaron de intentar salir conmigo a mediados del segundo año, podría haber sido parte del grupo más popular. Pero no quise intentarlo. Forzar una conversación me resultaba extenuante, y no tenía nada en común con el resto de los estudiantes. Me gustaba estar sola, disfrutaba de la lectura. Sabía que eso mantenía a mis padres en vela por las noches. “Ella necesita tener amigos”, los imaginaba susurrando entre sí en la oscuridad. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había hablado con gente de mi edad, que había supuesto que todos preferirían actuar como si yo no existiera. Pero ahora, justo frente a mí, había dos chicas reales dispuestas a ser mis amigas.

      Antes de que pudiera responder, Gemma interrumpió:

      —Sí, eh, ni siquiera yo lo sé todavía. Ya sabes, pareces tan Nueva York. Como esas tonalidades en blanco y negro, me encanta, y tu pelo es tan lacio y rubio, de ese color platino que siempre he querido tener. Pero ¿Texas? Ni siquiera tienes acento, ni siquiera hablas como texana, ¿puedes hablar como texana? —su acento era rápido y cantarín, apenas podía seguirle el ritmo. Le gustaba ser el centro de atención, la líder de la manada.

      Sonreí.

      —Me encanta Nueva York —dije, decidiendo qué pregunta responder primero. Ambas miradas estaban fijas en mí—. Solíamos visitar Nueva Inglaterra a menudo, cuando era más joven. Mis padres son originarios de Massachusetts, así que aquí estoy... un pequeño cambio de escenario. Pasando el rato con vosotras —dije la última frase con acento texano.

      Ambas rieron. No mencioné la verdad porque no tenía sentido. No era algo que pudiera explicarse con una cerveza justo después de conocer a alguien. Pasé la siguiente hora con esas chicas. Hablamos de nuestras especialidades: Ruby estaba en Historia del Arte y Gemma en Teatro. Me preguntaron si ya había decidido (ya lo había hecho): Inglés, para después estudiar Derecho. Charlamos sobre lo acogedor que era el campus en otoño, y luego Ruby me preguntó si quería ir con ellas a un manzanal ese fin de semana. Sentí una ligera vacilación de Gemma, pero ignoré su pequeño puchero.

      —Me encantaría —dije.

      Las cosas se tornaron imprecisas cuando terminé la tercera cerveza. Recuerdo que analicé a Gemma y a Ruby, preguntándome si serían buenas amigas. Estaba sorprendida por lo simple que me había resultado caerles bien. Me centré en ser normal y amable. Podía ser agradable todo el tiempo: elogiarlas, reír en los momentos correctos, decir lo que se tenía que decir. No quería ser demasiado extrema en ningún aspecto, pero tampoco aburrida, así que hice mi mayor esfuerzo por seguir el plan.

      Gemma se salía demasiado de los esquemas, su drama resultaba agotador, pero Ruby era perfecta. Ella hacía fluir las conversaciones y se mostraba interesada en cada pequeña cosa que tuvieras que decir. Me gustaba, y yo le gustaría a ella. Sabía que tendría que ser más sociable, más extrovertida, más parecida a ella, si quería que la amistad perdurara.

      No fui la única en percatarme de su efervescencia. Todos la adoraron