Carlo Maria Martini

Meditaciones sobre la oración


Скачать книгу

nos habla de la oración: escribe sobre la oración que Jesús recitaba al amanecer, en un lugar desierto (4,42), o la que dirigía al Padre por la noche, en la montaña (6,12), o aquella con la que rezó durante su propio bautismo (3,21). El evangelio de Lucas habla también de nuestra propia oración: cuenta la parábola del amigo inoportuno (11,5-8), aquella de la viuda y el juez deshonesto (18,1-8), y con ello nos dice que es necesario rezar siempre, sin cansarse.

      Junto a estas indicaciones, Lucas presenta algunos ejemplos de oración sobre los que es conveniente que reflexionemos. Me refiero en concreto a tres oraciones de Jesús –el himno de júbilo, la oración en el huerto y aquella en la cruz–, a tres oraciones de los hombres –el Magnificat de la Virgen, la oración de Simeón y la oración del cristiano, el Padrenuestro– y a una oración de la comunidad cristiana, relatada por Lucas en los Hechos de los Apóstoles.

      Pero, antes de empezar, deberíamos detenernos en las dificultades que puede encontrar nuestra oración, en aquello que puede impedir que nuestro espíritu esté en sintonía con el Espíritu de Dios. Una dificultad que yo experimento bastante es la de pensar en los sufrimientos de muchos de nuestros hermanos. Y todavía más cuando pienso en aquellos que, frente a los acontecimientos dolorosos, quedan desorientados en la fe y se preguntan por la razón por la que Dios no interviene.

      Esta y otras dificultades que podemos advertir deberían ser superadas llevándolas a la oración. Si no lo hiciéramos así, la nuestra no debería ser considerada una verdadera oración, sino más bien una oración artificial y separada de la vida. En el silencio y delante de Dios expresamos lo que experimentamos, incluso la dificultad de ponernos frente a él y de conocer al Dios que se ha revelado en Jesús crucificado.

      Podríamos iniciar así:

      ¡Señor, Dios misterioso, te conocemos tan poco! A veces tenemos la impresión de no conocerte en absoluto. Nos parece incluso que debemos luchar contra ti, como Jacob luchó contra el ángel; nos parece que debemos luchar contra la imagen que tenemos de ti. No podemos comprenderte, no logramos entenderte.

      Oh, Señor, desvélanos tu rostro, manifiéstanos el rostro de tu Hijo crucificado. Haz que en este rostro podamos entender algo de los sufrimientos que se abaten sobre gran parte de la humanidad. Haz que podamos conocerte tal y como eres en verdad, en tu Hijo crucificado por nosotros, en su agonía, en su muerte y en su resurrección a la verdadera Vida. Amén.

      EL CLIMA DE LA ORACIÓN

      ORACIÓN DEL SER

      Siempre siento cierto malestar y hasta fatiga cuando debo hablar de la oración, y ello porque me parece que es una realidad sobre la que verdaderamente no se puede hablar. Se puede invitar a rezar, exhortar, aconsejar... Pero la oración es algo tan personal, tan íntimo, tan nuestro, que resulta difícil hablar de ella a menos que nos pongamos verdaderamente en un clima de oración. Querría empezar, por tanto, justo con una oración:

      Señor, tú sabes que yo no sé rezar; entonces, ¿cómo puedo hablar a otros de la oración? ¿Cómo puedo enseñar a otros algo sobre la oración? Solo tú, Señor, sabes rezar. Tú has rezado en la montaña, durante la noche. Tú has rezado en las llanuras de Palestina. Tú has rezado en el huerto de tu agonía. Tú has rezado en la cruz. Solo tú, Señor, eres el Maestro de la oración. Y Tú nos has dado a cada uno de nosotros, como maestro personal, al Espíritu Santo. Ahora bien, solamente en la confianza en ti, Señor, Maestro de oración, adorador del Padre en espíritu y verdad, y solamente con la confianza en el Espíritu que vive en nosotros, podemos tratar de decir algo, de exhortarnos recíprocamente, para compartir alguno de tus dones respecto a esta maravillosa realidad. La oración es la posibilidad que tenemos para hablar contigo, Señor Jesús, Salvador nuestro, para hablar con tu Padre y con el Espíritu, para hablar con sencillez y verdad. Madre nuestra, María, maestra de oración, ayúdanos, ilumínanos, condúcenos en este camino que también tú has recorrido antes que nosotros conociendo a Dios Padre y su voluntad.

      Para afrontar del modo más familiar posible el tema de la oración he pensado en dos breves premisas teológicas y fundamentales a las que ahora quiero hacer referencia. Trataré luego de contestar a la pregunta sobre cómo ayudarnos a nosotros mismos y a los demás para avivar en el corazón la llama de la oración: una llama que es el propio Dios, que es el que la enciende, pero que nosotros tenemos que alimentar.

      La primera premisa la extraigo del Salmo 8:

      ¡Señor, Dios nuestro,

      qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

      Tu majestad se levanta sobre los cielos.

      De la boca de los niños de pecho

      Levantas una fortaleza firme frente a tus adversarios,

      para hacer callar al enemigo y al rebelde.

      Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,

      la luna y las estrellas que has creado,

      ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él,

      el ser humano que cuides de él? (Sal 8,2-5).

      La oración es algo extremadamente sencillo, algo que nace de la boca y del corazón del niño. Es la respuesta inmediata que nos sale del corazón cuando nos ponemos frente a la verdad del ser.

      Esto puede acaecer de muchos y diferentes modos: puede suceder ante un paisaje de montaña, en un momento de soledad en el bosque, escuchando música y, en todo caso, cuando surge algo que nos hace olvidar, aunque sea por poco tiempo, la realidad inmediata, ayudándonos a separarnos por un instante de nosotros mismos. Son momentos de verdad del ser, en los que nos sentimos como fuera de la esclavitud de las intrusiones cotidianas, de la esclavitud de las cosas que nos reclaman continuamente. Respiramos más profundamente de lo habitual, sentimos algo que nos mueve por dentro; y no es raro, sino casi instintivo, que en estos momentos de gracia natural, en estos momentos felices en que nos sentimos plenamente nosotros mismos, se eleve de nosotros una oración: «Dios mío, te doy gracias», «¡Señor, qué grande eres!».

      Cada uno de nosotros, creo, puede experimentar en su vida algunos de estos momentos. Quizá por una serie de circunstancias felices nos hemos encontrado en disposición de expresar este reconocimiento a Dios, a quien hemos llamado desde la profundidad de nuestro ser. Es la oración natural, la oración del ser. Toda nuestra oración, toda nuestra educación a la oración, parte de este principio: el hombre que vive a fondo la autenticidad de sus propias experiencias siente enseguida, instintivamente, la necesidad de expresarse mediante una oración de alabanza, de agradecimiento, de ofrecimiento.

      La segunda premisa consiste en que, junto a esta oración del ser, hay otra realidad que conviene tener presente: la oración del ser cristiano. Esta oración no es sencillamente mi respuesta a la realidad del ser que me circunda o a la sensación de autenticidad que puedo experimentar en mí, sino que es fruto del Espíritu que reza en mí. El texto fundamental al que aquí debemos referirnos es el de la carta a los Romanos, en particular la segunda parte del capítulo 8, donde se dice que el Espíritu reza en nosotros (cf. Rom 8,14-27).

      Se deben tener presentes, por tanto, estas dos verdades: de la boca de los niños de pecho, Dios ha hecho una alabanza (Mt 21,16) y, por ende, la oración es una realidad muy sencilla que brota cuando se han puesto las premisas justas, cuando la persona (también el chico, el niño, el adolescente) se encuentra de verdad a su gusto frente a la realidad del ser, a la verdad del ser, y en situaciones particularmente felices de calma y serenidad. Pero a esta verdad le sigue otra, y es que no somos nosotros quienes rezamos como cristianos, sino que es el Espíritu quien reza en nosotros.

      La educación a la oración consiste, por eso mismo, tanto en tratar de favorecer aquellas condiciones que ponen a la persona en estado de autenticidad cuanto en buscar dentro de nosotros la voz del Espíritu que reza, para dejarle espacio, para darle voz. En efecto, sin esta premisa no hay oración cristiana: es el Espíritu quien reza en nosotros. Y esta es la característica propia, típica, de la oración cristiana.

      Recuerdo