las aptitudes para la oración, así como una actitud auténtica de diálogo con Dios: un diálogo que no parta artificialmente de realidades inducidas, sino de la verdad de la persona.
ENTRADA
Quizá este sea uno de los casos en que nos equivocamos más fácilmente. A menudo creemos que es importante empezar a orar de cualquiera forma, a lo mejor con el signo de la cruz. Es erróneo entrar en la experiencia del diálogo con Dios lanzándose imprudentemente a esta aventura sin haberse preparado antes, aunque sea un poco.
Quizá esta sea una de las causas por la que la oración nos resulta tan difícil: no hemos entrado en ella adecuadamente. Así como en nuestras iglesias hay un atrio, así también en cada una de nuestras oraciones, sobre todo si son prolongadas, sería necesario anteponer un momento especial, un momento de absoluto silencio.
A los jóvenes deberíamos ayudarles para que aprendieran a hacer un instante de absoluto silencio, un silencio del que puedan partir para entrar en la oración. Y diría más aún. A este momento de entrada yo lo llamaría casi una forma de anulación; se trata de poner el cuentakilómetros de nuestra fantasía, y hasta de nuestro mismo ser, a cero. Y eso, ¿qué significa? En mi opinión es extremadamente importante empezar a orar no solo ya con un momento de silencio o de pausa, de respiración, sino también con el claro reconocimiento de que no somos capaces de rezar: «Señor, eres tú quien rezas en mí. Yo no sé cómo empezar; es tu Espíritu quien me conducirá». Es necesario quitar del diálogo con Dios toda presunción, cualquier cosa que creamos haber aprendido y poseer. Tenemos que entrar en la oración como pobres, no como poseedores. Cada vez que nos presentamos ante Dios, presentémonos como absolutamente pobres. Creo que todas las veces que no lo hacemos, nuestra oración se resiente. La oración se carga entonces de cosas que la entorpecen.
Es necesario que nos pongamos ante Dios en un estado de verdadera pobreza interior, de despojo, de ausencia de pretensiones: «Señor, yo no soy capaz de rezar; si tú permites que esté ante ti en un estado de aridez, de espera, bendeciré esta espera, porque tú eres demasiado grande como para que yo pueda comprenderte. Tú eres el Inmenso, el Infinito, el Eterno, ¿cómo puedo yo hablar contigo?». Este es el estado existencial que emerge en muchos salmos, que son auténticos modelos de oración y que deberían hacerse interioridad en nosotros.
De modo que la oración la empezamos con una cierta anulación de nosotros mismos, una anulación que puede expresarse en formas externas tales como un momento de silencio, de adoración de rodillas, un momento de reverencia, de respeto; con todo ello manifestamos ser conscientes de estar entrando en una situación a la que no tenemos nada que traer, sino que en ella todo lo recibimos.
Entro en un diálogo en el que la palabra, en mi pobreza, me enriquece. Entro como un enfermo que necesita del médico, como un pecador que necesita ser justificado, como un pobre que necesita ser enriquecido: «Derribado del trono a los poderosos, a los ricos los despide con las manos vacías» (estas palabras apuntan también a aquellos que creen que saben orar, a quienes piensan haber adquirido de una vez por todas esta capacidad).
Es necesario que cada vez nos pongamos en la situación bautismal del ciego que suplica: «Señor, que yo vea». Señor, que yo pueda comprender, que pueda pronunciar las palabras que el Espíritu me sugiere.
RITMO
La oración, como la vida, tiene su ritmo que la sustenta y que permite que pueda prolongarse sin fatiga. Hoy tenemos ejemplos realmente extraordinarios de jóvenes y adolescentes capaces que han demostrado ser capaces de rezar durante horas; se trata de una experiencia que, hace años, considerábamos inaudita. Es una maravilla que Dios está obrando. Tales jóvenes han encontrado el ritmo justo. Es como cuando uno ha descubierto el ritmo adecuado para caminar y puede hacerlo durante kilómetros sin apenas cansarse. También en la oración es importante un cierto ritmo, al mismo tiempo físico y psíquico o interior. ¿En qué consiste este ritmo? Es aquella música que nosotros llevamos dentro, es la respiración. Este es el ritmo fundamental de la vida, lo que nos proporciona los tiempos de la vida.
Precisamente por tal motivo, tanto en la tradición monástica de la Iglesia griega como, aún más, en la tradición oriental del yoga y del budismo, se han valorado mucho las técnicas de respiración; se han indicado muchos modos para que estas técnicas puedan ser cada vez más conscientes, asumidas y controladas. Es posible que todo esto parezca muy complicado, pero ciertamente puede contener algo positivo.
Querría subrayar en concreto la llamada «oración de Jesús». Se trata de la oración oriental más cercana a la tradición cristiana y, por tanto, la más fácil de asimilar para nosotros. Tal oración –de la que se tiene un ejemplo en El peregrino ruso– consiste en una invocación repetida lentamente, al ritmo de la respiración, una invocación preñada de significado: «Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí».
Según la enseñanza de la tradición monástica oriental, tal invocación debe pasar de la cabeza al corazón, entrar en el ritmo de la respiración, invadir y penetrar a toda la persona. Nosotros, los occidentales, sentimos a menudo la tentación de mecanizar tales experiencias, de tomar las cosas de una manera demasiado externa; y es así como caemos en exageraciones o cosas raras. Por ello es preciso subrayar que cada cual tiene que adecuar este tipo de oración a sus propias necesidades.
En todo caso existe un aliento de la oración, un ritmo que, una vez adquirido, nos acompaña y permite que perseveremos en el diálogo con Dios, y ello con alegría y con gusto interior, con una satisfacción que nos llena el corazón y que nos pone en la verdad de nosotros mismos.
La otra técnica es la del rosario. El rosario es la versión occidental, algo más complicada, de la oración repetitiva de Jesús de tipo oriental. Empezó a practicarse en la Edad Media y más tarde se fue difundiendo. Pero no es una oración fácil: yo recuerdo muchos rosarios, de chico, de adolescente, muy aburridos; las distracciones me llenaban la cabeza. Era una oración casi impuesta, no explicada, y resultaba difícil.
Me parece que el rosario requiere de una cierta calma, de la adquisición de un ritmo que nos permita entrar en un verdadero estado de oración; no es algo puramente verbal. A quien encontrara difícil la oración del rosario, o a quien haya dejado de practicarla o tenga sus reservas a la hora de retomarla, querría indicarle un medio que, quizá, pueda parecer muy simple, pero que puede ayudar a hallar el sentido de esta oración. De la oración del rosario es posible extraer las mismas ventajas que ofrece la «oración de Jesús», de las que acabamos de hablar. Cuando tenemos poco tiempo disponible, cabe limitarse a unas pocas palabras, repetidas lentamente, de forma que puedan calar en el interior del corazón. Nos acercaremos de este modo a la oración que los orientales llaman precisamente la «oración de Jesús». Cuando quiero introducirme en esta atmósfera de oración, sencillamente elijo una invocación del rosario y la repito lentamente un cierto número de veces (por ejemplo, en la primera decena puedo decir las palabras: «Ave María, ruega por nosotros»). Estas simples palabras, dichas muy lentamente, repetidas diez veces, son ciertamente más breves que la oración completa, pero pueden penetrar en nosotros e inducirnos gradualmente a una oración más larga y profunda.
Son numerosos los modos en que podemos introducirnos en la oración prolongada. Sobre todo es necesario no preocuparse por la cantidad, sino por un ritmo que alimente de veras nuestro espíritu y que lo penetre.
Obviamente se podrían hacer muchas otras observaciones sobre el ritmo de la oración; en el fondo se trata de ese ritmo que estructura los salmos. Los salmos están compuestos mediante el estilo literario del paralelismo, que puede ser antitético (se afirma una realidad y luego se expresa el lado opuesto) o sintético (se expresa una realidad y, acto seguido, otro aspecto de esa misma realidad). Este «ir y volver» responde al ritmo de la respiración, al ritmo de los coros que se alternan y, finalmente, al ritmo de quien llama y de quien contesta.
Entrar en esta realidad nos hace entender mejor lo mucho que la Escritura nos pone delante; pero solo poco a poco podremos aprender a conocer tales profundidades antropológicas, descubriendo de este modo la autenticidad del hombre que emerge de las diversas formas de oración.
Por